El exteniente Meltzer, veterano
de la Primera Guerra Mundial, tiene un solo anhelo: encontrar una mujer de
buenas maneras y piernas largas. Suponiendo que sus deseos se cumplan, le
resta otro desafío: conseguir que esas
cualidades encajen con su ser dislocado de hombre instalado en una tierra de
nadie: el imperio austrohúngaro que se disuelve sin otro asidero que el de sus
viejos símbolos. Mientras avanzamos en
la historia descubrimos que esa mezcla
de buenas maneras y piernas largas es en
realidad la metáfora de su espera,
Meltzer es el protagonista-
aunque no resulta claro si su condición de hombre excluido de los
acontecimientos públicos y privados permite llamarlo así- de Las escaleras de
Strudholf, la novela del escritor
austríaco Heimito von Doderer.
Emparentado en calidad y propósitos con autores de la dimensión de Marcel
Proust, Thomas Mann y Robert Musil, von
Doderer convirtió su experiencia como
sicólogo, bibliotecario, filósofo
y prisionero en las dos guerras mundiales en materia de una compleja
urdimbre de personajes y situaciones
que se entretejen en las calles de una
Viena nostálgica de su pasado y aterrorizada ante la inminencia de su disolución.
Esos destinos se cruzan, algunas
veces al azar y en otras con vagos propósitos en Las escaleras de Strudholf, algo así como
un símbolo del destino en el sentido
clásico de la expresión.
Meltzer es un extranjero, no solo
en la acepción geográfica de la palabra. A decir verdad, es un extraño para sí
mismo y para quienes lo rodean, empezando por las mujeres de quienes se
enamora. Está siempre al margen de todo, incluso en las situaciones dramáticas propias de una sociedad en pleno
desmoronamiento. Aun en circunstancias en las que se pone en juego la vida, su papel es más de testigo que de protagonista.
Ubicado un tanto en la senda de Edipo, Meltzer es a su modo uno de esos expatriados caros a
toda una tradición literaria.
El único que siente cierta piedad
por el personaje es el narrador de la novela. “A las personas se les mira solo
por fuera”, nos dice. “En el fondo no estamos lo bastante corrompidos para
poder discernir instintivamente en cada percepción la esencia de la apariencia
o lo interior de lo exterior, de modo que si se nos muestra una fachada, vemos
solo la fachada y nada más”.
De ahí la aprensión que
suscita Meltzer entre quienes se cruzan
en su camino. Todos parecen tener una
consistencia sólida, por errática que sea su ruta. Cuando se encuentran, casi
siempre sin proponérselo, en las escaleras de
Strudholf, adquieren una noción
momentánea del peso de la propia vida.
"Las escaleras estaban allí para todos, sin excluir la canalla pretenciosa, pero su construcción había sido destinada a abrir paso al destino, que no siempre avanza con pies de plomo, sino a menudo también a paso ligero y silencioso; no siempre se alcanza a zancadas de gigante, sino también al diminuto paso, al lento ritmo de un diminuto corazón”.
Eso nos dice el narrador en mitad del relato, es decir, del camino de René von Stangeler, la señorita Siebenschein, Editha o de Etelka, eventuales compañeros de viaje del exteniente. Entonces lo comprendemos: el tiempo es una entidad de talante caprichoso. En el momento del goce se nos antoja ingrávido, gaseoso y atravesamos así una parte de la senda de la propia vida con alas en los pies. Ni siquiera sentimos su paso. Pero cuando la desventura toca a la puerta adquiere la gravidez del plomo y nos arrastra con su peso hacia simas de pesadumbre. Experimentamos entonces los segundos y sus fracciones como gotas de dolor que caen en el pozo de nuestra alma.
"Las escaleras estaban allí para todos, sin excluir la canalla pretenciosa, pero su construcción había sido destinada a abrir paso al destino, que no siempre avanza con pies de plomo, sino a menudo también a paso ligero y silencioso; no siempre se alcanza a zancadas de gigante, sino también al diminuto paso, al lento ritmo de un diminuto corazón”.
Eso nos dice el narrador en mitad del relato, es decir, del camino de René von Stangeler, la señorita Siebenschein, Editha o de Etelka, eventuales compañeros de viaje del exteniente. Entonces lo comprendemos: el tiempo es una entidad de talante caprichoso. En el momento del goce se nos antoja ingrávido, gaseoso y atravesamos así una parte de la senda de la propia vida con alas en los pies. Ni siquiera sentimos su paso. Pero cuando la desventura toca a la puerta adquiere la gravidez del plomo y nos arrastra con su peso hacia simas de pesadumbre. Experimentamos entonces los segundos y sus fracciones como gotas de dolor que caen en el pozo de nuestra alma.
