Julio César González
Por alguna razón, el chico se sentía atraído por dos imágenes: la primera
era una portada de la revista deportiva argentina El Gráfico, donde Osvaldo Zubeldía, legendario entrenador de Estudiantes
de la Plata y del Atlético Nacional, abrazaba a su pupilo Carlos Salvador
Bilardo, más tarde entrenador del Deportivo Cali, la Selección Colombia y la Argentina
campeona de México 86.
La segunda era la carátula de Wish
You Were Here, el álbum de Pink Floyd publicado en 1975, donde los músicos rinden
tributo a Syd Barret, el brillante
compañero que se extravió en las montañas de la locura y a quien apodaban así: el diamante loco. En el diseño,
dos manos mecánicas se estrechan con un fragmento de mar al fondo.
Fue hace casi medio siglo. El niño se llamaba Julio César González, hijo de
Alicia y Ovidio, zapateros de profesión que regentaban un taller y un almacén
llamado Calzado Bianchi, en tributo a Cochise
Rodriguez, el legendario ciclista colombiano convencido por el
italiano Felice Gimondi de militar en su
escuadra, la Bianchi Campagnolo.
Supongo que al Julio de entonces le llamaba la atención el contenido
afectuoso de ambas imágenes, sin importar que en un caso se tratara de seres
humanos y en el otro de artilugios mecánicos.
Recuerdo que cuando puse a sonar Shine on you crazy diamond en mi
rudimentario equipo de reproducción el muchacho abrió la boca como si quisiera
tragarse el sonido, tanto fue el impacto de
ese juego de sintetizadores sirviendo de fondo a la guitarra de David
Gilmour y la voz de Roger Waters
acompañadas de un coro de mujeres. El hechizo del rock había hecho presa del
todavía no adolescente Julio César.
A partir de ese momento empezó a
irrumpir en mi cuarto cuando la curiosidad lo aguijoneaba, armado siempre de
una lista de preguntas. Para la época Colombia contaba con dos canales de
televisión donde casi nunca se transmitían partidos de fútbol en directo. El Gráfico y sus muy bien logradas portadas, para no hablar
del talento literario de sus cronistas era lo más parecido a la virtualidad.
Así que Julio se sentaba a hojear las revistas mientras preguntaba por las
destrezas de los jugadores ¿Y este es
bueno para qué? indagaba, levantando la mirada de la página. Era mi turno
entonces. Gatti es un arquerazo medio
loco. Maglioni es un tipo que una vez hizo tres goles en un minuto y cincuenta
segundos. Bochini es un mago repartiendo balones desde el medio campo. Un día,
atraído por la figura de un melenudo con las medias abajo en medio de un
aguacero me preguntó por su nombre. Cuando le dije que lo apodaban “El
borracho” González corrió escaleras abajo a contarles a sus padres y a sus hermanos menores que tenían un
pariente famoso en un lugar llamado Argentina.
Mientras saciaba su sed de historias futboleras se acrecentaba su interés
por el rock. Examinaba las carátulas por ambos lados y se sumía en hondas
cavilaciones antes de solicitar canciones que escogía al azar. Va uno a saber
qué imágenes y qué emociones desencadenaban en su espíritu los nombres de
bandas como Deep Purple, Black Sabbath
y Led Zeppelin o títulos de canciones
del talante de Smoke on the water, Children
of the grave o Dazed and confused.
Era inevitable que sus padres empezaran a recelar de la naturaleza y el
móvil de sus excursiones, pero, sobre todo, de la catadura moral de su
anfitrión, al fin y al cabo un tipo de dieciocho años, melenudo, lector de
autores sospechosos de herejía y sospechoso él mismo de meterse un pucho de
marihuana cada vez que la situación lo ameritaba… y casi siempre lo ameritaba.
