Primer viaje
Toda vida es un viaje de ida y vuelta, aunque al final no se regrese y, en el fondo, sólo demos vueltas alrededor de nosotros mismos.
De esos viajes nos hablan dos libros del escritor, historiador y académico Javier Amaya( Pereira, Colombia, 1956), emigrado a Estados Unidos hace cuatro décadas, en una de esas oleadas de exilios que siempre tienen múltiples razones. Se trata Crónicas desde Seattle (2004), selección de 166 páginas prologada por Gustavo Álvarez Gardeazábal, en la que convergen crónicas, reportajes , entrevistas, reseñas y artículos de opinión publicados en distintos medios independientes desde mediados de los años ochenta.
El otro título corresponde a la novela El fusil para qué, del año 2006.
Amaya es, además, autor del libro Cuentos de amor y distancia (2001) y de la biografía del médico y líder político comunista Santiago Londoño Londoño, publicada en 2020 con el título Santiago Londoño Londoño, el hombre y la leyenda.
A través de las crónicas asistimos a momentos claves en el devenir del mundo, luego de la caída del Muro de Berlín, el fin del imperio soviético y la consiguiente entronización de una idea sobre la que el capitalismo tardío y sus expresiones políticas afirmaron su control planetario. Según esa teoría, la historia habría terminado, de acuerdo con lo planteado por el profesor Francis Fukuyama en su célebre y a menudo mal interpretado libro titulado El fin de la Historia.
Porque pronto confirmamos que, lejos de haber terminado, en muchos lugares de la tierra la historia ni siquiera había comenzado, como se desprende de los análisis del escritor Javier Amaya cuando se aproxima a los grandes conflictos que afloraron y se intensificaron en el mundo al finalizar el siglo XX y a lo largo del XXI.
Las guerras y los procesos de paz en Centroamérica, truncos todos, si uno se atiene a la turbia realidad actual en El Salvador, Honduras, Nicaragua y Guatemala. La doble moral de la guerra contra las drogas impulsada por los norteamericanos, que al final sólo ha conseguido incrementar la rentabilidad del negocio, y con ella los niveles de corrupción y violencia en los países productores y distribuidores. El eterno dilema de Colombia, atrapada en un conflicto interno que todas las partes involucradas han sabido aprovechar para sus intereses particulares, ya sean políticos, económicos o militares.
Dando un giro al mapamundi, la mirada de Amaya nos lleva a Oriente Medio, agitado siempre por la codicia de las potencias globales, que atizan el fuego de viejos conflictos tribales para disimular sus verdaderas razones: el control de los recursos petrolíferos y la situación estratégica de la región. Ligada a eso, va la necesidad de inventarse un enemigo que remplace al extinguido comunismo como justificación para trazar líneas de política exterior en consonancia con las nuevas maneras de ver el mundo: la tan citada aldea global sobre la que los Estados Unidos y sus aliados ejercen pleno control, a través de la combinación de todas las formas de lucha: políticas, económicas, culturales y militares, todo ello soportado en un sofisticado aparato de propaganda elevado a la enésima potencia por los avances de las tecnologías digitales.
Acaso para equilibrar un tanto las cargas, en Crónicas desde Seattle encontramos un par de reseñas sobre arte y literatura. Una sobre la obra del pintor mexicano José Luis Cuevas y otra sobre Del amor y otros demonios, la novela Gabriel García Márquez.
Toda propuesta periodística debe incluir, de una u otra manera, las voces de los protagonistas. En el caso de este libro encontramos, entre otras, las de la guatemalteca Rigoberta Menchú y el sudafricano Nelson Mandela, ambos reconocidos en distintos momentos con el Premio Nobel de Paz. También aparecen el escritor mexicano Carlos Fuentes y el político colombiano Lucho Garzón. Con ellos, Javier Amaya teje este caleidoscopio de textos que nos ayuda a entender lo sucedido en el mundo durante el último medio siglo.
