Siempre pensé que la ensalada de frutas era una forma del milagro. Un goce para los ojos, el olfato, el paladar y, vaya uno a saber por qué misterios de la sinestesia, también para el oído. De niño, cada vez que me sentaba frente a ese plato creía que me iba a comer el arco iris.
Influencias malsanas de los hermanos Grimm, supongo.
Pero no pasaba solo con las frutas. Por humilde que fuera, todo alimento acarreaba
consigo una forma de goce. Por algo decían nuestros viejos que “Con buen hambre no hay pan duro”.
Piensen nada más en esa maravilla del “calentao”,
una delicia gastronómica que, por lo visto, tiene sus variantes en distintos lugares de la
tierra, siempre sobre la base de no desechar lo que sobró del día anterior.
Una vez resueltos los apremios de la supervivencia, los pueblos
emprendieron el camino del refinamiento y entonces la cocina empezó a parecerse
a la alquimia y a la música: un instrumento por aquí, una pizca de este
ingrediente por allá, otro tanto de un aderezo recién descubierto por este
lado, una cocción a fuego lento y pronto se estaba a las puertas del prodigio.
No por casualidad la gastronomía es, al lado de la música, uno de los soportes
de la cultura… además de la religión, claro, porque siempre se necesitará de
alguien que convoque a la comunión y bendiga el pan.
Pero esas parecen ser cosas de otros tiempos, a juzgar por la
instrumentalización de que ha sido objeto la comida, a resultas de la obsesión por
la salud y, al parecer, por la inmortalidad alcanzable a través de una mezcla
de consumo y abstinencia. Antes de paladear un alimento la gente se pregunta
para qué sirve y qué enfermedades evita o provoca. El simple disfrute pasó a un plano
secundario.
Bueno, es hora de que les cuente a qué viene todo esto. Hace cosa de una
década estaba sentado en un lugar céntrico de Pereira, especializado en ensaladas de frutas- hay especialistas de
todo en este mundo, ustedes ya saben-. Apenas empezaba a regocijarme con mi
arco iris de sabores cuando un especialista en el fin del mundo irrumpió en el
local y, sin mediar preámbulos, soltó su homilía de juicio final sobre los
indefensos parroquianos inocentes de cualquier posible pecado distinto al de
una irrefrenable pasión por las frutas.
“¿No saben que se están a
punto de envenenarse con esa mezcla?” aulló el tipo a los cuatro vientos. Por instinto miré al administrador
del negocio y por una fracción de segundo lo imaginé como un asesino embozado,
proclive a mezclarle cianuro o alguna salmonela letal a sus ensaladas. Pero el
sabio y buen hombre ya había echado mano de un garrote, dispuesto a expulsar al
profeta. Y lo hubiese molido a palos si
este no huye a grandes zancadas, no sin antes inundar el local de folletos a
todo color donde se advertía sobre los peligros de cientos de alimentos que,
detrás de su apariencia inocente y sugestiva, esconden el mismísimo rostro de
la muerte. El nombre del folleto era tan perentorio como el tono del predicador
“¡Cuide su salud! ¡Cuidado con lo que
come!”.
Nunca me pareció de fiar la gente que escribe titulares entre signos de
exclamación. Pienso que su intención es sembrar el pánico para venderle alguna
cosa a su audiencia: un objeto, una
idea, una religión, una dictadura, qué sé yo. Pero una cruzada contra las
frutas ya era al colmo. La única fruta riesgosa de la que tengo noticia es una
variedad de papaya bautizada por los abuelos con el apodo de “Tapaculo”. Ustedes ya imaginarán por
qué. Pero una campaña de desprestigio contra la ensalada de frutas ya era el
colmo.
Pero qué le hacemos: tengo el vicio de leer todo lo que cae en mis manos,
incluidos los folletos de las sectas milenaristas. Y en el folleto de marras
pintaban un panorama terrorífico. Según el autor del artículo, el sodio y el
potasio a veces se complementan y en otras compiten con ferocidad, al punto de
convertir el organismo del comensal en una réplica del Armagedón, el lugar
donde, según la tradición bíblica, tendrá lugar la batalla del juicio final.
Es tanto el poder de las palabras que por un momento sentí retortijones en
la panza. Imaginar al ángel potasio y al demonio sodio- o al revés- arrojándose
rayos, centellas y balas de azufre en mis entrañas me puso mal de veras. Para colmo, al mirar por el rabillo del ojo,
descubrí una inquietante fila de parroquianos que aguardaban ante la puerta del
baño. Me temo que muchos de ellos salieron convertidos a la nueva fe y pasaron
a engrosar los ejércitos del profeta.
De ahí en adelante todo fue una avalancha: programas de radio, franjas
enteras de televisión, revistas impresas y páginas de internet orientadas por
“especialistas”, se arrojaron sobre audiencias sugestionables que, sin
detenerse a pensar, empezaron a comprar lo bendito y a eludir lo pecaminoso. Se
abrieron por centenares tiendas de “alimentos saludables” y toda suerte de
pastillas y pócimas para eludir el dolor y prolongar la vida. Pero ese es otro
asunto: ignoro qué pueda significar a escala cósmica vivir diez años de más o
de menos. A lo mejor la exuberante piña o la jugosa papaya puedan explicarnos
algo al respecto.
Los escritores de origen judío nos familiarizaron con el concepto de comida
Kosher, una tradición que se remonta
a antiquísimos tabúes tribales que definían la identidad de la comunidad a
partir de una serie de prohibiciones, con su correspondiente catálogo de recompensas y castigos. La más conocida para nosotros, es de lejos, la relacionada con el
consumo de carne de cerdo. En este caso, lo Kosher
es lo permitido, lo que se ajusta a las formas de la ley hebrea.
El escritor Rigoberto Gil sugiere que detrás de la comida vegetariana alienta una nostalgia por la carne. ¿Sentiremos alguna vez nostalgia de las frutas? ¿Estaremos acaso ante una versión revisada de lo kosher aplicada a las frutas? ¿empezarán a vendernos bananos sin
potasio y papayas sin sodio aptos para creyentes de la nueva fe? Todo es
posible cuando se desata una cruzada, sobre todo si echa raíces en esta
esclavitud de la salud que se ha
apoderado del mundo con su inevitable
legión de mistagogos y terapeutas.
PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
https://www.youtube.com/watch?v=b56SnP73CzQ
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderBorrarGustavo.
ResponderBorrarPero qué Odisea frutesca en la que te has metido. Te imaginé mirando las frutas en tu plato, tal como los niños sacan las verduras de entre los cereales. Mejor dicho, esas ocurrencias pasan en al país del realismo. Aunque pensándolo bien, frutas y escatología pueden tener una relación. Si no, ¿qué hacían esos comensales haciendo fila para ingresar al baño? Saludos y gracias por sus aventuras en la ciudad sin puertas... y sin comida Kosher, porque el palacio de la chunchurria y donde Anita, resultan muy tentadores.
Abrazos
Diego eFe
Jajaja. Qué bueno eso de la relación entre frutas y escatología, apreciado Diego. Y asumo el significado de escatología en todos sus sentidos: los del más acá y los del más allá.
ResponderBorrarY si: súmele " Donde el Palomo" a la ruta de " El Palacio de la Chunchurria", " Donde Anita" y todas las demás tentaciones de esta tierra.
Muchas gracias por el diálogo.
Gustavo Colorado G