En la imagen, un hombre recorre el mundo de punta a punta,
sosteniendo entre las manos un cuenco sellado.
Se supone que el recipiente alberga un tesoro, frágil y sólido
a la vez.
Es el tesoro de la propia vida,
que debe entregar a una versión de sí mismo que lo aguarda en el punto más extremo del camino.
Allí donde vida y muerte se
abrazan. Donde el animal que somos
intenta descifrarse en la urdimbre de símbolos que lo circunda: la cultura.
Sobra advertir que el camino es
el tiempo, esa cuerda tensa y ondulante
que a cada paso amenaza con arrojarnos
al abismo.
El aventurero era un nonato
cuando inició el recorrido.
Ahora es viejo y, se supone,
sabio.
Esa sabiduría está guardada en
el recipiente.
El tesoro.
Al llegar a su destino el
caminante descubre horrorizado que el cuenco transportado con tanto cuidado
está vacío.
Sus manos sostienen los linderos
del vacío, del abismo.
¿Quién escamoteó su contenido?
¿Qué poderes hurtaron la riqueza
acumulada con tanto ahínco?
Esas son, entre otras, las
preguntas formuladas por el escritor
Fernando Cruz Kronfly en su libro titulado La
condición humana Tierra de nadie, publicado por la editorial Sílaba en junio de 2018.
Desde luego, las preguntas
carecen de respuestas, pues apuntan al centro del misterio de la vida: a lo
inefable.
A lo solo abordable desde la
poesía, otro misterio.
La palabra poética: lo que nos
resta de las grandes religiones de misterios.
El libro ofrece algo mejor que
respuestas. Al fin y al cabo para esto último están los gurués y los autores de
manuales de autoayuda, que casi siempre son los mismos.
Lúcido como es, el escritor Cruz
Kronfly elige un campo más fértil: nos llena de inquietudes y pavores al
presentarnos al hombre contemporáneo como
un despojo.
No sólo como un despojado: como
un despojo.
¿Qué circunstancias lo condujeron
a ese estado?
Aunque podríamos remontarnos
a los milenarios pantanos primordiales
donde surgió la vida, sospecho que el empobrecimiento cobra consistencia material
con la invención de los relojes.
“El tiempo es oro”, empezaron a recitar los mercaderes, ya
instalados en el Renacimiento.
Justo el tiempo: la proteica
sustancia de que estamos hechos. No de polvo, como propone la liturgia del Miércoles de
Ceniza.
El polvo es apenas una manera de
nombrar lo deleznable.
Recortados y programados por los relojes continuamos el
recorrido hasta que Karl Marx, poseído por la lucidez de los grandes desesperados, nos advirtió de
que estábamos a punto de convertirnos en mercancías con un rol preciso en el circuito de la producción y
el desecho.
Empezábamos así a dejar de ser,
para convertirnos en fantasmagoría,
en abstracción suprema de una
entelequia llamada mercado.
Dicho de otra manera: nos
convertimos en alienados. Casi en alienígenas.
Fue así como nos adentramos en la
tierra de nadie transitada por Fernando Cruz en su libro.
La tierra donde acontece el extravío de la condición humana.
La tierra donde acontece el extravío de la condición humana.
En esa travesía los frágiles y
preciosos valores que apuntalaban nuestro paso por el mundo- la dignidad, la
justicia, el respeto- se desvanecen en
el aire, según la afortunada sentencia de Marx retomada por Marshall Berman en
el título de uno de sus libros.
Su lugar es ocupado por el
resplandor enfermo de las luces de neón donde reinan las mercancías y sus
marcas como nuevos y únicos protagonistas de la historia: los automóviles,
los aparatos digitales, la ropa los
paisajes y las pastillas de colores que garantizan a la vez el sueño y la actividad sexual, entendidos como otras
drogas puestas en el mercado.
Las marcas: el último escondite
del Homo sapiens. La criatura que un
día se imaginó igual a los dioses y ahora yace ovillada sobre sí misma, como un
remedo de crisálida suspendida sobre el vacío: el capullo de la propia vida.
Pero no todo es desesperanzador
en los ocho ensayos que conforman este libro de ciento setenta páginas.
Nos queda el lenguaje ese
instrumento prodigioso que, en contravía del
célebre postulado de Wittgenstein, no sólo sirve para nombrar sino para
celebrar el mundo.
No por casualidad el libro se
cierra con un texto titulado La aldea
encantada, el reino del fracaso del tiempo circular donde siempre se
retorna a lo imposible
Pero ese imposible lleva
implícito el imperativo de hacerse una y otra vez al camino, aunque al final
nos descubramos con un cuenco vacío entre las manos.
PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
Habría que catalogar el reloj como invento del demonio: más allá de su utilidad evidente como organizador, regulador de horarios, clasificador, etc., de las tareas y actividades humanas; andando el tiempo se ha convertido en una suerte de patrón esclavizante de nuestras vidas, que nos marca minuto a minuto que somos finitos y que nos recuerda en todo momento la insignificancia en nuestro paso por el mundo (polvo somos, siempre han dicho las mentes más lúcidas). Yo le tengo manía a este aparatito que años ha lo he despojado de mi muñeca, pues tenía el poder maléfico de impulsarme a mirar la hora a cada rato, como una suerte de tic.
ResponderBorrarPor otro lado, no creo que sea beneficioso escribir sobre el vacío, la soledad, el extravío y otras preocupaciones, pero que tendrá la desesperación humana que siempre resulta fascinante para casi todos. Nos gusta sufrir y contarlo
Apreciado José: puede sonar a paradoja, pero el reloj nos dejó sin tiempo y, por lo tanto, sin sustancia. Al fin y al cabo, por definición, no se puede medir lo infinito.
ResponderBorrarSu respuesta me hizo evocar inmediatamente esos versos del bolero: reloj no marques las horas/ porque voy a enloquecer.En fin, el preludio a la desesperación.
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