Fui testigo de la escena en un
lugar céntrico de Pereira, en una esquina próxima a la Plaza de Bolívar.
Los dos hombres, ambos entrados
en la treintena, transitaban por aceras opuestas, en dirección contraria.
Cuando se reconocieron en la distancia exclamaron al
unísono:
“¡Entonces qué gonorreíta! ¿Cómo va esa vidurria?”
“¡Súper, parse! ¿Y a usted cómo le camina la sombra?”
Les he contado en otras ocasiones
que me encanta escuchar las cosas que dice la gente en la calle. Es mi manera
de tomarle el pulso a las transformaciones del lenguaje. A la capacidad
inagotable de los idiomas para renovarse a cada instante.
Eso de que la sombra le camine a
uno cual doble del propio ser es una vieja intuición poética. Pero escucharlo
en la calle es otra cosa: son las palabras de la vida cotidiana apropiándose de
otros sentidos, inventando giros que parecían asuntos de iniciados.
Eso para no hablar del vocablo
gonorrea en su giro diminutivo y
cariñoso: hace apenas tres décadas era un insulto capaz de desencadenar
trifulcas y hasta muertos.
La obvia asociación con la temible enfermedad
venérea- que ahora anda de vuelta- llevaba a cuestas una carga de odio y
desprecio en consonancia con el mundo sicarial donde nació.
Todavía recuerdo la indignación de los críticos y de un sector
del público que abandonaba las salas donde se proyectaban las películas de
Víctor Gaviria, construidas sobre ese tipo
de lenguajes.
No podía ser de otra manera. Como
buen poeta, Gaviria no podía despojar de su lengua a todos esos orilleros que,
a su modo, estaban inventado una versión colombiana del lunfardo: las palabras
como barricadas para defenderse frente a
los asaltos del poder institucionalizado.
El saludo de los dos amigos en
mención me devolvió a un visionario
texto del ensayista colombiano Baldomero Sanín Cano.
En el primer número de la Revista Contemporánea, fechado en
octubre de 1904, Sanín aventura una idea más que subversiva
para la época: si la lengua castellana sigue en poder de las academias y sus
voceros no tardará en morir.
Las escribió en un país donde los
presidentes de la república eran gramáticos y viceversa.
Caro y Cuervo son quizás sus
representantes más conspicuos.
En uno de los párrafos de su
ensayo, Sanín Cano, plantea una reflexión- en realidad un desafío- que sigue
vigente:
“No son tal vez los académicos
los depositarios del idioma, pero sí llenan su fin como elemento inerte.
Cumplen a su modo el oficio que desempeña el ázoe en el aire atmosférico; moderan, son el
poder conservador, allí donde el pueblo atiende a las funciones de elemento
revolucionario. En ese trabajo, que es laudable, le ayudan a la academia los
escritores tradicionalistas. No estaría bien que el académico fuese reformador
a todo trance; se desligarían entonces, con asombro de quienes pretenden
fijarlos, los fundamentos del idioma: dejaría de existir un principio que se
cierne sobre la historia de todos los
grupos humanos, es a saber: que todo agregado, cuando llega a predominar, es de
suyo, y por razones de vida, buenamente
conservador. Lo es la academia; es pues, natural, que los académicos pierdan el
equilibrio cuando dan con mozalbetes enredistas que, con sus dichos y malos
ejemplos, ponen en peligro aquella cosa intangible que las innobles
corporaciones creen tener en tutela”.
Lo que pretendían defender esos tutores era el castillo de la lengua culta, asediado por
los embates del vulgo: igual que los caballeros arriesgaban la vida para
proteger la virginidad de las doncellas
del asalto de los sátiros.
Aunque ambos, doncellas y
lenguaje acaben siempre vencidos por el palpitante empuje de la vida.
Ahí radica la importancia de la
obra toda de García Márquez: en su
capacidad de abrir puertas y ventanas a
un torrente de palabras que una y otra
vez saltaban los diques levantados por curas y gramáticos
Cuando al final de “El
coronel no tiene quien le escriba” el protagonista pronuncia la palabra mierda en respuesta a las quejas de su mujer, está poniendo la literatura
colombiana en un viaje de no retorno: el del habla del pueblo adquiriendo un
sentido y una dimensión estética que les habían sido escamoteados por las
academias.
La osadía del escritor de
Aracataca le devolvía, por otros caminos, el sentido a las querellas de Sanín
Cano con el establecimiento cultural de su tiempo.
Por supuesto, García Márquez no
estaba inventando nada. Varios siglos atrás, Shakespeare y Cervantes habían
bebido en los albañales la esencia de su
potencia narrativa. También lo
hizo Quevedo cuando buscaba el aliento preciso para sus versos.
Sólo un espíritu como el suyo
podía estar tan abierto a los impulsos del habla popular como para ponerle este
título a uno de sus textos: “Gracias y
desgracias del ojo del culo”, prefigurando una forma de feroz resistencia a
esa hipócrita postura de la corrección política que se niega a llamar las cosas
por el nombre.
El lenguaje del pueblo siempre ha
sido y será políticamente incorrecto. Tan incorrecto como el de esos dos
amigotes que en una esquina
céntrica de Pereira se expresaron su
afecto con la variante de una palabra
prohibida apenas dos décadas atrás.
PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada