Con motivo de la celebración de lo s 150
años de Pereira, comparto con ustedes esta reflexión sobre la obra de tres de
nuestros más valiosos narradores.
I
La tierra éramos nosotros.
“Río Quindío, río Quindío” es la voz interna y a la vez remota que a manera de
señuelo anima los pasos de los personajes
de El río corre hacia atrás, la
novela de Benjamín Baena Hoyos que
supone uno de los momentos más destacados de la
llamada literatura de la colonización antioqueña. Escrita en un lenguaje del todo ajeno a
los alardes verbales de una época
signada por el efectismo y por lo tanto estropeada por la excesiva adjetivación, la historia nos narra la aventura vital de unos hombres y mujeres
quienes, al tiempo que disfrutan y padecen la belleza y las asperezas del paisaje, exploran un universo interior surcado de símbolos,
de ambiciones y de las grandezas y
miserias propios de los seres en trance de hacerse a un territorio.
El tiempo es el de finales del siglo XIX; el espacio una
sucesión de ríos y montañas que un día
se antojan promesas y al siguiente se convierten en obstáculos insalvables. Los protagonistas,
un puñado de aventureros forjados en el fragor de las guerras civiles y
curtidos en las lides de las esperanzas aplazadas. Con ellos, el narrador
reconstruye uno de los momentos que en
muchos sentidos definieron el perfil
mental y moral de una generación de colombianos que hicieron del acto de
descuajar montañas y plantar su
simiente en el vientre de hembras
milenarias un resumen de su propia
cosmovisión.
Autor del volumen de poemas titulado Otoño de tu ausencia, Baena Hoyos logra sustraerse a las seducciones del romanticismo tardío propio de su época,
para forjar una serie de personajes
que por momentos se emparentan con las criaturas de un
universo recreado por esa clase de literatura que dejó su impronta en el
tránsito del siglo XIX al XX : la del
naturalismo que intentaba dar cuenta del carácter épico de unos pueblos todavía anclados en los códigos y
valores de un pasado reciente, mientras
el mundo se debatía en medio de las transformaciones ocasionadas por la
Revolución Industrial en cuyo seno
se forjaron pensamientos tan vigorosos como los de Federico Nietzche y Karl Marx.
En el caso de El río corre hacia atrás, los arquetipos son
los de la tierra hostil y pródiga a la vez. Sobre ella se teje y se desteje el destino de esas
mujeres primordiales, estoicas y
silenciosas en su tozudez, cuya máxima expresión sería la desmesurada Úrsula
Iguarán creada por el genio de García Márquez. A su lado caminan y libran su propia batalla los hijos de esa tradición católica y conservadora
tan ligada a la propiedad rural, que en el caso de los colonizadores no es otra cosa que la expresión de la fe en su capacidad para transformar la
naturaleza y apropiarse de sus
frutos. Es por eso que las metáforas sobre la siembra y
la cosecha abundan en sus páginas, así
se hable de la conquista de una mujer, de las pugnas políticas o del resultado de una riña de gallos. De
cualquier manera es el destino lo que se
juega en cada uno de esos territorios.
Con todo y los riesgos propios de este tipo de experiencia narrativa, el
escritor logra sortear el más peligroso
de los escollos: el de convertir a sus personajes en meras caricaturas de una realidad social
que las sobrepasa en su complejidad. Nada de eso: los
que habitan la novela de Baena Hoyos son seres humanos ambiguos y contradictorios anclados en la encrucijada
de un destino personal y colectivo del que apenas pueden ser dueños a ratos: cuando escuchan la
tonada de un tiple, al disfrutar el
aroma del sancocho hirviendo en la
cocina, cuando acarician el lomo de un perro o al presentir la respiración de la mujer amada en la
habitación contigua.
