Todo acontecimiento genera su
propia saga de relatos, de crónicas. Más aún si es de carácter masivo y está
rodeado de un aura catastrófica y se
expande en una cartografía de alcance global.
Bueno, desde que se originó y
propagó en la ciudad china de Wuhan, el
Coronavirus ha desplegado su propia antología de crónicas del año de la peste.
Las hay de toda índole: política,
económica, religiosa, cultural, metafísica. Lo que quieran.
Todo depende de la mirada de cada
quien y de la manera como el virus afecta su entorno.
En los cafés, en los bares, en
los parques, en las casas, en las iglesias, en las esquinas, en el transporte
público, en la oficina, no se habla de otra cosa.
Es media tarde en la Plaza de Bolívar de Pereira. Un pastor
protestante, biblia en mano, le recuerda a su creciente audiencia que en las
páginas de ese libro están anunciadas las pestes que devastarían al género humano como castigo por sus pecados.
Acto seguido, señala el número de la página.
Quienes lo escuchan, bastante
pecadores por lo visto, ponen cara de arrepentidos.
Dan ganas de decirles que, entre
otras muchas cosas, La Biblia es un libro de crónicas. Y como
los virus y bacterias, con su estela de pestes y muerte, existen desde hace
millones de años es apenas natural que
aparezcan registrados en esos relatos.
Es simple: a veces nos aniquilan en masa y otras veces nosotros los exterminamos a ellos. Es la
manera de mantener el equilibrio.
Así las cosas, estaríamos
hablando de un dato histórico o de un relato periodístico. No de una profecía.
Después de todo, esas criaturas
invisibles y a veces letales nos precedieron y nos sucederán cuando hayamos
desaparecido como especie.
El aire crispado de la
concurrencia y mi instinto de conservación me dicen que es mejor callar.
Me dirijo entonces hacia El Cafetín, un bar céntrico donde
abogados, profesores, jubilados y desocupados, entre otros especímenes de la
fauna urbana, se consagran al inútil y sabroso oficio de arreglar el mundo.
Allí abundan las teorías conspirativas. Animados por el
café caliente y el aguardiente tempranero, cada uno juega su propia carta:
Que el Coronavirus es un arma
química sembrada por la administración Trump para inclinar a su favor la guerra
comercial con los chinos.
Que no, que no. Que fueron los
chinos los que desarrollaron el virus, se lo auto inocularon y luego lo
exportaron para hacer colapsar la
economía mundial y hacerse con el control de las empresas quebradas.
Sigo mi camino. En mi lugar de trabajo
un activista de alguna cosa asegura que esto es apenas un nuevo paso en la
creciente oleada de odio contra las
etnias que caracteriza a los
imperialismos. Una vez fueron los negros, más tarde los indígenas, luego los
latinos, después los árabes y ahora son los chinos los llamados a personificar el
mal.
Pienso entonces qué rumbo habrían
tomado las cosas si en lugar de una remota ciudad china, el Coronavirus se
hubiera originado en un punto de venta de McDonald´s
o de Kentucky Fried Chicken, dos fetiches
de los hábitos alimenticios norteamericanos.
A este ritmo, precisaré de muchas
libretas para anotar las historias que
se multiplican y contagian a una
velocidad superior a la del Coronavirus mismo.
Por lo pronto, aquí en mi aldea
ya se agotaron los tapabocas y los
líquidos anti bacterianos, lo que
ilustra muy bien nuestro talante de especuladores.
Ya lo sabemos: “Negocio es negocio”.
Me detengo en una estación
del transporte público. La única
preocupación de dos contertulios está centrada en la suspensión de los torneos
de fútbol. Por lo visto, preferirían enfermar antes que verse privados del
único sentido de sus vidas.
Mientras eso sucede, los equipos
más poderosos del planeta mantienen confinadas a sus estrellas: no es cuestión
de poner en peligro semejante cantidad
de dólares.
Abrumado por tantas y tan
encontradas percepciones se lo consulto a mi madre. En ochenta y cuatro años la
vieja ha visto bastantes cosas.
“No se preocupe, mijo- responde-. Las
pestes llegan, se multiplican y cuando uno cree que todo está perdido
Dios hace el milagro.”
Como no se me ocurre réplica
alguna, emprendo la marcha hacia el parque más cercano. Allí recojo unos
cuantos relatos para seguir alimentando mis Crónicas del Año de la Peste.
Al cruzar la esquina, un
militante de la izquierda ortodoxa sentencia que las noticias sobre el virus
están siendo utilizadas por el gobierno de Iván Duque para tomar medidas contra
el pueblo colombiano. “Por eso los
noticieros de radio y televisión no hablan de otra cosa. Espere a que
despertemos y verá”, concluye, levantando su dedo índice de ángel
exterminador.
Indignada a más no poder, una
anciana amiga de mi madre, asevera que son tretas del diablo para obligar al
cierre de los templos.
De vuelta a casa descubro que mi
vecino, el poeta Aranguren, se ha puesto metafísico y hasta cita la célebre consigna de los estoicos latinos “Memento Mori: Recuerda que debes morir”.
Resumo su perorata diciendo que, según él, es una
lección para la codicia, la vanidad y la soberbia del animal humano: un
estornudo allí y se dispara el dólar. Un ataque de tos por allá y se desploman
las bolsas.
Entre la fe de mi madre en los
milagros y la interminable sucesión de teorías transcurre mi vida por estos
días.
Y eso que no hablé de los convencidos de que el Coronavirus aparece con
nombre propio en las profecías de Nostradamus.
PDT. Les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
Me dice un amigo ilustrado que la manía de concebir patrañas para explicar la realidad tiene su propia identidad: los psicólogos la llaman ‘control compensatorio’, un recurso espurio para restablecer orden (algún orden) en un universo convulsionado. Esto, para los paranoicos. Otros, más sabios, recurren al humor. El ejemplo más filoso de humor popular me llegó hace unos días en el mail de otro amigo: “la verdad es que no se está tan aburrido en casa; pero me parece increíble que en un paquete de arroz haya 8976 granitos y en otro 8982”
ResponderBorrarJa, ja, ja. Qué bella manera de expresar el insondable mundo del aburrimiento, mi querido don Lalo. Y eso que pensadores del talante de Shopenhouer y Kierkegard se han ocupado en extenso del asunto.
ResponderBorrarY sobre las teorías conspirativas, supongo que algo debe aliviar el ego eso de creer que el universo se ocupa de uno... aunque sea para perseguirlo.