jueves, 25 de julio de 2019

La lengua de la vida






 Fui testigo de la escena en un lugar  céntrico de Pereira, en una  esquina próxima a la Plaza de Bolívar.

Los dos hombres, ambos entrados en la treintena,  transitaban por  aceras opuestas, en dirección contraria.

Cuando  se reconocieron en la distancia exclamaron al unísono:

“¡Entonces qué gonorreíta! ¿Cómo va esa vidurria?”

“¡Súper, parse! ¿Y a usted cómo le camina la sombra?”

Les he contado en otras ocasiones que me encanta escuchar las cosas que dice la gente en la calle. Es mi manera de tomarle el pulso a las transformaciones del lenguaje. A la capacidad inagotable de los idiomas para renovarse a cada instante.

Eso de que la sombra le camine a uno cual doble del propio ser es una vieja intuición poética. Pero escucharlo en la calle es otra cosa: son las palabras de la vida cotidiana apropiándose de otros sentidos, inventando giros que parecían asuntos de iniciados.

Eso para no hablar del vocablo gonorrea en su giro   diminutivo y cariñoso: hace apenas tres décadas era un insulto capaz de desencadenar trifulcas y hasta muertos.

La  obvia asociación con la temible enfermedad venérea- que ahora anda de vuelta- llevaba a cuestas una carga de odio y desprecio en consonancia con el mundo sicarial donde nació.

Todavía recuerdo  la indignación de los críticos y de un sector del público que abandonaba las salas donde se proyectaban las películas de Víctor Gaviria, construidas sobre  ese tipo de lenguajes.

No podía ser de otra manera. Como buen poeta, Gaviria no podía despojar de su lengua a todos esos orilleros que, a su modo, estaban inventado una versión colombiana del lunfardo: las palabras como barricadas para defenderse  frente a los asaltos del poder institucionalizado.

El saludo de los dos amigos en mención  me devolvió a un visionario texto del ensayista colombiano Baldomero Sanín Cano.



En el primer número de la Revista Contemporánea, fechado en octubre de  1904,  Sanín aventura una idea más que subversiva para la época: si la lengua castellana sigue en poder de las academias y sus voceros no tardará en morir.

Las escribió en un país donde los presidentes de la república eran gramáticos y viceversa.

Caro y Cuervo son quizás sus representantes más conspicuos.

En uno de los párrafos de su ensayo, Sanín Cano, plantea una reflexión- en realidad un desafío- que sigue vigente:

“No son tal vez los académicos  los depositarios del idioma, pero sí llenan su fin como elemento inerte. Cumplen a su modo el oficio que desempeña el ázoe   en el aire atmosférico; moderan, son el poder conservador, allí donde el pueblo atiende a las funciones de elemento revolucionario. En ese trabajo, que es laudable, le ayudan a la academia los escritores tradicionalistas. No estaría bien que el académico fuese reformador a todo trance; se desligarían entonces, con asombro de quienes pretenden fijarlos, los fundamentos del idioma: dejaría de existir un principio que se cierne sobre la historia de  todos los grupos humanos, es a saber: que todo agregado, cuando llega a predominar, es de suyo, y por razones de vida,  buenamente conservador. Lo es la academia; es pues, natural, que los académicos pierdan el equilibrio cuando dan con mozalbetes enredistas que, con sus dichos y malos ejemplos, ponen en peligro aquella cosa intangible que las innobles corporaciones creen tener en tutela”.

Lo que pretendían defender  esos tutores era  el castillo de la lengua culta, asediado por los embates del vulgo: igual que los caballeros arriesgaban la vida para proteger la  virginidad de las doncellas del asalto de los sátiros.

Aunque ambos, doncellas y lenguaje acaben siempre vencidos por el palpitante empuje de la vida.



Ahí radica la importancia de la obra toda  de García Márquez: en su capacidad de abrir puertas y ventanas  a un torrente de palabras  que una y otra vez saltaban los diques levantados por curas y gramáticos

Cuando al final de  “El coronel no tiene quien le escriba” el protagonista pronuncia la palabra mierda en respuesta a las quejas  de su mujer, está poniendo la literatura colombiana en un viaje de no retorno: el del habla del pueblo adquiriendo un sentido y una dimensión estética que les habían sido escamoteados por las academias.

La osadía del escritor de Aracataca le devolvía, por otros caminos, el sentido a las querellas de Sanín Cano con el establecimiento cultural de su tiempo.

Por supuesto, García Márquez no estaba inventando nada. Varios siglos atrás, Shakespeare y Cervantes habían bebido en los albañales la esencia de su  potencia narrativa. También lo  hizo Quevedo cuando buscaba el aliento preciso para sus versos.

