martes, 29 de noviembre de 2022

El tiempo recobrado de Ira Stigman

                                                       


                                       


                                        “(…) y reposa tranquilo

                                           Tras la convulsa

                                            Fiebre de la vida (…)”

                                                          W. Shakespeare

                                                            Macbeth

 

 

Otra vez el río

Hombres y pueblos de todos los tiempos han tenido su río. Junto a sus orillas han levantado tiendas que después se convirtieron en aldeas y grandes ciudades. Por eso, desde antes de Heráclito, el río  es  la más visitada de las metáforas del devenir. Durante milenios, su viaje sin retorno ha sido la más certera imagen del paso del tiempo.

El Támesis, el Sena, el Rhin, el Orinoco, el Mississippi, el Neva, el Amazonas o el Río de la Plata  arrastran consigo, como si fuera una carga de líquenes, maderos,  bejucos y animales muertos , la historia de las multitudes de plantas, hombres y bestias que abrevan en sus orillas.

En la colosal saga de novelas que conforman la obra del escritor norteamericano nacido en Hungría Henry Roth (1906-1995), ese río es el Hudson. No es que sea solamente una parte del paisaje: sus aguas son otro protagonista de las historias.

Los biógrafos del río nos dicen que nace en el lago Tear of the Clouds, ubicado en la ciudad de Keene, en el condado de Essex, Nueva York, en la ladera suroeste del monte Marcy, el punto más alto de las montañas Adirondack. Es el estanque más alto del estado, con 4,293 pies. Añaden, además, que a partir de Troy, el Hudson se ensancha poco a poco, hasta desembocar en el océano Atlántico, entre Manhattan, Staten Island y las costas de Nueva Jersey, en la Upper Bay de Nueva York.

Cuando los personajes de las novelas de Roth caminan por la ciudad, más tarde o más temprano se topan con alguno de los avatares del río, que a veces es obstáculo y en otras tentación para los agobiados habitantes de una ciudad cuya impronta es el vértigo.

Pero volvamos a la metáfora inicial. En 1934 Roth publica su primera novela titulada Llámalo sueño. Sesenta años después, cuando muchos lo daban por muerto, el escritor publicó su segunda novela: A merced de una corriente salvaje, una tetralogía de poco más de 1300 páginas que narran la aventura de un hijo de judíos inmigrantes en la Nueva York de comienzos del siglo XX hasta devenir autobiografía de un anciano escritor que al final de la misma centuria sostiene un testarudo diálogo con su computadora, un artefacto dotado de lucidez que lo confronta sin compasión.




El niño- anciano se llama Ira Stigman. Su infancia transcurrió entre la temprana residencia en el  Lower East Side de Manhattan  y un traslado a Harlem, motivado tanto por circunstancias económicas como por la peculiaridad de su propia familia. En casa se celebra con devoción el  Yom Kippur y los mayores hablan Yiddish y observan los preceptos Kosher, mientras los más jóvenes aprenden a  desenvolverse en inglés.

El primer párrafo del libro lo anuncia así:

“Pleno verano. Los tres incidentes quedarían siempre asociados en su memoria, más duraderos, más destacados que cualquier otra cosa de aquel verano de 1914, su primer verano en Harlem. Qué extraño también que la llegada de los parientes de mamá, el traslado a Harlem y el ominoso verano de 1914 coincidieran, como si todo su ser y sus costumbres quedaran socavados por la fuerza de la historia disfrazada por el simple hecho de la llegada de sus nuevos parientes. Mil veces pensaría en vano: si hubiera ocurrido unos años más tarde. Todo lo demás podría ser lo mismo, la guerra, los nuevos parientes: si hubiera podido tener, hubiera podido vivir algunos años más en el Lower East Side, digamos, hasta su bar mitzvá. Bueno…”

Esos puntos suspensivos definen el tono y el curso de la novela. Así de simples y de inexorables  son los asuntos en la existencia  de todo hombre. Si hubiera… si hubiera… las cosas serían hoy de otra manera. Pero, como los ríos, la vida no puede echar marcha atrás. Nadie puede vivir borrando el paso anterior para rehacerlo de otra manera. Es natural entonces que la figura de la culpa nos acompañe desde el nacimiento hasta la muerte. La culpa y el consiguiente castigo como sucedáneo de la redención. O al menos es así en la tradición judeocristiana.

Eso explica la alusión al bar mitzvá, esa sentencia del Talmud que establece los trece años como la edad en la que una persona es obligada a observar los 613 mandamientos de la Torá. Después de cruzar a ese límite, nadie puede sustraerse a los rigores de la tradición.

