Entre la cantidad de conmemoraciones- trascendentes o banales- que tienen lugar cada día en el mundo, al punto de que ya no alcanzan las hojas del calendario para abarcarlas, cada 25 de marzo las Naciones Unidas llevan a cabo diversos actos tendientes a mantener viva la presencia de sus colaboradores secuestrados, asesinados o desaparecidos, desde el momento mismo de la creación de ese organismo en 1945.
El pretexto es honrar la vida y obra de Alec Collett, experiodista que prestaba sus servicios al Organismo de Obras Públicas y Socorro de las Naciones Unidas en el Cercano Oriente cuando fue secuestrado por hombres armados en 1985. Sus restos fueron hallados en el valle del Bekaa, territorio de Líbano, en 2009.
Pero el objetivo de fondo tiene mayor alcance: evitar que el mundo olvide un hecho significativo: que en 75 años de historia, más de 3500 hombres y mujeres han muerto en cumplimiento de una misión: defender y preservar la paz.
Si nos ceñimos a la fría precisión de las cifras estaríamos hablando de cuarenta y siete asesinatos registrados cada año, lo que tratándose de personas consagradas a defender la paz y la vida, resulta un síntoma alarmante del errático rumbo de la criatura humana.
No olvidemos que las Naciones Unidas surgen como respuesta a las dos grandes carnicerías perpetradas por el hombre contra sí mismo en la primera mitad del siglo XX.
Hablamos de la primera y la segunda guerra mundial, dos expresiones del capitalismo conjugadas para validar la conversión de las personas en mercancías: las luchas por los territorios estratégicos y la aplicación de los principios de la ingeniería para multiplicar el asesinato de manera exponencial.
Independiente de los cuestionamientos que se le hacen desde diferentes ámbitos, la ONU apela en sus más elementales enunciados a los principios del humanismo, entendido esto como el respeto a las personas y al legado de su paso por el mundo.
Esa herencia incluye la ciencia, la política, la economía, la religión, el pensamiento, las artes y las tradiciones de la comunidad, para mencionar solo unos cuantos aspectos. Es decir, los cimientos sobre los que se edifica el devenir de los pueblos.
En todos los casos, las personas asesinadas partieron un día de casa, confiadas en que la esencia misma de su trabajo las preservaría de cualquier ataque.
Pero ni el mundo ni los hombres obran así. Algunos murieron tratando de apaciguar feroces guerras tribales desatadas por la codicia de las riquezas del vecino; confrontaciones azuzadas por países y corporaciones decididos a hacerse con el botín del petróleo, de los diamantes, del oro, de la mano de obra esclava.
Otros se internaron en territorios donde el nacionalismo y el fundamentalismo religioso exacerban en las personas lo más feroz y primitivo de su condición.
Unos cuantos más perecieron defendiendo a minorías acorraladas por sus propios gobiernos, dispuestos a todo con tal de suprimir a los diferentes, siempre a punto de convertirse en disidentes.
¿Y los victimarios?
Bueno, estos se embozan detrás de todas las máscaras y ropajes imaginables: gobiernos, corporaciones, milicias, sectas, mercenarios y toda la gama de apariencias asumidas por el poder en sus múltiples expresiones.
En un momento u otro de su camino, los muertos aprendieron demasiado tarde que el poder es, ante todo, el poder de matar.
Y digo que los muertos aprendieron porque al final de su aventura nos dejaron ese legado: detrás del variopinto ropaje de la civilización alienta lo más primitivo de nuestra condición. La bestia agazapada está siempre dispuesta a asestar el zarpazo. Basta con que haya un territorio por conquistar o una fuente de riqueza a la vista, para que lo más básico del animal humano se ponga en marcha.
En muchos sentidos, esos 3500 hombres y mujeres casi todos jóvenes, porque se precisa de mucho idealismo para acometer ese tipo de causas, sucumbieron por exceso de fe en la condición humana.
A ese idealismo y a esa voluntad de servicio rinden tributo las Naciones Unidas cada 25 de marzo. No importa si año tras año deben sumar otra víctima a ese listado del oprobio. Como lo expresara alguna vez el mismo Alec Collet: “ Frente al horror no queda otra salida que reavivar el rescoldo de la esperanza”.
PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada.
Oportuno homenaje a las víctimas de ese otro virus, la crueldad humana.
ResponderBorrarEse es mil veces peor, porque se puede curar y no lo hacemos, mi querido don Lalo.
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