lunes, 2 de junio de 2025

Julio cuando era Julio

 

                                           Julio César González



Por alguna razón, el chico se sentía atraído por dos imágenes: la primera era una portada de la revista deportiva argentina El Gráfico, donde Osvaldo Zubeldía, legendario entrenador de Estudiantes de la Plata y del Atlético Nacional, abrazaba a su pupilo Carlos Salvador Bilardo, más tarde entrenador del Deportivo Cali, la Selección Colombia y la Argentina campeona de México 86.

La segunda era la carátula de Wish You Were Here, el álbum de Pink Floyd publicado en 1975, donde los músicos rinden tributo a Syd Barret,  el brillante compañero que se extravió en las montañas de la locura y a quien  apodaban así: el diamante loco. En el diseño, dos manos mecánicas se estrechan con un fragmento de mar al fondo.

Fue hace casi medio siglo. El niño se llamaba Julio César González, hijo de Alicia y Ovidio, zapateros de profesión que regentaban un taller y un almacén llamado Calzado Bianchi, en tributo a  Cochise Rodriguez, el legendario ciclista colombiano convencido por el italiano  Felice Gimondi de militar en su escuadra, la Bianchi Campagnolo.

Supongo que al Julio de entonces le llamaba la atención el contenido afectuoso de ambas imágenes, sin importar que en un caso se tratara de seres humanos y en el otro de artilugios mecánicos.

 Recuerdo que cuando puse a sonar Shine on you crazy diamond en mi rudimentario equipo de reproducción el muchacho abrió la boca como si quisiera tragarse el sonido, tanto fue el impacto de  ese juego de sintetizadores sirviendo de fondo a la guitarra de David Gilmour y  la voz de Roger Waters acompañadas de un coro de mujeres. El hechizo del rock había hecho presa del todavía no adolescente Julio César.




A partir de ese momento empezó   a irrumpir en mi cuarto cuando la curiosidad lo aguijoneaba, armado siempre de una lista de preguntas. Para la época Colombia contaba con dos canales de televisión donde casi nunca se transmitían partidos de fútbol en directo. El Gráfico y sus   muy bien logradas portadas, para no hablar del talento literario de sus cronistas era lo más parecido a la virtualidad. Así que Julio se sentaba a hojear las revistas mientras preguntaba por las destrezas de  los jugadores ¿Y este es bueno para qué? indagaba, levantando la mirada de la página. Era mi turno entonces.  Gatti es un arquerazo medio loco. Maglioni es un tipo que una vez hizo tres goles en un minuto y cincuenta segundos. Bochini es un mago repartiendo balones desde el medio campo. Un día, atraído por la figura de un melenudo con las medias abajo en medio de un aguacero me preguntó por su nombre. Cuando le dije que lo apodaban “El borracho” González corrió escaleras abajo a contarles a sus padres y  a sus hermanos menores que tenían un pariente famoso en un lugar llamado Argentina.

Mientras saciaba su sed de historias futboleras se acrecentaba su interés por el rock. Examinaba las carátulas por ambos lados y se sumía en hondas cavilaciones antes de solicitar canciones que escogía al azar. Va uno a saber qué imágenes y qué emociones desencadenaban en su espíritu los nombres de bandas como Deep Purple, Black Sabbath y Led Zeppelin o títulos de canciones del talante de Smoke on the water,  Children of the grave o Dazed  and confused.

Era inevitable que sus padres empezaran a recelar de la naturaleza y el móvil de sus excursiones, pero, sobre todo, de la catadura moral de su anfitrión, al fin y al cabo un tipo de dieciocho años, melenudo, lector de autores sospechosos de herejía y sospechoso él mismo de meterse un pucho de marihuana cada vez que la situación lo ameritaba… y casi siempre lo ameritaba.