Sólo un espíritu como el suyo podía estar tan abierto a los impulsos del habla popular como para ponerle este título a uno de sus textos: “Gracias y desgracias del ojo del culo”, prefigurando una forma de feroz resistencia a esa hipócrita postura de la corrección política que se niega a llamar las cosas por el nombre.



El lenguaje del pueblo siempre ha sido y será políticamente incorrecto. Tan incorrecto como el de esos dos amigotes  que en una esquina céntrica  de Pereira se expresaron su afecto con  la variante de una palabra prohibida apenas dos décadas atrás.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada


jueves, 18 de julio de 2019

Procesión de sombras






Es un tópico decir  que la gran literatura es una  interminable procesión de  sombras que se buscan  a sí mismas entre los meandros de  las palabras.

Pero qué le hacemos si los cuentos, las novelas, los poemas, las crónicas y los ensayos están allí para recordárnoslo.

De  Helena de Troya a Alejandra Vidal Olmos. De El Cid Campeador a Melquiades y del Moisés bíblico  al santo borrachón de Joseph Roth.

De hecho, Ernesto Sábato  escribió un libro cuyo título resulta redundante  sólo en apariencia: El escritor y sus fantasmas.

¿Hacia dónde se dirigen esas criaturas cuya locura es apenas un avatar de quienes las crearon y las pusieron a viajar por  el mundo?

Nos preguntamos  al llegar a la palabra final de un libro.

Porque en la gran literatura el final es apenas otro comienzo: igual que Ulises al regresar a esa Ítaca que ya no es suya.

Supongo que el joven ensayista y cronista Camilo Alzate se planteó  esa pregunta a la hora de sentarse a escribir  sus  breves y reveladores textos, compilados en un trabajo titulado La escritura y el viento, obra que resultó ganadora de las convocatorias de estímulos de la Secretaría de Cultura de Pereira en el año 2018.

El viento va y viene. Viene y se va.

En ese trasegar cuenta cosas, igual que las palabras.

Son trece ensayos breves los que conforman las ciento dieciséis páginas del libro.



En el recorrido pasamos  de algunos de los escritores claves en la formación literaria de Camilo Alzate a su particular visión del mundo desde el sillín de una bicicleta.

Tal vez por eso en el primer ensayo titulado  Oyendo la  hierba nos deja claro que no hay vida sin paisaje. Y por lo tanto, tampoco puede haber literatura sin el aliento del agua, de los árboles y de la tierra.

O de  esa otra forma del paisaje  que son los edificios, las esquinas, los parques y los transeúntes anónimos de  las grandes ciudades.

Por eso en su devocionario personal un escritor como Paul Auster ocupa un lugar central: es el narrador de un mundo forjado con los fragmentos de mil espejos rotos: las vidas de quienes transitan un laberinto tan inexpugnable como el de la vieja  Creta: las calles de  Nueva York.

Así de  a poco, pedaleando las palabras igual que Alzate en su bicicleta nos aproximamos a aspectos primordiales del mundo a través de una canción de Lucho Bowen escuchada en un granero del centro de Pereira: esas imágenes que llegan a nuestros sentidos colgadas de un gancho  que se balancea en el tiempo.

Otro pedalazo y estamos ante su visión del García Márquez esencial: el que tradujo  en novelas nuestras infinitas formas de un delirio que, todavía hoy, nos permite adivinar el futuro en el lomo de los peces del Caribe.



Una  leve escalada y nos topamos con esa bella forma del absurdo   cifrada en un libro de Melville, vencedor de ballenas blancas.

Un premio de montaña y asistimos a  su valiente vindicación de la vida y obra de Eduardo Galeano, un escritor  despreciado por las élites de la literatura. ¿Su pecado? Permitir que la indignación política circule en libertad  a través de sus libros.

Como si todo texto no fuera, en el fondo de sí mismo, político.

Y así vamos rodando por un paisaje en el que, de repente, los frailejones conviven con los cañaduzales y los ciclistas- anónimos o célebres- comparten el dulce  y amargo sabor del viaje con novelistas como Emile Zola, poetas como Francisco de Quevedo  o músicos salseros como Ray Barreto.

La vida, la literatura, están hechas de esos amores incestuosos.



Al final de la jornada,  entre La escritura y el viento encontramos  una declaración de principios como ésta, consignada en una de las solapas del libro:

“La escritura se parece a rodar en bicicleta. Nos va la vida tirando para acabar una página. Uno aguanta, resiste, borra, aguanta. Vuelve a borrar. Casi nunca llega como quisiera. Uno prueba a ver qué. Cualquier historia sucede  durante la ruta, pues el final es pura disculpa.”

En realidad el final  nunca ha importado. Ya lo han dicho tantos que se volvió  tópico: para el viajero la gran recompensa es el camino.

Sobre todo sí, como  sucede con la gran literatura, el camino es transitado una y otra vez por una procesión de sombras, más consistentes en todo caso  que muchos seres de carne y hueso.