Al menos en teoría, porque una de las muchas razones de la desgarradura existencial de Ira Stigman y de muchos protagonistas de las novelas del otro Roth, Philip (Nueva Jersey, 1933-2018) así como de los personajes erráticos que atraviesan la obra de Saul Below, judío de Quebec (1915-2005), están ancladas en la voluntad de desarraigo como una manera de insertarse en la sociedad de acogida. Dicho de otra forma: el único camino para hacerse otro, en este caso un norteamericano.




De modo que el estallido de la guerra y sus repercusiones en la historia y en la vida de los individuos marca la primera encrucijada en el camino de Ira Stigman y su familia. Eso explica el recurso de una célebre cita del Enrique VIII de Shakespeare  en tanto clave de un recorrido que, como todo lo humano, está marcado por la sospecha de lo impredecible:

Me he aventurado,

Como revoltosos pilluelos que flotan sobre vejigas,

Todos estos veranos, sobre un mar de gloria,

Más allá de donde hago pie. Mi orgullo hinchado

Me reventó al fin debajo, y ahora me ha dejado,

Cansado y envejecido para el servicio, a merced

De una corriente salvaje que me ha de cubrir para siempre.

                                                                                       Enrique VIII. III, 11

“… A merced de una corriente salvaje”. Esa es la sospecha del pequeño Ira en 1914 y la certeza del anciano escritor en 1995, en ese diálogo infinito con su computadora, que se llama Ecclesias. Expectantes al comienzo y cansados al final: esa es la parábola que abre y cierra la existencia de todos los mortales. Que se trata de la misma persona, afirman las convenciones. Pero nada ni nadie puede probar que el viejo   escritor próximo a su fin y el niño que correteaba por las riberas del Hudson y a menudo se bañaba en sus aguas sean una continuidad el uno del otro.

Las novelas de Henry Roth, o la autobiografía, como algunos prefieren llamar a ese colosal intento, no tienen propósito  distinto al de tender un puente hecho de recuerdos y palabras entre uno y otro.

Los dones de la luz

En la tetralogía de Roth los títulos funcionan a modo de cortinas que filtran la luz, al tiempo que delimitan las distintas etapas de la vida del protagonista y la de quienes lo rodean, incluidas las turbulencias de la Historia: las guerras mundiales, la quiebra financiera de 1929, las sucesivas oleadas de inmigrantes provenientes de todos los rincones de la tierra. De esos filtros de luz emergen los recuerdos, una sucesión de imágenes y sensaciones con los que el narrador intenta reconstruir una historia hecha de fragmentos. Su obra participa de la misma condición desmesurada del Ulises de Joyce, En busca del tiempo perdido, de Proust, Guerra y Paz de Tolstoi o Del tiempo y el río, de Thomas Wolfe. Cada uno de los autores utiliza y potencia un determinado sentido en su viaje exploratorio. Para unos es el olfato, para otros el oído y su condición musical, mientras para unos cuantos el tacto, sobre todo en su dimensión erótica, es el punto de contacto con el mundo y sus misterios.

Henry Roth recibió los dones de la luz y por eso se asoma al mundo con mirada de pintor: desde niño recorre las calles del Lower East Side y de Harlem y más tarde de media ciudad, fijándolo todo con diminutos alfileres en cada uno de los rincones de la memoria. Decantadas por el paso del tiempo, esas imágenes se convertirán en palabras con las que se tejerá el entramado de novelas que llevan estos títulos: Una estrella brilla sobre Mount Morris Park, Un trampolín de piedra sobre el Hudson, Redención y Réquiem por Harlem. Con la capacidad de los grandes pintores para el detalle, la voz de Ira describe el destello del sol en  la corriente del Hudson cuando la mañana aún es joven; se detiene en el tono sombrío de las fachadas de los barrios pobres, en contraste con la luz natural que parece nacer  en las casas de los suburbios ricos; la visión de un condón usado por la pareja de amantes furtivos que emerge con prisa de entre el bosque del Central Park se le revela como intuición de las dichas y pavores por venir; las  piernas perfectas de una mujer que desciende por las escaleras del metro; la  enorme campana de una torre que con su repicar parece convocar a los habitantes del mundo entero que no paran de desembarcar en Nueva York.  “ Hágase la luz”, dicen que dijo Dios el primer día de la creación, y los  escritores como Henry Roth ya estaban allí para convertirla en la sustancia misma de su obra.




Entre los que desembarcaron en Ellis Island se contaban por millares los hijos de Las doce tribus perdidas de Israel: judíos rusos, alemanes, polacos, sefarditas y húngaros trataban de hacerse a un lugar en ese mundo del que ni siquiera conocían el idioma.

La familia de Ira proviene de la Galitzia austrohúngara, en el corazón de la hoguera desde donde se propagaría la primera gran guerra y la consiguiente  caída del Imperio Austrohúngaro. Por el lado de la familia del padre destacan nombres como Meyer, Kharche, Simon, Gabe, Clara, Jacob o Chaim y Leah. La madre  tiene parientes que se llaman Hannah, Saul, Leibel, Ida o Moishe.

