El veinte de agosto de 1940, mientras la muerte
y el horror se enseñoreaban del planeta disfrazados de Segunda Guerra Mundial, los destinos de dos hombres se
cruzaron de manera irreversible en una casa de Coyoacán, México, un país
sacudido a su vez por las reformas
nacionalistas emprendidas por el
presidente Lázaro Cárdenas.
Uno de los hombres, Liev Trotsky había encontrado
en ese país de dioses sanguinarios,
pieles mestizas y sabores ardientes el refugio negado en otros lugares de la tierra , luego del destierro decretado por
su antiguo camarada Josef Stalin.
El otro, Ramón
Mercader, un español nacido en la rebelde y arrogante Cataluña, había librado
en el frente Republicano una batalla
perdida de antemano contra las huestes
de Francisco Franco. En el momento de su encuentro final, el exiliado soviético tenía en la mano un papel
y un lápiz con el que pretendía corregir sin fortuna un fallido artículo de
prensa escrito por el catalán. Este último, blandía un pico de alpinista que
una fracción de segundo después
descargaría con toda la fuerza de su odio sobre el cráneo del que fuera comandante del Ejército Rojo durante los días de la guerra
que implantó durante varias décadas el evangelio marxista sobre la tierra.
A partir de esa
imagen, empujadas por una fuerza centrífuga, se desencadenan las historias que
conforman la novela El hombre que amaba
a los perros, del cubano Leonardo Padura, un escritor conocido hasta
entonces por la perfección de relojero de sus relatos policíacos.
Algunos la
asumen como una fatalidad y entonces le dan el nombre de destino. Otros la conciben como algo contingente y
prefieren llamarla azar. En el fondo da lo mismo: cuando esa fuerza se
desata la vida de un individuo o de una sociedad acaba arrastrada hacia el
centro de una vorágine que, a falta de
un nombre mejor, optamos por llamar
historia, con mayúsculas o minúsculas. Depende de las circunstancias. En el relato que nos ocupa, estas últimas
convirtieron a Trotski en víctima y a
Mercader en victimario. Sutilezas aparte,
podemos aventurar una conjetura:desde el comienzo había algo de
premonitorio en el apellido del
asesino.
Contra toda
apariencia, los protagonistas de la
novela tienen algunas cosas en común. Ambos aman a los perros y encuentran en
ellos formas de nobleza impensables en
los humanos. Los dos viven una experiencia errante y errática responsable en
buena medida del desenlace de sus vidas.
Pero, ante todo, los dos creían con
fervor religioso en la promesa de
justicia social implícita en la doctrina comunista que muy temprano, al
materializarse, se revelaría como un infierno solo comparable en la historia
moderna a la pesadilla desatada por los
nazis. Sin conocerse, un cisma los convirtió
en enemigos: mientras Trotski
adivinó muy pronto el absolutismo, la megalomanía y el horror
agazapados en la magra figura de Stalin y luchó hasta el final de sus días para
detener su avance, Mercader fue un
devoto creyente en los postulados del estalinismo hasta una fase tardía de su
vida.
Justo en medio
de esas dos vidas arrastradas por las
contradicciones y vilezas de la política
real, asistimos a la aventura vital del
narrador, un escritor amargo que presencia
y padece en la propia piel el derrumbe de otra utopía: la de la revolución cubana,
convertida en un cenagal de miserias, silencios, fugas, destierros y mentiras,
mientras la dirigencia responsable de ese desastre parece vivir en otro mundo.
Atrapado en un presente que abarca los años finales del siglo XX y
los comienzos del XXI Iván- así se llama el hombre que acaba de perder a su
esposa y malvive corrigiendo una revista
de veterinaria- recrea ante nuestra mirada el nacimiento, pasión y muerte de un
sueño social y político devenido, como todas las ilusiones humanas, simple
caricatura de sí mismo. Solo que en este caso la caricatura no mueve a risa.