La realidad en clave de ficción
Ya nos lo han advertido muchas veces : a menudo la ficción constituye la mejor manera de aproximarse a la realidad. O, mejor dicho, a las realidades que , en el caso de Colombia, están marcadas por aquello que el escritor José Eustasio Rivera supo precisar tan bien en el título de su novela La Vorágine. A su vez, Javier Amaya le dio a su novela un título que, de entrada, ya es político : El fusil para qué. Como puede leerse, el narrador no formula pregunta alguna que le deje un resquicio a la esperanza : lo suyo es la certeza de la decepción frente a toda vía de lucha armada. La falta de signos de interrogación nos habla de un mundo donde las utopías revolucionarias no tardaron, como en todo tiempo y lugar, en conducir hacia amargas realidades.
Después de todo el paso siguiente a toda revolución es la reacción.
La historia es sencilla: un grupo de hombres y mujeres, alineados en uno y otro bando- al final da igual a cuál pertenecen-, viven, sueñan y mueren en una guerra cuyo escenario puede ser Colombia o algún otro país del tercer mundo. Ramona, Preciado – cuyo nombre de guerra es Martín- y Eva en las filas de la guerrilla. Tinieblo, el general Contreras y algunos políticos en el bando del gobierno y sus fuerzas de seguridad.
Todo sucede alrededor de un lugar llamado Barrancal. Una ciudad tan real y tan imaginada como pueden serlo la Santa María de Juan Carlos Onetti o el Yoknapatawpha County de William Faulkner. En últimas, los límites entre esos mundos son apenas convencionales. Lo importante es el destino errático y trágico de estos personajes que se mueven por el mundo empujados por fuerzas que los superan : la fe en las utopías revolucionarias o la defensa a ultranza del establecimiento y sus poderes.
En cualquier caso, estas criaturas de ficción participan de algunos códigos de la llamada novela negra. Siempre conspirando y espiándose unos a otros, frecuentan prostíbulos y bares ubicados en extramuros sórdidos. Su mundo es la noche. Es en esas horas cuando se pueden dar los encuentros esenciales: los que les revelan las cartas marcadas de la vida y la muerte.
A lo largo de las 148 páginas de la novela se nos entregan algunas pistas que nos ayudan a ubicarnos en el tiempo y el lugar del relato. La toma de una embajada por guerrilleros que que se cuelan en una fiesta de diplomáticos vestidos como cantantes de un coro. La entrada del narcotráfico como fuente de corrupción y traiciones. Campesinos sin convicciones políticas atrapados entre la intimidación de uno y otro bando. Políticos jugando a la eterna ruleta de intereses personales disfrazados de búsqueda del bien común. Y, sobre todo, el idealismo de una generación que, ilusionada por el triunfo de la Revolución Cubana y aupada por la propaganda llegada de China y la Unión Soviética, no dudó en regar con la propia sangre y la ajena las montañas de la que creían una patria.
A modo de colofón, una suerte de declaración de principios que Ramona le inculca a Martín en los días de su iniciación en la guerra, después de entregarle su pistola Smith & Wesson: “Debes grabarte dos reglas de oro: la primera, no apuntarla a nadie, a menos que decidas disparar. Y la segunda, no halar nunca del gatillo aunque te hayan dicho que está descargada, a menos que decidas disparar . Puedes salvar la vida de tus compañeros y la tuya propia, mientras no olvides las reglas, que al final se reducen a una”.
Así de sencillo y terrible es el asunto: los sueños y la vida de estas personas enfrentadas penden de la decisión de halar o no el gatillo. Es la guerra, dicen algunos. Es el absurdo, piensan otros. Con todo, al final de la novela el narrador deja entrever un destello de esperanza: Preciado y Eva, una campesina que se hizo su amante durante una de sus visitas a la montaña, escapan hacia el exilio en un país desconocido, cuyo nombre, más que un lugar geográfico, es una promesa de redención.
A lo mejor todavía estén a tiempo. Al fin y al cabo, son sobrevivientes y comparten una especie de conjuro, resumido en cuatro palabras: El fusil para qué.
PDT. Les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:
https://www.youtube.com/watch?v=-gc-19xAfag
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