Eso es lo que nos dice  Camilo Alzate a través de estos “Ensayos, tanteos y errores”, como bien lo precisa en el subtítulo de su libro.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada.

jueves, 11 de julio de 2019

En un viejo café






 -“El rey se ha hecho a una nueva amante”.

-“Entonces, habrá grandes cambios en el gobierno”.

Según el norteamericano Robert Darnton, historiador de la cultura, esta conversación pudo haber tenido lugar en el Café Dupon, situado en la rue Saint- Honoré, año de  1729.

Estamos en el París  de Luis XV.

En el tono del diálogo es posible apreciar  el clima de una sociedad en la que los chismes de cama eran claves para comprender el rol jugado por sus habitantes en los asuntos públicos.

El cotilleo sobre los escarceos sexuales de los poderosos era una manera   de hacer oposición.

Casi la única: los chismes circulaban en hojas volantes y en papeles escondidos en los bolsillos de los  asiduos visitantes de los cafés.

Los sitios donde se horneó lo que después  se conocería con el nombre de Opinión Pública: una suerte de entelequia sin forma precisa a la que todos invocan a la hora de darle validez a las decisiones de los poderosos, sean estas acertadas o  no.

Bueno, las cosas no han cambiado mucho en realidad.




Para la muestra, basta con recordar el festín que medios de comunicación, opositores  y opinión pública hicieron con la célebre mamada de  la becaria Mónica Lewinsky al presidente Bill Clinton en los mismísimos pasillos de la Casa Blanca.

Lo mismo sucedía en los palacios de los césares, en las habitaciones de Catalina la Grande y en las mansiones de ensueño donde el rey Salomón tenía sus encuentros con la reina de Saba.

El sexo como la más demencial entre las manifestaciones del poder.

Sólo que para entonces todavía no se había inventado la Opinión Pública.

Al menos  no como se  la conoce desde que los grandes poderes económicos tomaron el control de los medios de comunicación. Es decir, de los creadores de  opinión.

Y  mucho  menos  a partir del advenimiento de las redes sociales en el mundo digital, una suerte  de tierra de  nadie donde, amparado en el anonimato, un francotirador puede destruir vidas y reputaciones con el simple recurso de invocar el democrático derecho a la libertad de expresión.



Aunque en realidad, no hay mucha diferencia entre lo que circula en las redes del siglo XXI y este libelo decomisado por la policía a un  opositor del régimen, asiduo de los cafés  parisinos del siglo XVIII:

“¡Que una hija de puta
Triunfe en la corte!
Que en el amor y el vino
Luis busque la gloria vana.
¡Ah! ahí está ¡Ah! Ah , ahí está
A quien no  le importa nada”.

Esos versos eran adaptados a la música  de canciones  populares de la época, tan célebres como aquella “ Malbrouck   S´en  v-at- en guerre” conocida en España y América como “ Mambrú se fue a la guerra”.

Es decir, que los primeros forjadores de opinión pública  se habían anticipado a los estribillos comerciales de hoy.

En un texto anterior dije que, al mostrar en sus relatos el mundo sexual de  reyes, clérigos y altos burócratas, los pornógrafos contribuyeron  a ambientar el escenario para el proyecto de La Ilustración y para el  advenimiento de la Revolución Francesa.

Al despojar  a los poderosos de  su improbable origen divino,  esos escritores los mostraban desnudos y, por lo tanto, frágiles ante las acometidas de las nuevas visiones del mundo.

Por esa vía, la opinión del público cambió: el soberano ya no estaba tocado tanto por la gracia de Dios como por las enfermedades venéreas.

Pero las cosas empezaron mucho antes. Dicen que el primer café fue abierto en Constantinopla, en el año de 1560. Con él nacieron las redes sociales integradas en un circuito que pasaba por las esquinas, los parques y los salones de las cortes, lugares todos por los que circulaba gran de cantidad de información, confiable o no.

Igual que hoy.

Dicen que los forjadores de la Constitución Política de los Estados Unidos de América vivían tan atentos a esa información, que en la declaración de independencia de   1776 consignaron como su objetivo central “La preservación de la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”.

Como podemos ver, esos principios estaban por encima de la propiedad, que llegaría por vía del liberalismo inglés.

A qué horas naufragó  la  embarcación que arrastró en su deriva a tan bellos ideales es algo que todavía no se ha podido precisar.



De igual manera,   para la Constitución Francesa de 1793, “El propósito de la  sociedad es la felicidad de todos”.

Esas expectativas  circulaban tanto en los cafés como en los relatos de los escritores de pornografía  y en los tratados de los grandes filósofos.

Así que, tal como en los cafés de la Constantinopla del siglo XVI, buena parte de los anhelos de  la sociedad del futuro- sublimes o terribles- deben estar circulando a esta hora por la redes sociales del mundo virtual.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada