miércoles, 14 de mayo de 2025

Cartas de Lloronas o el tiempo que nos queda

 




El llanto de la madre, la hermana, la hija o la amante es consustancial a  las literaturas de todos los tiempos. Desde las grandes mitologías hasta el cancionero popular, pasando por el romancero y los cantares de gesta, las lágrimas de las mujeres dejan una estela a través de la cual es posible rehacer los pasos de las desheredadas, las desairadas, las abandonadas y las olvidadas de todas las épocas y lugares en su recorrido por ese entramado llamado Historia, cosido con las  historias de todos los días.

María, Verónica, Magdalena, Medea, Antígona, Fedra, Genoveva de Brabante o Juana de Arco son las ilustres predecesoras de las mujeres que van y vienen por el mundo vertiendo lágrimas por sus seres queridos y perdidos en algún cruce de caminos.

En   las tradiciones latinoamericanas, la figura de La Llorona cobra un simbolismo  especial. Según San Google, “La Llorona es un fantasma del folclore hispanoamericano originario del mundo prehispánico mexicano que, según la tradición oral, es el alma en pena de    una mujer que ahogó a sus hijos y que luego, arrepentida y maldecida, los busca en las noches por ríos, pueblos y ciudades, asustando con su sobrecogedor llanto a quienes la ven u oyen en la noche”.

 Moralejas aparte, lo que nos interesa aquí es el llanto como confesión, como intento privado o público de  redención. Ya se trate del confesionario en la iglesia, el consultorio del especialista, el hombro del amigo o la declaración pública a través de un texto escrito o un video divulgado en las redes sociales, lo que cobra un valor especial es el testimonio que obra  a modo de espejo ante quienes lo leen, observan o escuchan. No otro carácter tiene un libro como Las Confesiones, de San Agustín, considerado por tantos estudiosos como el precursor de los libros de   memorias y autobiografías.

Es aquí donde reside la importancia de una obra como Cartas de Lloronas, una compilación de textos publicados en su blog Lloronas de abril por Adriana Patricia Giraldo y editado bajo el auspicio de la Colección de Autores de Armenia. Las  ilustraciones estuvieron a cargo de Rebeka Elizegi (Donostia, España, 1968) diseñadora gráfica y artista visual especializada en Collage.




La carta de presentación nos dice que Cartas de Lloronas es una antología de textos enviados por esos sensibles protagonistas, que agrupados en varios segmentos como La esencia, La soledad,  La despedida, Los vínculos, Las guerras y La vida, se refieren al amor como fuerza universal, a los secretos, la muerte, la cruda realidad de sus batallas en un país como el nuestro, y , a la vez, a  la felicidad, a sus reflexiones sobre la maternidad y la crianza, el paso de los años, el desamor, el perdón y el reencuentro.

Dicho de otra manera, evocando el título de la obra de Juan Carlos Onetti, esta selección podría llamarse, así sin más, Los adioses. Cada una a su manera, las autoras- y unos cuantos autores- ensayan una despedida de su mundo, de los mundos en los que ha transcurrido su vida y, como en todo acto de renovación, envían a su vez un saludo a las cosas por venir.

Porque el adjetivo lloronas no puede dar lugar a equívocos. Lejos de ser una letanía o un muro de lamentaciones, aquí el llanto es testimonio, relato de la aventura  vital de unos seres- no solo mujeres- que han sentido en sus entrañas la desgarradura y la dicha del parto. En este punto, el concepto de alumbramiento recupera su sentido original: se escribe en un intento de iluminar el propio camino y el de los otros.

En la página 28 del libro, en el texto titulado El tiempo que nos queda, Carolina Olaya escribe:  Cuánto tiempo me queda aún para recordar tu olor, para lidiar con tu  partida, con  aquella dimensión en la que prefiero creer, o mejor, en la que elegí creer.




El asunto no puede ser más claro: a falta de pruebas convincentes, el pasado es algo en lo que se elige creer, no hay más remedio. La autora continúa en esa tónica: Cómo entender no volver a tocar las manos que creí mías, los ojos que creí míos, las palabras que no volveré a escuchar. Como tantos lo han dicho  y escrito ya, las palabras nos devuelven a la única certeza: la muerte y el olvido están hechos de la misma materia deleznable.

En el texto introductorio Fernando Araujo Vélez- uno de los llorones- ensaya una declaración de principios: Quien escribe, dice. Punto. Da su versión de los hechos, de todos los hechos de su vida y de los hechos que vio, que sufrió, que bailó. Lloronas ha logrado que decenas de mujeres y algunos hombres dijeran. Que no callaran. Que no callaran, y más que nada, explicándose, que se explicaran ellas. Que se desnudaran, y se desnudaran, y se desnudaron en la palabra y a fuerza de palabras, que es la mayor de las fuerzas.

Desnudez de cuerpo y alma: ese es el sentido último de la palabra confesión. Las ciento treinta y un páginas de Cartas de Lloronas son eso: una suma de confesiones que apuntan a la desnudez propia y a la del lector. Ese espíritu de confesión salvífica se hace palabra en el cuarto párrafo de la carta titulada La promesa del bombón rojo (página 12): Nadie- ni las más cercanas, ni las más amigas- nos dijo que era suficiente concentrarse en la voz interior y seguir el pálpito al que nos acerca la confianza en las bondades del afecto y la creatividad. La fe en un yo incomprensible, cambiante y poco medible, pero nuestro.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:

https://www.youtube.com/watch?v=mwNBa40y2oA

 

 

 

 

 

 

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