Es esto último lo que hace
de Meltzer un expatriado: su alma es el
pozo en el que gotea, inclemente , el fermento descompuesto del espíritu de una época: la del imperio que
se desploma sobre su vieja y ahora improbable grandeza.
PDT: les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
https://www.youtube.com/watch?v=O6Ourmzuxf4
PDT: les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
https://www.youtube.com/watch?v=O6Ourmzuxf4
Fascinante tu entrada de esta semana, Gustavo. Siempre me ha intrigado el uso de escalinatas como metáfora de las vicisitudes de la vida y estas escaleras de Strudlhof, por lo que se aprecia en la fotografía (nunca he estado en Viena, algo que me propongo corregir uno de estos días) vienen muy bien porque sus diferentes niveles parecen estar dispuestos en forma caprichosa, casi anárquica, algo que refleja la pasión, digamos, del protagonista y los otros personajes. Donde sí he estado es en el santuario portugués de Bom Jesus do Monte, cerca de Braga, que tiene una de las escalinatas más festejadas del mundo. Pero esas, en vez de sugerir el sufrimiento y las frustraciones de este mundo, el mundo de Meltzer, pretende mostrarnos el armonioso camino ascendente hacia Dios (en la parte superior esta el santuario). Los arquitectos tal vez prefieran estas escaleras, pero yo me quedo con lo que intuyo de las de Strudlholf, que pueden representar, tal vez, mi propia búsqueda, mis decepciones y la ocasional y efímera alegría. Las escaleras de Viena no aspiran a la eternidad...
ResponderBorrarMi querido don Lalo: el escritor colombiano Jorge Zalamea tiene un libro cuyo título es en sí mismo un poema, aparte de un acertijo: El sueño de las escalinatas. ¿ Se ha fijado usted en el hecho de que las escaleras son en realidad un laberinto? Una persona podría pasarse la vida entera subiendo y bajando sin llegar al final, es decir, sin encontrar la salida. Es la mejor metáfora que conozco sobre el tiempo y, por lo demás, menos socorrida que la del río.
ResponderBorrarAh... otra cosa, mi querido don Lalo: en el relato bíblico del Antiguo Testamento Jacob sueña con una escalera que lleva al cielo. Por ella suben y bajan miríadas de ángeles. Esa imagen es Borges. Mejor dicho: el escritor argentino la hizo suya. Esa es una de las características de ese curioso ateísta que, como buen platónico, no creía en Dios pero sí en la idea de Dios.
ResponderBorrarLa escalinata hacia el cielo es justamente la idea de Bom Jesu do Monte. No sé si Borges estuvo en Braga, pero recuerdo que en ocasión de mi visita leí un texto de Unamuno sobre el santuario y el uso de la escalera. Ahora no encuentro el texto (ni siquiera en internet), pero recuerdo que se burlaba de los que usaban el elevador (todavía en uso actualmente) en vez de subir por la escalinata, diciendo que no eran poetas, sino filósofos, que también son locos pero que además son tontos. Y el se encargaba de aclarar que subió y bajó por la escalera.
ResponderBorrarPor lo que reseña, el protagonista de von Doderer parece hermanado al solitario apátrida de la obra de Camus: un notorio hálito de hastío, parsimoniosa soledad, agobiante e interminable espera en tierra de nadie, con el tiempo siguiendo como una horrible sombra tras ellos. Viena y sus sombras –incluyendo puentes y escaleras- han sido magníficamente retratadas en ese filme inmortal conocido como “El tercer hombre”. La vieja Viena, por lo que he visto en imágenes, creo que es uno de los pocos sitios donde el tiempo ha dejado sus muescas o peldaños. Eso que los literatos de los hechos llaman Historia.
ResponderBorrar“el tiempo es una entidad de talante caprichoso. En el momento del goce se nos antoja ingrávido, gaseoso y atravesamos así una parte de la senda de la propia vida con alas en los pies. Ni siquiera sentimos su paso. Pero cuando la desventura toca a la puerta adquiere la gravidez del plomo y nos arrastra con su peso hacia simas de pesadumbre”.
La más preciosa reflexión que le he leído, amigo Gustavo. No digo más.
Algo de esos exiliados de Camus tienen algunos personajes de las novelas de von Doderer, apreciado José. Es como si no pudieran, no supieran o no quisieran existir del todo.
ResponderBorrarPor eso van por el mundo aureolados por una suerte de melancolía eterna por la vida no vivida.
Por lo demás : ¿Qué podemos añadir sobre la naturaleza del tiempo, esa extraña sustancia en la que habitamos y que nos habita?