¿Cómo tornar al éxtasis de sol, a la luz ebria
de mis siete años,
al sabor maduro de la mora,
a todo aquel territorio
desconocido por la muerte,
a esa palpitante luz de la pureza,
a todo esto que soy yo y que ya no
es mío?
Darío Jaramillo Agudelo
Quizá el único viaje auténtico
sea el que nos lleva de las entrañas de
la madre al temprano descubrimiento del mundo con su alijo de milagros y
pavores: el pleno instante de la infancia.
El único momento en que nos es dada la
eternidad.
Esa aventura se inicia con el fuego del deseo, continúa con
nuestra estancia en el elemento líquido primordial, hasta devenir encuentro,
confrontación y comunión con la tierra y el aire del afuera.
Luego volvemos al punto de
partida, a la disolución implícita en el simbolismo del Ouróboros, la serpiente que se muerde la cola.
La gran literatura siempre ha
intentado, de múltiples maneras, repetir los pasos de ese viaje iniciático, en
procura de alguna forma de conocimiento
del mundo y de uno mismo.
En su destino errante, la escritora
colombiana Albalucía Ángel ha trasegado en cada uno de sus libros de narrativa
por ese sendero, en busca de las claves del reino perdido de la infancia: “esa
palpitante luz de la pureza” de la que nos habla el poeta Darío Jaramillo
Agudelo.
En buena hora, la Secretaría de Cultura de Pereira ha decidido reeditar, con
autorización expresa de la autora, la narrativa
completa de la escritora nacida
en Pereira en 1939 y convertida en hija
del mundo a fuer de andar y andar los
caminos.
Gracias a un acuerdo con la editorial
Random House, quienes una vez nos asomamos a sus cuentos y novelas
tenemos hoy la oportunidad de releerlos.
Otros emprenderán por primera vez
el recorrido por el universo literario
de esta andariega que supo
sustraerse a la influencia de sus amigos del boom
latinoamericano, para forjarse un estilo propio, calificado desde un comienzo
como vanguardista por parte de los críticos
del momento.
Los resultados de ese periplo
empiezan a darse a conocer con la publicación de las novelas Girasoles en invierno (1970) y Dos veces Alicia (1972), historias
situadas en París y Londres, en las que
la viajera consignó las vivencias de buena parte de su estancia en Europa. Girasoles en invierno había
obtenido una mención en el Concurso Esso
de Literatura en 1966.
En 1975 publica su obra cumbre: la novela Estaba la pájara pinta sentada en el verde
limón, un desafío narrativo y estilístico en el que Albalucía Ángel explora a fondo el mundo de su infancia en Pereira, al tiempo que se sumerge en una
indagación sobre raíces de una de las
muchas violencias que han surcado con sus ríos de sangre la historia de
Colombia: la confrontación entre liberales y conservadores, cuyo detonante
mayor fue para muchos el asesinato del caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán el
9 de abril de 1948.
De hecho, el título de la novela
funciona a modo de conjuro infantil contra el torbellino que envuelve a sus protagonistas.
El virtuosismo de la obra le
valió el
premio en la Bienal Nacional de Novela, Vivencias de
Cali, otorgado en 1975.
Más tarde vendría el libro de
cuentos cortos ¡Oh gloria imarcesible! (1979), además de Misiá Señora (1982) y Las
andariegas, toda una indagación acerca de las muchas formas de ultraje
padecidas por las mujeres a lo
largo de los siglos.
Motivaciones políticas aparte, la
narrativa toda de Albalucía
Ángel está surcada de principio a fin por una búsqueda de los
potenciales del lenguaje para expresar la esencia del espíritu humano en su
confrontación con lo real o, al menos, lo que entendemos por realidad.
En las fuentes de ese lenguaje
está, desde luego, el habla coloquial: las palabras forjadas por el pueblo en
sus intentos siempre renovados por expresar la riqueza de la cotidianidad. La
narradora sabe, como el poeta Serrat, “que lo sencillo no es lo necio”, y por
eso se abisma en los muchos sentidos de
los vocablos usados por el tendero de la
esquina, por la costurera, por el borracho y por el guachimán de la
plaza en su intento de acercarse a los
misterios del mundo.
De su mundo.
En esa búsqueda la autora nos recuerda que la palabra
poética, pariente de la música al fin y al cabo, tiende a velar más que a
revelar la hondura de las cosas.
De ahí el enorme desafío implícito en los actos de leer
y escribir: siempre estamos al lado de acá de lo inefable.
Con todo, escritor y lector lo
intentan una otra vez: a veces, algunas
veces, las metáforas nos permiten un atisbo a
la sagrada esencia del misterio: el de la infancia, el de la vida, el
del deseo, el de la muerte.
Ese desafío es el que nos propone
la Secretaría de Cultura de Pereira
con la reedición de la narrativa completa de Albalucía Ángel.
Estamos todos invitados a
asumirlo.
PDT . les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
“La autora nos recuerda que la palabra poética, pariente de la música al fin y al cabo, tiende a velar más que a revelar la hondura de las cosas.”
ResponderBorrarQué coincidencia. Hace un par de días un amigo, profesor de música, me explicaba que es un error hablar de “notas musicales” como la unidad expresiva de la música. “Es la secuencia, el movimiento”, me dijo, “lo que tiene sentido musical; la nota en sí misma es insignificante”. Y yo comenté que en eso la poesía tenía la ventaja de que una palabra tiene más asociaciones que la simple nota. El me corrigió: “el equivalente de la nota no es la palabra sino la letra. Una palabra tiene múltiples asociaciones porque es una secuencia de letras, es exactamente igual que en música”. Vale para mí.
Estoy de acuerdo, mi querido don Lalo: de ahí la relación indisoluble entre la música y la poesía. En eso consiste la búsqueda del poeta: hallar una palabra que exprese lo inefable.
ResponderBorrarAunque suene a oxímoron, en eso consiste... igual que la música.
¿Qué " expresa", por ejemplo, el segundo movimiento de la Primera Sinfonía de Brahms?
Ni más ni menos que eso : lo inefable.