No resistí la
tentación de contarles la historia de mi encuentro con El hombre oxidado. Como
bien saben ustedes, caminar por las montañas
equivale para mí a la misa
dominical de muchos mortales. En mis recorridos suelo cruzarme con personas que
piden alguna cosa: agua, pan,
orientación sobre la ruta, la hora o un simple saludo.
En esta ocasión
fue distinto. Era una de esas mañanas luminosas que le hacen honor al nombre
anglosajón para el día domingo: Sunday. El hombre estaba de pie junto a la puerta desvencijada
de su finca y me pidió que le diera una mano para empujar su auto renuente a
encender o a dar cualquier señal de vida mecánica. “Debo hacer una diligencia y
el maldito no responde”, dijo a modo de explicación. Era un tipo de unos
sesenta años, de figura estilizada y buenos modales, con la característica
nariz roja de los borrachines por vocación. En el cuello lucía una profusión de
collares que bien podían hablar de un pasado hippy o de una reciente conversión
a las causas ambientalistas.
Fue así como
entré a la casa de El hombre oxidado. Mi
primera impresión fue la de una pieza floja en los goznes del tiempo. Por las
grietas del patio de cemento se asomaban unas minúsculas plantas de flores amarillas, animadas por una curiosidad recién
descubierta. En un cobertizo que alguna vez
fue albergue de gallinas devenido mausoleo de objetos domésticos se
apilaban sillas de mimbre, sofás
despanzurrados, maletas con sellos de aduana de países remotos, sombreros de
plumas sin plumas, neveras portátiles, libros de hojas marchitas como mariposas disecadas, aparatos de radio, guantes de beisbol y pelotas de baloncesto.
Este hombre
viajó mucho y un día se apeó o alguien
lo abandonó en esta estación fuera del tiempo y el espacio, pensé mientras empujaba, en un esfuerzo inútil, su
viejo Dodge de los años setentas que
gemía entre estertores de latas como un
enfermo desahuciado.
Vencido, me
ofreció un vaso de agua a modo de recompensa. Atravesé la sala, presidida por una máquina de escribir marca Olivetti
y una colección de discos de
vinilo en la que sobresalían la Primera Sinfonía de Brahms, el Sticky Fingers
de The Rolling Stones y El violín de
Becho, de Alfredo Zitarrosa. Instalados en la cocina rehusé sentarme en una
silla metálica que amenazaba ruina y me
concentré en la visión de una enorme nevera con aire de ballena encallada, sobre la que reposaba un horno de
microondas cubierto por una capa de
óxido que le daba aspecto de armadillo. De vuelta a la sala me detuve ante una
colección de ejemplares del Almanaque Mundial en cuyos mapas todavía figuraban países como
Abisinia, Yugoslavia o El Congo.
Pero todavía me
esperaban sorpresas. De una de las paredes colgaba un calendario detenido en el
mes de marzo de 1993. Tal vez fueron los
días en que, por alguna razón, mi anfitrión se deslizó fuera del sistema o este
lo expulsó a él por alguna falta, un vicio o una pasión secreta. Fue por esa época
cuando decidió abandonarse al mismo ritmo
irrevocable de sus objetos domésticos, me dije. Entonces comprendí: lo
que en principio confundí con bronceado era en realidad una pátina de metal que
lo acercaba a la condición de escultura antigua, quizás uno de sus secretos
anhelos.
Cuando le
devolví el vaso vacío después de beber
un agua con sabor a herrumbre vi en el
dedo anular de su mano derecha el resplandor dorado de una sortija matrimonial.
El único objeto a salvo de la capa
metálica que parecía constituir el ADN de la casa. Algo adivinó en la expresión
de mi rostro, porque me paralizó con el fulgor de sus ojos acuosos
invitándome a no formular preguntas
personales. Le pedí ayuda para empujar
mi carro, fracasamos en el intento, lo recompensé con un vaso de agua y eso es
todo, me decían esos ojos detenidos, como la casa misma, en un paisaje remoto.
De modo que le agradecí el agua, lamenté
no haber sido de mucha utilidad y seguí mi camino, imaginando las múltiples
circunstancias que pudieron haber
llevado a El hombre oxidado a echar anclas para
siempre en esta grieta del tiempo.