En medio de esa atmósfera plagada de normas religiosas que observar, el pequeño se siente sujetado por un corsé. Muy rápido intuye que si quiere hacerse un camino en la nueva sociedad tendrá que romper todos los lazos, antes de que llegue la hora de su bar mitzvá. Por eso prefiere frecuentar a los irlandeses que controlan el vecindario aunque lo discriminen, lo insulten y le propinen más de una paliza por el simple hecho de ser judío: algo le dice que es parte del precio que deberá pagar si quiere un día llegar a a ser él mismo; poco importa si no tiene claro lo que eso signifique.

En parte por presión familiar y otro tanto por su afán de hacer suyo el modo de vida americano con su “ Self made man” a modo de evangelio, Ira se desempeña  en distintos trabajos de medio tiempo, mientras  trata de  encontrar en  la escuela alguna señal que le indique hacia dónde debe dirigirse: es ayudante en una distribuidora de comestibles enlatados; fallido asistente en una oficina de abogados , vendedor de boletos en una empresa de autobuses y pregonero de refrescos y cacahuetes en  el estadio de béisbol  , donde un día tiene su propia epifanía americana cuando ve saltar a la cancha al gran Babe Ruth. La siguiente revelación tendrá lugar ocho días después en el mismo estadio; mientras baja las gradas después de entregar un refresco, vuelve la vista para atender a otro comprador y entonces ve a la mujer, sentada unos metros más arriba y olvidada de sí misma en su emoción por los avatares del juego:

“La mujer no era joven. Tendría unos cuarenta años, no era bonita, era más bien rolliza…¿estaba sentada deliberadamente con las piernas abiertas? “Coño”, la palabra surgió espontáneamente de los labios de Ira. Un coño grande y rojo con un felpudo negro que en el momento de verlo lo invadió de deseo, lo hizo caer en un espasmo súbito y desmayado”.




En su recorrido, hace amigos. Fiel a su consigna prefiere a los no judíos: ya ha habido demasiados en su vida. Uno de esos amigos no judíos es Farley, despreocupado y brillante atleta que gana   con aparente facilidad las competencias entre escuelas. Torpe en la pista, Ira lo admira y se regocija con sus éxitos.  Sobre todo, agradece su manera tranquila de aceptarlo y lo siente más cerca de su corazón por eso.  Pero un día se produce un quiebre: proclive a los pequeños robos tan frecuentes en las aulas, Ira roba la costosa pluma estilográfica de un compañero rico- todos van a la escuela pública- y en un gesto de devoción se la regala a Farley unos días más tarde. Una vez descubierto, recibe una dolorosa lección sobre las diferencias entre el mundo viejo y el nuevo. Mientras el director de la escuela lo ve como la pilatuna de un chico que debe ser corregida con una ejemplarizante expulsión, su padre descarga sobre él el martillo judío de la culpa y el castigo que le pesará durante una parte de su vida como una carga de plomo: una razón más para alejarse de esa atmósfera opresiva.

El tiempo recobrado

“Recobrar el tiempo”, como si estuviera acumulado y bien guardado en alguna parte. Empresa  inútil esa. Sin embargo todos se empecinan, sean escritores o no. Ese empeño se expresa por todas partes: en el cancionero popular y en la gran poesía; en las conversaciones de café y en las cartas de amor o desamor. En sus conversaciones con la computadora Ecclesias, el anciano Ira vuelve una y otra vez sobre el asunto. Por ejemplo, en la memoria del aparato, el episodio del  robo y sus secuelas queda registrado así:

“Pero lo sabía, o creía que lo sabía, al menos en parte, pero todo eso era demasiado, demasiado confuso ahora, demasiado indescriptible, sí, no solo el robo de la cartera, de las plumas, de las reglas y transportadores. No, había llegado demasiado lejos en su interior, sin remordimientos, cruel e incorregible, el robo de las plumas solo era una parte de lo prohibido que sentía dentro de sí, solo una parte del mal corrosivo. El robar se superaba pronto; puede que nunca volviese a robar, que nunca volviese a robar realmente algo de otra persona. En eso tenía la facultad de elegir. Lo otro estaba amalgamado, fundido con el éxtasis corporal, con un nombre que nunca debía pronunciar. Lo otro no podía negarse a hacerlo”.

