Casi siempre una distopía es una utopía que descarriló.
Igual que esas historias de amor que nacen marcadas por lugares comunes teñidos de color rosa y acaban en el más completo de los desastres.
No es un designio, ni una maldición, ni el colmo de la mala suerte: sucede que la vida
humana está hecha de esa manera.
Nuestra imperfección
nos lleva a elevar las ilusiones
demasiado alto. Y cuanta más altura alcanzan, más duro es el golpe cuando se dan de narices con la
realidad.
Y eso acontece tanto
en las ilusiones personales como en las colectivas.
Luego buscamos el
consuelo diciendo que nos engañaron: que se aprovecharon de nuestra buena fe.
Pero es falso: nadie nos engañó, salvo nosotros mismos.
Forjamos nuestras utopías y nos hacemos un lío con ellas.
Un repaso a la
Historia nos ofrece suficiente ilustración.
El paraíso comunista
devenido Gulag donde perecen todas las fantasías de igualdad.
El sueño cristiano del amor al prójimo naufragando en medio
de la avaricia y la explotación de los otros.
El espejismo del bienestar capitalista convertido en
alucinante ritual de consumo, derroche y depredación, que amenaza incluso la
supervivencia misma de la especie humana y del planeta que habita.
El culto liberal a la
libertad del individuo mutando hacia el autismo y el egoísmo más feroz.
La democracia con sus promesas de participación y de una
voz para todos, reducida a la política
como circo y al vociferante territorio de las redes sociales suplantando la
vieja idea del foro como lugar donde se debaten ideas, se intercambian
argumentos y se toman las grandes decisiones.
La tecnología pensada como herramienta de conocimiento y comunicación, transformada en otra forma de
alienación.
Tal vez todo se debe a que, en realidad, el ser humano ni es
autónomo ni busca la autonomía. Es al
revés: el Homo Sapiens es gregario. Va
en manadas, y por lo tanto
responde más a estímulos primarios que a razonamientos.
El sexo, el miedo, el hambre y su expresión más visible, la
voracidad, siguen siendo los grandes móviles.
Los mismos de hace
treinta mil años. Por eso resulta
tan fácil caer en manos de gurús. Y no es que éstos sean especialmente
brillantes: nosotros los buscamos con ansia y ellos fabrican una fórmula a la medida de los anhelos o temores de cada
quien.
Políticos, curas, culebreros, publicistas, geniecillos del mercadeo, todos operan con un
truco sencillo: conocen nuestra fragilidad y presumen de conocer las claves
para hacernos fuertes.
O exitosos, como rezan los lenguajes al uso.
En la Historia con mayúsculas, esos guías tienen nombre
propio: Jesucristo, Julio César, Alejandro de Macedonia, Luis XV, Enrique
VIII, Henry Ford, Hitler, Stalin,
Churchill.
Son legión.
Vistas así las cosas, la utopía es el señuelo y la
distopía su triste materialización.
Como sucede siempre, son los grandes escritores los que
primero advierten el engaño. Y como pasa siempre, nadie les presta atención.
En Un mundo feliz- el título mismo ya acarrea
una amarga dosis de ironía-Aldous Huxley nos presenta una sociedad del futuro conocida como “Estado Mundial”. En ese mundo se cultivan seres humanos en
botellas y luego son sometidos a lavados de cerebro con el fin de convencerlos
de la pertinencia moral de las acciones que
los moverán. Dentro de esos valores está el imperativo de asumirse como
trabajadores y consumidores. Solo esa obediencia podrá hacerlos felices.
Si nos fijamos bien, la novela de Huxley hace rato se quedó corta. La utopía
del mundo feliz pronto derivó en distopía: las
formas de alienación se hacen cada vez más refinadas. Basta con echarle
una mirada a los mensajes publicitarios, a los discursos de los políticos o
darse un paseo por los centros comerciales, ese reino del vacío en el que solo
es posible ser consumidor.
Consumo, luego existo.
El consumo compulsivo y sin límites de objetos, personas, paisajes:
el último punto del manual de uso para
esas formas del infierno a las que hemos reducido nuestras vidas.
PDT: les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:
O el sueño del arte moderno, como explica Félix de Azúa en El País de hoy:
ResponderBorrar"Lo que ahora llamamos arte son ocurrencias, las tiene cualquiera. Hay mil cada semana y entran las que se pueden pagar con subvenciones. Las otras se quedan en casa, las guardan para hacer un karaoke. No hay necesidad de saber nada para ser artista" (Sigue vínculo)
https://elpais.com/cultura/2019/02/13/actualidad/1550080795_319043.html?id_externo_rsoc=TW_CM_CUL
Nunca más oportuna una cita, mi querido don Lalo : el "Arte democrático", es una de las formas de ese infierno.En ese sentido,el karaoke no alude sólo a la música: sus alas de pterodáctilo cubren la vida entera.
ResponderBorrarUn abrazo y mil gracias por el enlace.
Yendo más allá, diría que todas las utopias están destinadas al fracaso, porque ya nacen fallidas,usted bien puntualiza que la imperfección es algo inherente a la naturaleza humana, sin embargo nos gusta construir castillos de naipes y los volvemos a levantar una y otra vez, aunque solo sea por puro capricho y empecinamiento, en una suerte de Sísifos modernos, incapaces de reconocer nuestras limitaciones. Si nos aceptáramos tal como somos nos iría mejor y no caeríamos tan fácilmente en las redes de tantos mercaderes de ilusiones y otros iluminados que se aprovechan de nuestras debilidades.
ResponderBorrarBueno, Sísifo es el gran ejemplo, apreciado José. O, si se quiere, el Ave Fénix. La mitología universal está llena de esas historias que, lejos de lo que creen las sectas de auto ayuda, lo que apuntan es a mostrarnos la dimensión de nuestro fracaso.
ResponderBorrarPero nada que les prestamos atención.
REVELADOR ARTICULO GUSTAVO QUERIDO...ES NUESTRA COTIDIANA REALIDAD,LA ENAJENACION,LA ALIENACION,FATUIDADES,EL HOMBRE-COSA....ME GUSTA ESTE ARTICULO.GRACIAS LIC...ABRAZO COMO EL SOL,JAVIER
ResponderBorrarBueno, ese es el propósito de este blog, apreciado Javier: pensar y conversar.
ResponderBorrarUn abrazo.
Gustavo