Qué exquisita y a la vez herrumbrosa historia. Al leerla sentí como si estuviera contemplando una fotografía de un personaje congelado en el tiempo, en tono sepia, extraída de un baúl de los abuelos. ¿su accidentado interlocutor no será uno de esos viajeros del tiempo o cronopios que describía Cortázar?...¿o se no se habrá topado con uno de los fantasmas de Rulfo?...me cuesta definir posición en su inverosímil relato, que estoy dudando ahora mismo si es real o fruto de su apoltronada imaginación, jeje. Siga caminando por esos senderos para que nos regale historias como esta.
ResponderBorrarEse será siempre el gran escollo, apreciado José: ¿Cómo contar la realidad , sin que parezca ficción? Mientras lo resolvemos, creo que los seres escapados o caídos por una fisura del tiempo abundan en la vida cotidiana. Aquí en Pereira tuvimos un brillante erudito de la llamada " música culta" llamado Benjamín Saldarriaga. Refiriéndose a la literatura, el hombre afirmaba que no se había escrito nada digno de llamarse arte desde finales del siglo XIX. El mismo parecía sacado de una novela de Stendhal. Si usted lo hubiese visto no dudaría un ápice de la existencia de El hombre oxidado, estimado amigo.
ResponderBorrarGran post, Gustavo, admirable relato, con una imagen poderosa, muy sugestiva. La parte fantástica se desliza en la narración con la naturalidad de los sueños, como debe ser, sin estridencias ni exclamaciones de incredulidad. Y al final queda en el aire una sospecha, que no sé cuántos lectores compartirán. Tampoco sé si el autor lo tuvo en cuenta , pero eso forma parte del hechizo (¿todavía se puede usar esta palabra o es demasiado cursi?) literario: la posibilidad de que el vaso de agua que le da el Hombre Oxidado desencadene en el relator el mismo proceso de oxidación, y que el próximo capítulo de su vida sea de herrumbre y espera, de espera por un hombre que llegará a su puerta y… O tal vez el Hombre Oxidado es un atisbo de la persona secreta del relator, con discos de Zitarrosa y la Olivetti que usó para escribir aquel libro que… Pero también está allí el anillo, y entonces… Bueno, basta, que estamos ante el antiguo y sagrado acto de la lectura.
ResponderBorrarQué bella palabra esa de hechizo, mi querido don Lalo. Por lo demás, también se utiliza para aludir a algunos artefactos fabricados de manera artesanal y rudimentaria.
ResponderBorrar¡ Ah carajo! me puso usted a pensar en esa vieja historia del hombre que sueña estar soñando, y en ese sueño a su vez sueña estar soñando... y así ad infinitum. Para regresar a la vigilia tiene que desandar el camino paso a paso, pero al final no puede saber si ya está despierto o si sigue soñando que sueña.
Yo me encontré una vez, en una caminata por un trocha no muy concurrida, al tal Martín Abad, de ojos acuosos y collares de hippie, de piel de oxido y arrugas de patriarca eterno. Tiene una boina que nunca se quita porque, dicen, debajo le crece un árbol que se le despega del cráneo. Tal vez un comino crespo.
ResponderBorrarPero Martín no tiene carro. Entonces no podría ser el personaje de su relato.
Cami
Ja, Ja. Buen apunte, Camilo : tampoco tiene sortija matrimonial ni está rodeado de electrodomésticos agonizantes. Aunque, a su manera, también se instaló a vivir fuera del tiempo.
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ResponderBorrarVaya que dejó el acertijo Gustavo, yo suponía que era Martín Abad; luego pensé, porque no daba con la repsuesta, en Benjamín Saldarriaga. Ahora no sé. Lo cierto es que estos personajes llenos de tanto poder mágico, por decirlo de alguna manera nos regalan su manera de vivir o pensar para ser más humanos. No sé, era eso de la Maga, que podía nadar en ríos metafísicos mientras otros apenas se asomaban a sus riveras.
BorrarComo don Benjamín, o Martín Abada, o el hombre oxidado, espero hayan más perdidos en sus ideas y sus obras y su otra obra, su misma vida que parece sorprendente. Aunque es triste que en algunos casos esta termine mal y olvidada por nosotros a pesar de lo mucho que nos aportaron.
Saludos.
Bueno, queda abierta la invitación para alimentar el acertijo... y sobre todo para nuca resolverlo, que es lo realmente valioso de todo acertijo, apreciado Eskimal.
ResponderBorrarwww
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