Entre esos grupos
humanos enfrascados en una batalla sin tregua por domeñar la naturaleza
surgió un sistema de valores que literatos y políticos por igual, no tardaron
en convertir en seña de identidad:
palabras como pujanza, gesta, titanes, casta y raza devinieron pronto un diccionario sobre el que se acuñó la idea
de una hipotética vocación colonizadora
y mercantil. De allí surgió la creencia en una supuesta singularidad de
los habitantes de esta zona y sobre todo de la ciudad de Pereira, en lo que corresponde a su habilidad
para el comercio, olvidando de paso- acaso
porque era conveniente a la hora de forjar el mito- que todos los
pueblos avocados a la tarea de conquistar un territorio acaban por desencadenar
dinámicas comerciales más relacionadas
con la supervivencia que con algo parecido a una suerte de destino manifiesto.
II
Estaba la Pájara pinta…
La década del sesenta del siglo
pasado representó para los colombianos afincados en los centros urbanos la
posibilidad de asomarse, aunque fuera a
través de los visillos, a los cataclismos que transformaban al mundo. La
revolución sexual, las utopías revolucionarias y la carrera por la conquista
del espacio afectaron de muchas maneras la forma de ver el mundo de las miles
de personas que alimentaban el
crecimiento de las grandes ciudades. Muchas
de ellas incluso habían participado en las jornadas de colonización
que ampliaron las fronteras agrícolas en
distintas direcciones, para acabar alimentando la periferia de las capitales luego de que fueran despojadas de las parcelas
que , al hacerse productivas, representaban una tentación irresistible
para los dueños del capital.
En el ámbito literario, asistimos
a la irrupción del llamado boom
latinoamericano, fenómeno
ilustrado con profusión de detalles. Entre la nutrida lista de autores
de esos días figura Albalucía Angel,
una escritora nacida en Pereira a quien
su condición de andariega ha llevado
varias veces a darle la vuelta al mundo. Entre su rica producción narrativa,
para el caso que nos ocupa merece especial
atención la novela Estaba la pájara pinta Sentada en el verde limón, una
historia ambientada en la Colombia y la Pereira de los tiempos de la guerra entre liberales y
conservadores. Más allá de la atrevida propuesta novelística-
que algunos no dudaron en calificar de experimental- resulta
significativo como la autora recrea el mundo, su mundo particular rescatando las palabras y giros lingüísticos
propios del universo de su infancia. Esa infancia transcurrida entre familias que, al igual que muchos integrantes
de las élites locales de ese entonces, creían
haber accedido a la modernidad y
se sentían ilustradas porque viajaban a Europa en barcos transoceánicos y
regresaban con pianos, lámparas de Murano y vestidos a la usanza de París que marcaban su diferencia con el resto de la
población habitada por zambos y mulatos. Esos privilegios fueron posibles gracias a la acumulación de capital generada
por la producción de café, que en el ámbito urbano se tradujo en un
conglomerado comercial constituido en esencia por almacenes de telas y tiendas
de alimentos. Pero de repente, esa especie
de pequeño paraíso de lujos
y exclusiones saltó en pedazos como
consecuencia de una violencia partidista
que era en realidad la expresión visible de las viejas y siempre renovadas
pugnas por el monopolio de la tierra. Por eso podemos decir que estaba la pájara pinta sentada en el verde limón
cuando las ínfulas de prosperidad se derrumbaron en medio de las muchas formas
que los colombianos hemos acuñado para reimplantar
la barbarie. Una vez, más se truncaba el mito de la pujanza y el progreso sin
límites: seguíamos siendo buenos salvajes dispuestos a descuartizarnos ante el
menor síntoma de desavenencia.
III
Mucho tiempo después.
