“En la venta del Molinillo, que está puesta en los fines de los famosos
campos de Alcudia, como vamos de Castilla a la Andalucía, un día de los
calurosos del verano, se hallaron en ella acaso dos muchachos de hasta edad de
catorce a quince años: el uno ni el otro no pasaban de diez y siete; ambos de
buena gracia, pero muy descosidos, rotos y maltratados; capa, no la tenían; los
calzones eran de lienzo y las medias de carne. Bien es verdad que lo enmendaban
los zapatos, porque los del uno eran alpargates, tan traídos como llevados, y
los del otro picados y sin suelas, de manera que más le servían de cormas que
de zapatos. Traía el uno montera verde de cazador, el otro un sombrero sin
toquilla, bajo de copa y ancho de falda. A la espalda y ceñida por los pechos,
traía el uno una camisa de color de camuza, encerrada y recogida toda en una
manga; el otro venía escueto y sin alforjas, puesto que en el seno se le
parecía un gran bulto, que, a lo que después pareció, era un cuello de los que
llaman valones, almidonado con grasa, y tan deshilado de roto, que todo parecía
hilachas. Venían en él envueltos y guardados unos naipes de figura ovada,
porque de ejercitarlos se les habían gastado las puntas, y porque durasen más
se las cercenaron y los dejaron de aquel talle. Estaban los dos quemados del
sol, las uñas caireladas y las manos no muy limpias; el uno tenía una media
espada, y el otro un cuchillo de cachas amarillas, que los suelen llamar
vaqueros.”
Así empieza don Miguel de
Cervantes su relato de las aventuras y
desventuras de Rinconete y Cortadillo,
dos entrañables bribonzuelos que al despuntar la adolescencia se lanzan a los
caminos de una España que todavía no lo
era.
Quiero decir: no era el territorio
ni la cultura y mucho menos la nación que hoy conocemos bajo ese nombre.
Rinconete y Cortadillo es la tercera de las llamadas Novelas
ejemplares de don Miguel, publicada por primera vez en 1614.
Es vital tener en cuenta esa
fecha para seguir el tortuoso- y gozoso- camino de estos antihéroes.
Para la época reinaba- para
algunos historiadores es apenas un decir- Felipe III, llamado “El Piadoso”, hijo de Felipe II y Ana de Austria.
Sus inclinaciones hacia el
teatro, la danza, la música, la pintura y las artes en general lo llevaron a
delegar sus funciones de rey en el Duque de
Lerma, que su vez las delegó en
Rodrigo Calderón.
Esa circunstancia hizo que
surgiera un aparatoso entramado
burocrático en el que las intrigas habituales por acceder a situaciones
de poder se multiplicaron.
La zalema, la amenaza velada, la
promesa incumplida, la seducción, la bula y la coima alcanzaron tales
proporciones que en las propias cartas
personales de Cervantes es posible rastrear ese espíritu.
Agobiado por la pobreza y el
desprecio de sus contemporáneos, ya al filo de la muerte le escribe al
conde de Lemos en este tono: “Puesto
ya el pie en el estribo/ con las ansias de la muerte/ gran señor, ésta te
escribo”. Para continuar diciendo: “(…)
Y por lo menos, sepa vuesa excelencia este mi deseo, y sepa que tuvo en mí un
tan aficionado criado de servirle, que
quiso pasar aún más allá de la muerte mostrando su intención”.
Ahogado en ese ambiente cortesano
multiplicado hasta la exasperación, Cervantes, que una vez había solicitado sin
éxito un cargo en Las Indias, a lo mejor
quiso reivindicarse inventando un par de
personajes capaz de expresar sin cortapisas la esencia de los seres indómitos.
Los que, al carecer de cualquier posesión, no pueden ser despojados ni amenazados
por nadie.
Ni siquiera por el rey en
persona.
Aunque muchos críticos todavía lo
ponen en duda a la hora de establecer
sus cánones, con Rinconete y Cortadillo
asistimos al nacimiento de una de las
figuras más entrañables de la cultura universal: El pícaro, el marginal que
siempre va por las orillas del mundo tomando lo que le ofrece el día: una
botella de vino, un trozo de pan, un tazón de agua, una mujer, una canción.
No importa si en ese tránsito
tiene que vérselas más de una vez con los gendarmes y acabe pasando una
noche si y otra también en los húmedos
calabozos.
A esa estirpe pertenecen los
alegres pillastres que pueblan las páginas de El lazarillo de Tormes, de
autor anónimo y la Historia de la vida del Buscón, de don Francisco de Quevedo.
Todos han pasado tantas hambres
que, a decir de Quevedo, “Tienen
telarañas en el culo”.