Han sido tantos los engaños, el miedo y el dolor acumulados durante medio
siglo, que solo removiendo las cenizas de un drama como el protagonizado por
Trotski y Mercader es posible llegar al día siguiente atizando en
el rescoldo de los relatos ajenos la dosis de calor apenas necesaria
para calentar los propio huesos.
la presentación que haces de la novela induce a su lectura, interesante y refrescante tu acercamiento, un abrazo
ResponderBorrarApreciada Cecilia : a mi modo de ver, El hombre que amaba a los perros es una de las grandes novelas hispanoamericanas de los últimos años. La rigurosa documentación histórica y la sobriedad del estilo se conjugan para entregarnos una valiosa aproximación a la historia desde la ficción ¿o será al revés?
ResponderBorrarLa temática de esta novela es de por sí fascinante, pues es mucha la información contradictoria que ha circulado acerca del asesinato del indomable Trosky, a tal punto que me ha extrañado siempre que no se hayan escrito relatos o novelas al respecto, por lo menos no las conocía, ahora que usted efectúa una magnífica reseña sobre este autor cubano, ojalá pueda conseguir algún escrito suyo. Leyendo por ahí, he conocido que Stalin, en un afán por borrar a Trosky de la historia, ordenó que se destruyeran sistemáticamente todas las fotografías y documentos que los relacionaran. Por cierto, el legado de Trosky sigue muy vivo en la federación de maestros de mi país, cuyos dirigentes se caracterizaron siempre por ser muy combativos contra los gobiernos de turno.
ResponderBorrarAsí fue, apreciado José. El delirio y la paranoia de Stalin lo llevaron a su intento de borrar cualquier huella de su odiado Trotski de la faz de la tierra. Cosa imposible, dada la dimensión de ese hombre que tan bien define usted como "indomable": hasta el último segundo de su vida pensó que la senda de su amada utopía podía ser corregida.
ResponderBorrarUn buen coctel para un buen libro. Personajes y situaciones, Rusia, Comintern, México, Cuba, Trotzky, Mercader y un cubano que sigue el proceso de su país... Todo apunta a una inexorable descomposición, como debe ser en este caso. Una vorágine de sueños desgarrados, de frustraciones. Y también una imagen muy poderosa, esa del amor por los perros, entre tanta indiferencia ante los seres humanos. Supongo que Leonardo Padura tuvo en cuenta, aunque no lo mencione, que también Hitler amaba a los perros.
ResponderBorrarMi querido don Lalo: como reza el mensaje publicitario, "Ellos también tenían su corazoncito". Oscuro, atroz, despiadado... pero corazón al fin y al cabo. Supongo que es preferible a no tener nada. Un dato adicional: por los días en que se escribía el libro, un huracán de esos que suelen devastar el Caribe pasó cerca a Cuba ¿Saben qué nombre le pusieron los meteorólogos? ¡Iván!
ResponderBorrarLeí sobre Leonardo Padura en una crónica publicada en Gatopardo acerca de la literatura cubana actual. Luego una amiga de color rojo y que es zurda para escribir, muy rojo, me comentó de su literatura policiaca. Así que hay que seguir el consejo de leerlo luego de tanto nombramiento. He ido a visitar el museo de Trotsky en Coyoacán un lunes, para mi lástima, esos días no abren museos en la Ciudad de México. Ahí le digo Gustavo si quiere visitar museos en el D.F.
ResponderBorrarSaludos
Gracias por la información, apreciado Eskimal. Es bueno que también los museos descansen en paz. A propósito de literatura policíaca: El hombre que amaba a los perros está escrito con la precisión, el rigor y la sutileza propios de esa clase de narrativa.
ResponderBorrarla senora mercader (hermana de l'asesino de T) era la esposa de Vittorio de sica, regista.
ResponderBorrarhe leido otro libro sobre T, se llamaba (!) "l'assassino di T)" molto bella la descrizione di T en el frio y su encontro con las piedras magicas en el desierto.
me interesan mucho los tiempos de la URSS.
otro tiempo y otro pais: "Lobo come perro" un buenisimo policial de martin cruz smith sobre Chernobyl
disculpas para mi pseudo-espanol
ciao
fiore