Cada cierto tiempo
los voceros oficiales del gobierno colombiano
reactivan un lenguaje caro a la tradición decimonónica, en el que se
habla con profusión de próceres, gestas, héroes y vidas ofrendadas por la
libertad. Ese ejercicio retórico tiene como primer resultado dificultar aun
más la comprensión de la compleja, rica y contradictoria trama de
nuestro destino colectivo. Una buena manera de tomar distancia de esa posición,
signada por el chovinismo y la lágrima fácil, consiste en revisitar las
literaturas producidas en dos
siglos, pues bien sabemos que la ficción suele ser un instrumento tan
certero como la Historia a la hora de asomarse a los pliegues de la
realidad.
De ese remedo de nación sumido en guerras civiles por el control de la tierra y por la imposición de un modelo educativo nos hablan con bastante propiedad, aun a su pesar, las novelas de Jorge Isaacs y Eugenio Díaz Castro. La honda entraña del latifundio y su expresión en las relaciones sociales es desnudada en las páginas de María, mientras las luchas intestinas de los nacientes partidos políticos aparecen como música de fondo del nacimiento, ascenso y caída de esas poblaciones que trataban de conectarse a través del río Magdalena con la emergente promesa de una modernidad que creíamos adivinar en las humaredas de los barcos de vapor. La novela Manuela es una buena muestra.
Más tarde, los relatos de José Eustasio Rivera y Tomás Carrasquilla darían cuenta de las convulsiones que acarreó aquello que los expertos en ciencias sociales bautizaron, de manera bastante ambigua, como “expansión de la frontera agrícola”. La explotación del caucho en el primero, y de la inmensa riqueza minera en el segundo, le sirvieron al autor de La Vorágine y al creador de La Marquesa de Yolombó, para recrear a unos seres humanos marcados por la impronta del desarraigo y el despojo en unos casos y por la arbitrariedad y el crimen en otros.
Fue entonces el
momento de la violenta transformación de
un país rural en urbano, en el que
jugaron un papel central los viejos partidos
liberal y conservador, como
voceros de dos maneras de interpretar el
mundo ancladas en el valor simbólico y
real de la tierra en lo que corresponde a
los conservadores y en el poder transformador
de la industria en lo tocante a los liberales. De ese tránsito surgen novelas
como Cóndores no entierran todos los días, La casa grande y ese monumental fresco
cifrado de la Historia nacional que
es Cien años de soledad.
Hasta que llegamos a este presente de penas y
olvidos, en el que la corrupción de la
clase dirigente, el cinismo o la
indiferencia de amplios sectores de la población, el poder sin límites del narcotráfico y la violencia de los ejércitos – legales
o ilegales- se conjugan para dar
lugar a una suerte de identidad hecha de tinieblas y verdades a medias.
Los rastros y las voces de ese lado de la realidad están en decenas de cuentos, novelas y crónicas producidos a partir de la década del setenta del siglo XX, que bien haríamos en abordar como espejos desenterrados en los que podemos mirarnos por fin, si no queremos que, como a Clemente Silva en la novela de José Eustasio Rivera, la selva de la desmemoria acabe por tragarnos a todos.
Los rastros y las voces de ese lado de la realidad están en decenas de cuentos, novelas y crónicas producidos a partir de la década del setenta del siglo XX, que bien haríamos en abordar como espejos desenterrados en los que podemos mirarnos por fin, si no queremos que, como a Clemente Silva en la novela de José Eustasio Rivera, la selva de la desmemoria acabe por tragarnos a todos.
Elocuente descripción de uno de los grandes valores de la literatura, Gustavo. Esa imagen de "espejos desenterrados" lo dice con una transparencia de manantial. Yo aprendí muy poco sobre Colombia en la escuela, aparte de fechas, batallas y un retrato superficial de Bolívar, pero bastante leyendo a Garcia Marquez. Así es como debe ser: con Inglaterra me ocurre lo mismo, y con Rusia... Hasta con la historia de mi propio país por supuesto.
ResponderBorrarAgrego un título para su recopilación, que se inscribe dentro del último periodo: El ruido de las cosas al caer, del bogotano Juan Gabriel Vásquez. La primera mitad de la novela es un gran acierto. De ahí en adelante el autor se tambalea un poco y pierde algo de coherencia con el relato inicial, pero no deja de ser un gran testimonio de la época dorada de las avionetas Cesna y las fincas el Magdalena Medio.
ResponderBorrarCami.
Gracias a los títulos que recomienda de esa vieja literatura colombiana, estimado Gustavo, que me servirán mucho para conocer algo más de la historia y cultura de su país. Bien recuerdo que La Vorágine fue una de mis primeras lecturas cuando cursaba la adolescencia. Había en casa un viejo ejemplar, prácticamente destartalado y olvidado en un rincón, que por pura curiosidad aborde un día, cansado un poco de las novelas de cowboys edición de bolsillo que un tío solía prestarme. Nada más empezar, al instante me sentí cautivado por esa lujuriante descripción de las selvas colombianas, sus ríos y demás misterios. Y sonaba tan familiar y cercano el relato que a momentos me sentía transportado a las tierras amazónicas del Beni, la tierra de una parte de mi familia. Yo mismo nací allí, aunque no recuerdo nada por haber emigrado siendo muy chico. Pero las fotos en blanco y negro me recuerdan que estuve allí, entre hamacas y palmeras. Por cierto, a tono con lo que dice Camilo, las avionetas Cessna siguen siendo el principal medio de transporte entre las fincas desparramadas en las extensas llanuras, donde se cría casi salvaje el ganado de raza cebú. Caray, hasta tenemos un símil del Magdalena, el Mamoré que atraviesa el noreste de Bolivia y constituye el rio más caudaloso del país, si hasta surcan por sus aguas turbias esas embarcaciones que describe el gran Gabo en sus historias. Para que vea que no exagero, un escritor local, Raúl Botelho Gosalvez, escribió una novela cortita donde confesaba en el prologo que había escrito su relato inspirado en La Vorágine. Llamó a su febril obra como “Borrachera Verde”, que dadas las circunstancias del protagonista, el título estaba bien dado. Ah, mejor me callo, que ya me he emocionado..
ResponderBorrar"Nadie más argentino que Borges", escribió no recuerdo quien, mi querido don Lalo. Me refiero a que, detrás del carácter atemporal y del nulo color local de sus cuentos, alienta en realidad lo que podríamos llamar "el ser rioplantense", o como quiera llamarse a esa manera particular de estar en el mundo.
ResponderBorrarEn eso reside una de las claves de la gran literatura : en expresar lo más hondo de la condición de un individuo o un pueblo, resitiendo la tentación de los estereotipos. Por estos días ando dedicado a leer- otro regalo de Juan Carlos Pérez- Petersburgo, la más célebre novela de Andréi Bieily. Al concluir cada uno de sus párrafos no puedo dejar de admirar esa peculiar manera suya de ser ruso.
Leí la citada novela, apreciado Camilo, aunque ni la primera mitad me convenció. Después de disfrutar de Los informantes o La historia secreta de Costaguana esperaba una obra de más alto vuelo... mucho más alto que el de las avionetas Cesna.
ResponderBorrarApreciado José: existe una canción titulada Río Mamoré . Será boliviana, supongo. Su comentario me llevó a pensar en esa vieja y fértil relación entre la literatura y el río. Pienso en el Mississipi de Twain; en los puentes sobre el Sena, de Baudelaire; en el Magdalena de García Márquez; en el Neva de Andréi Bieiy y, claro, en el Amazonas tumultuoso de toda una vertiente de la narrativa colombiana, peruana y brasileña.
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