De modo que las expediciones se le volvieron clandestinas y, por lo tanto, más excitantes. Vigilaba las ausencias de Ovidio y Alicia, y cuando se cercioraba de que se encontraban a buen recaudo, emprendía la carrera   escaleras arriba, pues compartíamos una casa de bahareque en la calle de los zapateros, en la carrera octava con calles once y doce de Pereira.  Por lo demás, teníamos un vecindario ilustre: Helmer Agudelo, reducidor, El mocho Sierra y su esposa Bernarda, proxenetas, Carlos Cortés, incendiario reincidente y otras joyas así.


                                                      Ovidio con Julio y Diego

Pero no solo de rock vive el hombre. En una de sus pesquisas, el pequeño explorador descubrió  Mediterráneo, el álbum que  hizo célebre a Joan Manuel Serrat  en el mundo de habla hispana y fue amor a primera vista. Con inusitada precocidad memorizó las letras y eso le sirvió, pasados los años, para convertir a sus hermanos Diego, Mauricio y Carlos Andrés, en fervorosos seguidores del cancionero del poeta catalán. De la misma manera, empezó a interesarse por los títulos de mi pequeña colección de libros, entre los que destacaban obras de Herman Hesse, Albert Camus, Ernesto Sabato y un norteamericano que por entonces me desvelaba: William Saroyan.

Hay personas en este mundo destinadas a abrirnos puertas y ventanas hacia otras dimensiones de la vida. Si Julio descubrió algunas de ellas hurgando entre mis revistas y vinilos, otras personas queridas hicieron lo propio conmigo. Miriam, profesora de música en el colegio Deogracias Cardona, me desveló el universo poético de Serrat, y con él, las generaciones de poetas del 98 y el 27, aparte de mostrarme el Sergeant Peppers´de los Beatles. Por su lado, mis primos Pacho Londoño y Álvaro Grisales me señalaron la senda del  rock, compartiendo conmigo unos cuantos discos y cintas de casete:  Hair of the dog, de Nazareth,  Let it be,  de The Beatles y el inefable In- A- Gadda-da –vida, de los Iron Buterfly, son algunas de esas reliquias que despiertan mi sentimiento de gratitud hacia esos dos anarquistas entrañables.  Pacho murió hace un par de años al caerse de un andamio cuando buscaba no sé qué misterios en las alturas. A Álvaro, que aprendió a ganarse la vida como artesano, se lo llevó una turista alemana, prendida a partes iguales de su mirada taciturna y de la destreza de sus manos que hacían prodigios con los materiales más insólitos.


                                                          Bilardo y Zubeldía

Pero volvamos a Julio. Guardo nítida en la memoria la imagen   de ese niño subiendo las escalas y entrando en mi  habitación con el aire expectante y temeroso de quien aguarda una revelación. Lo veo examinando la portada de El  Gráfico donde aparece la fotografía de Alejandro Semenewickz- que después vino a jugar en el Nacional de Zubeldía-, antes de tomar el álbum de Janis Joplin donde aparece Summertime y solicitar su audición de manera perentoria.

Sin saberlo, ese niño estaba forjando su propio destino de diamante loco.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:

https://www.youtube.com/watch?v=cWGE9Gi0bB0

6 comentarios:

  1. Mira, Gustavo, todo lo que nos has enseñado: desde el puro rock, letras de textos, crónicas y ensayos, las baladas, el comic y claro, el fútbol, una pasión.

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  2. Dicho de otra manera: las cosas que nos ayudan a estar vivos.
    Mil gracias por el diálogo.
    Gustavo

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  3. Gustavo, ¿Y cuándo topa Julio César con el rock argentino de donde toma su seudónimo como caricaturista?

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  4. Bueno, eso fue en los noventas, durante la fiebre del llamado " rock en español". En una de esas se cruzó en el camino con la canción de Los Fabulosos Cadillacs que empieza diciendo: "Te están buscando, Matador", y ahí tuvo su iluminación, cual Saulo de Tarso en el camino de Damasco.

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  5. Color radio ga ga, gracias a todos también por encontrar en si aquel diamante loco

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  6. Amén, mi querido Salcerín... con mucho swing.
    Un abrazo y hablamos,
    Gustavo

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