Los modelos económicos y políticos han cambiado: del feudalismo al
capitalismo tecnolátrico, de la
monarquía a la democracia formal, pero la esencia misma del poder sigue
produciendo marginales por todas partes.
Al excluir del banquete a millones de
seres humanos, nuestro modelo de
sociedad, igual que en los tiempos de Felipe III, obliga a esos
desplazados a echar mano de todos sus
recursos para sobrevivir en medio del catecismo del sálvese quien pueda.
Por eso llevan siglos desfilando
a través de los libros, los diarios, las películas, los relatos orales, la
pintura y la música.
Nada ni nadie puede detener esa
procesión de pícaros, putas, esgrimistas, cojitrancos, sodomitas, tahúres, chulos y traficantes que van y
vienen como peregrinos sin su camino a Roma.
Nos tropezamos con ellos en una
película como Midnight Cowboy, de
John Schlesinger.
Los vemos doblar la esquina en
una página de El mercader de Venecia.
Nos damos de narices con su
figura embozada en una canción titulada “Que
demasiao”, de Joaquín Sabina.
O en un tango que celebra la
sangre maleva.
Los vemos jugarse el pellejo una
vez más en un capítulo de Berlín
Alexanderplatz.
Y
nos los volvemos a topar en una
escena de Ladrones de Bicicletas, el
doliente poema cinematográfico de don
Vittorio de Sica.
Ni los nazis, ni los comunistas
ni los neofascistas de hoy han podido
acabar con ellos.
La razón es simple.
Y es política además: el sistema
mismo los genera como un subproducto de
la religión del consumo y el derroche.
Como en los viejos tiempos, mientras unos van al centro comercial, otros se las arreglan para
sobrevivir en
las catacumbas.
En su paraíso de desechos.
Allí van, con su alijo de trucos
a cuestas combatiendo con nuevos
demonios: bacterias, virus, pistoleros a sueldo, escuadrones de la muerte, "seguridad democrática".
Es la nueva picaresca que alimenta cuentos, crónicas, canciones,
pinturas, poemas.
Es, ni más ni menos, el
impagable poder de lo marginal.
PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
Y entre esos puestos que Cervantes solicitó, estaba el cargo de corregidor para la ciudad de La Paz, según aseveran varios investigadores, porque estaba enterado del ambiente literario que se respiraba en esa época, mayormente poetas de los que tenía noticias. Quién sabe, qué historias hubiera alumbrado el insigne hidalgo, con la inspiración del Illimani como telón de fondo. Hoy Bolivia sería una referencia para los estudiosos de su obra, si la fortuna no le hubiese sido tan mezquina, me permito especular. Por cierto, aquí lo marginal, cobijado en el mundo del hampa, tiene su propia literatura, su lenguaje el “coba” y hasta sus usos y costumbres como el muy mentado “cementerio de elefantes”, locales clandestinos donde los hombres convertidos en desechos o despojos humanos se encierran para beber hasta morir. Abajo le dejo un link sobre este mito urbano.
ResponderBorrarhttps://www.paginasiete.bo/ideas/2018/1/21/cementerio-elefantes-literatura-boliviana-167025.html
Mil gracias por el enlace, apreciado José.
ResponderBorrarQuién sabe si, de haber conseguido sus empleos en Cartagena de Indias o en La Paz, a lo mejor don Miguel habría acabado de joderse.
En El misterio de Edwin Drood, su novela póstuma, Charles Darwin describe los antros del opio de Londres en forma similar al "cementerio de elefantes" que aporta José. Cabe preguntarse si no habrá alguna relación entre ambos centros de perdición y de perdidos. En cuanto a los pícaros y malandrines, bien nos vendrían ahora Rinconete y Cortadillo, modelos de integridad moral en comparación con los mequetrefes que adornan tantos ministerios y templos.
ResponderBorrarNo por casualidad se habla de las " Novelas ejemplares" de don Miguel de Cervantes, mi querido don Lalo.
ResponderBorrarEn el corazón de esos pícaros alienta una reserva moral y ética que harto bien nos haría en estos tiempos.
Er... quise decir Charles Dickens... Me pregunto cómo habría sido una novela póstuma de Charles Darwin...
ResponderBorrarJa,ja, ja. Pues me pasé un buen rato buscando la tal novela de Darwin, mi querido don Lalo. Menos mal que no existe, porque el estilo de su escritura no es gran cosa.
ResponderBorrarQUE DELICIA,QUE ALEGRIA REGRESAR A ESTAS PAGINAS...SE HAN CONSITUIDO EN MI VASO CON AGUA,LITERARIO...MI ABRAZO,LIC.COLORADO GRISALES,CON EL SON Y EL RON ACUESTAS...SABE DE MI CARIÑO HACIA TI COMO A LA ZEBRA...MUCHO ACHE...
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