Décadas después de escrita y
publicada El río corre hacia atrás,
el ensayista y narrador
risaraldense Rigoberto Gil Montoya
le apuntará a la invención de otra épica en un paisaje
no menos hostil, aunque el escenario
ya no serán las montañas si no el
cemento y el bullicio urbano. Los
protagonistas bien podrían ser los descendientes d e esos hombres y mujeres que un siglo antes atravesaron
los caminos del Quindío buscando un lugar
para fundar su propia tierra prometida. La novela en cuestión lleva el título de Perros de Paja, en un explícito
reconocimiento a la influencia del cine
en su ya rica producción literaria. Una
mujer llega hasta las calles sinuosas del barrio San Judas con la idea de hacer un registro fotográfico de la peripecia vital
de sus habitantes, que durante todo el tiempo tendrá como contrapunto la
referencia a Perros de paja,
película dirigida por Sam Pekinpah, considerado por muchos como el sumo
sacerdote de la violencia cinematográfica. Desde ese momento resulta claro que la relación textual no es un simple
truco narrativo : de hecho hay
demasiados elementos comunes entre la obra del director norteamericano y esos
personajes duros y ásperos
que cada día se juegan el pellejo
en medio de un laberinto configurado en
varios sentidos como una ciudad aparte.
San Judas es,
si se quiere, la contracara de ese universo de “ allá arriba” : la otra ciudad que se
postula como una réplica de las bondades
de la modernidad y la
globalización reducidas a la capacidad para el derroche y el consumo. A este lado del mundo o, mejor
dicho “ aquí abajo” malviven los que se quedaron por fuera del pastel y amasan
entonces su destino con una mezcla de rabia y frustración que, como en todos los lugares de la
periferia, no tardará en encontrar en los
reinos de la trampa y el delito la única
posibilidad de redención, como si las utopías de igualdad y justicia soñadas
por los jóvenes de dos generaciones
atrás solo fueran alcanzables por el camino de la transgresión de la ley ,mas no por el de la revolución
política, como se soñó alguna vez.
Especialmente atraído por ese
tipo de marginalidad y de exclusión que es hija natural de las injusticias
sociales y económicas el escritor crea
su propia gesta de malandrines que por
momentos recuerdan el compendio
atrabiliario y barriobajero de las novelas del argentino Roberto Arlt, ese cronista de la otra cara de
una Buenos Aires encandilada por el
brillo de oropel de una burguesía
confeccionada a la medida de la metrópolis. Sin embargo, el reto de Gil
Montoya va más allá, pues el suyo es un intento por darle categoría
estética y existencial a unos tipos humanos apenas reconocidos por
las secciones judiciales de los periódicos.
Es por eso que elige el cine y no otro género como punto de inflexión. Después de todo, el llamado arte del siglo
XX fue desde un comienzo el escenario natural para la recreación de esas vidas
cultivadas en la sombra, que estallan de repente como materialización de las ambiciones y miserias de una sociedad. De
Dillinger a Bonnie and Clyde
y de Bugsy Siegel a los amos
latinos del crimen en la Nueva York
contemporánea, el cine sigue alimentando
su propia saga de aventureros y arribistas, auténticos como nadie en la
desmesura de sus ambiciones.
Por las 164 páginas de
esta novela breve e intensa se pasean, además de esa inquietante muchacha cuyo
verdadero nombre solo conoceremos al final, personajes tan duros
y tiernos a la vez como Coringa, Cantinflas, Carrroñato y Carecrimen,
hijos del asfalto y la necesidad cuyos
apodos denuncian la esencia misma de su condición. Con un manejo de las
técnicas narrativas que es por momentos
parodia de los formatos periodísticos, el narrador explora los códigos
culturales propios de la sociedad de
masas, al tiempo que invita a echar una mirada al fondo de esas almas roídas
por el desasosiego y poseídas por la
certeza de que la muerte siempre acecha a la
vuelta de la esquina y bien puede
habitar en los ojos de una muchacha que baila como ninguna en las discotecas
del centro de la ciudad.
Pero hay más, claro. Porque los
personajes de Gil Montoya, al igual que los de
Baena Hoyos y Albalucía Ángel, van por
el mundo en pos de unas
quimeras que a ratos se hacen carne viva
y palpitante bajo las faldas de una mujer. Debe ser eso lo que los hermana:
la sospecha del amor y la inminencia de la muerte como telón de fondo de unas
historias que tienen más en común de lo que puede parecer a primera vista. Al
fin y al cabo las tres son un intento de
aproximarse al alma de un puñado de hombres en tránsito.