De modo que las expediciones se le volvieron clandestinas y, por lo tanto,
más excitantes. Vigilaba las ausencias de Ovidio y Alicia, y cuando se
cercioraba de que se encontraban a buen recaudo, emprendía la carrera escaleras arriba, pues compartíamos una casa
de bahareque en la calle de los zapateros, en la carrera octava con calles once
y doce de Pereira. Por lo demás,
teníamos un vecindario ilustre: Helmer Agudelo, reducidor, El mocho Sierra y su esposa Bernarda, proxenetas, Carlos Cortés,
incendiario reincidente y otras joyas así.
Pero no solo de rock vive el hombre. En una de sus pesquisas, el pequeño
explorador descubrió Mediterráneo, el álbum que hizo célebre a Joan Manuel Serrat en el mundo de habla hispana y fue amor a
primera vista. Con inusitada precocidad memorizó las letras y eso le sirvió,
pasados los años, para convertir a sus hermanos Diego, Mauricio y Carlos
Andrés, en fervorosos seguidores del cancionero del poeta catalán. De la misma
manera, empezó a interesarse por los títulos de mi pequeña colección de libros,
entre los que destacaban obras de Herman Hesse, Albert Camus, Ernesto Sabato y
un norteamericano que por entonces me desvelaba: William Saroyan.
Hay personas en este mundo destinadas a abrirnos puertas y ventanas hacia
otras dimensiones de la vida. Si Julio descubrió algunas de ellas hurgando
entre mis revistas y vinilos, otras personas queridas hicieron lo propio
conmigo. Miriam, profesora de música en el colegio Deogracias Cardona, me desveló
el universo poético de Serrat, y con él, las generaciones de poetas del 98 y el
27, aparte de mostrarme el Sergeant
Peppers´de los Beatles. Por su lado, mis primos Pacho Londoño y Álvaro
Grisales me señalaron la senda del rock,
compartiendo conmigo unos cuantos discos y cintas de casete: Hair of
the dog, de Nazareth, Let it be,
de The Beatles y el
inefable In- A- Gadda-da –vida, de
los Iron Buterfly, son algunas de
esas reliquias que despiertan mi sentimiento de gratitud hacia esos dos
anarquistas entrañables. Pacho murió
hace un par de años al caerse de un andamio cuando buscaba no sé qué misterios
en las alturas. A Álvaro, que aprendió a ganarse la vida como artesano, se lo
llevó una turista alemana, prendida a partes iguales de su mirada taciturna y
de la destreza de sus manos que hacían prodigios con los materiales más
insólitos.
Pero volvamos a Julio. Guardo nítida en la memoria la imagen
de ese niño subiendo las escalas y entrando en mi habitación con el aire expectante y temeroso
de quien aguarda una revelación. Lo veo examinando la portada de El
Gráfico donde aparece la fotografía de Alejandro Semenewickz- que
después vino a jugar en el Nacional de Zubeldía-, antes de tomar el álbum de
Janis Joplin donde aparece Summertime y solicitar su audición de manera perentoria.
Sin saberlo, ese niño estaba forjando su propio destino de diamante loco.
PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:
https://www.youtube.com/watch?v=cWGE9Gi0bB0
Mira, Gustavo, todo lo que nos has enseñado: desde el puro rock, letras de textos, crónicas y ensayos, las baladas, el comic y claro, el fútbol, una pasión.
ResponderBorrarDicho de otra manera: las cosas que nos ayudan a estar vivos.
ResponderBorrarMil gracias por el diálogo.
Gustavo
Gustavo, ¿Y cuándo topa Julio César con el rock argentino de donde toma su seudónimo como caricaturista?
ResponderBorrarBueno, eso fue en los noventas, durante la fiebre del llamado " rock en español". En una de esas se cruzó en el camino con la canción de Los Fabulosos Cadillacs que empieza diciendo: "Te están buscando, Matador", y ahí tuvo su iluminación, cual Saulo de Tarso en el camino de Damasco.
ResponderBorrarColor radio ga ga, gracias a todos también por encontrar en si aquel diamante loco
ResponderBorrarAmén, mi querido Salcerín... con mucho swing.
ResponderBorrarUn abrazo y hablamos,
Gustavo