“Todo tan confuso, tan indescriptible”. No hay remedio, al final solo podemos recuperar, a duras penas, los sedimentos del tiempo. El anciano escritor lo sabe, y por eso ama la simplicidad de M, su mujer, su sabia manera de moverse por el mundo, como si lo supiera todo desde siempre, lo suyo no es tanto un descubrimiento como una comprobación. Es ella, virtuosa pianista, además, quien lo acompaña en esa lucha tenaz por descubrirse a sí mismo. Así se lo hace saber a Ecclesias:

“Oh, qué cosas pasan, Ecclesias, qué cosas nos pasan, a mí, a nosotros, a mi querida mujer y a mí, este 14 de enero de 1985; a nuestros herederos, a nuestro país, a Israel, qué cosas pasan. El escritor Clarence Garner, mi buen amigo, solía arremeter contra las novelas de generaciones familiares (él pensaba en Thomas Mann). “Odio esas novelas de generaciones, ¿tú no? ¡No las aguanto!, exclamaba”. Creo que estoy de acuerdo con él, pero esto es diferente, Ecclesias: todavía tengo que descubrirme a mí mismo…”


                                              Henry Roth

Por más que esté de acuerdo con su amigo Clarence, el novelista sabe que debe escribir su propia  novela de generaciones familiares. Es el único- y último – recurso para cerrar o tratar de cerrar el  círculo perfecto que es, en  últimas, la vida de  todo hombre. Le ha tomado medio siglo comprobar que, por más tozuda que sea su voluntad de desarraigo, siempre le resultará imposible:  nuestras raíces están enterradas más allá de nosotros, de nuestros padres y abuelos, porque datan de los mismísimos tiempos de la creación y acaso más atrás. Lo ve con claridad  cuando se descubre perturbado por las noticias  que llegan desde  Israel, de su eterna confrontación con el mundo árabe. Miles de años después, las Doce Tribus Perdidas de Israel renuevan  cada día su diáspora.

A esa altura del camino es su única certeza: nunca pudo, y ya no podrá, ser un americano de América.

El amor después del amor

Y siempre, sutil y desprevenida, la presencia respetuosa de M, su mujer, a modo de bálsamo para curar las heridas, las culpas dejadas por su relación incestuosa con Minnie, su propia hermana dos años menor que él, para entonces una niña de catorce años. Del sexo con su prima Stella y de su relación de diez años  con Edith, una profesora universitaria mayor que él. Para variar, Ecclesias debe escuchar esa confesión:

“Ecclesias. Ecclesias, las oportunidades perdidas, rechazadas, y la vida decente que podría haber tenido, y que perdí y rechacé.

-Sí, el corazón lo anhela todo, los dos extremos y el centro. ¿Cómo habrías conocido a M., te pregunto por millonésima vez? ¿Cómo habrías escrito una novela notable?

De la novela puedo pasar, pero no de M. No solo me preocupa lo que habría hecho sin M., tanto o más me preocupa lo que ella habría hecho sin mí. Y no es que me halague a mí mismo. Porque su tierna, escondida, reticente feminidad, su sensibilidad de artista, su nobleza, su auténticamente única y sin embargo nada esnob necesidad de compañía, todo eso contrastado con una tristeza innata, junto al reconocimiento de la hipocresía y su pretendida crianza en la clase media.”




Y, una vez más, las distintas formas del verbo haber  como resumen de una vida, de todas las vidas: hubiera, habría, hubiese. Siempre un condicional en el camino para anular toda posible tentación de certeza. Si no podemos volver atrás, porque nos convertiríamos en estatua de sal como la bíblica mujer de Lot, solo nos queda la duda, el acertijo, la conjetura.  Para el novelista, la ilusión de recuperar al menos una parte del tiempo perdido, aunque a duras penas sea eso, una ilusión como tantas otras, cuyo recuerdo deja en el cuerpo y en el alma una sensación tan amarga y dulce como la que se desprende de esta imagen recobrada por el narrador cuando se remonta más de medio siglo atrás, siguiendo las hilachas de memoria que lo conducen a uno de los viajes en tren con su amigo Larry, una de sus amistades siempre truncas:

“… El tren había vuelto a aminorar la marcha. Ira sintió algo extraño, como si fuera él el que estaba aminorando su velocidad, como si las fantasías, las caprichosas ilusiones, estuvieran aminorando su velocidad, toda aquella nueva promesa maravillosa, el aspecto prístino de las cosas, la esperanza de un mundo en otro sitio…en algún sitio…quizá…más anhelado porque…porque…no, estaba chiflado”

Ahora, viejo y próximo al final, Ira lo ve con plena lucidez: ese disminuir de la velocidad es un primer presentimiento de la muerte, entonces tan lejana y puesta en suspensión aparente por el furor de la corriente salvaje que los versos de Shakespeare supieron expresar tan bien.

 

PDT:  les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

https://www.youtube.com/watch?v=Rx9aiPZ-Wy0&list=PLSPzdxN1kucwzSp9i2NoTR3BlNmX9ikXp&index=7

 

 

 

 

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jueves, 17 de noviembre de 2022

La Virginia: mitos y realidades de Sopinga y Nigricia

 




Caminos de hierro y agua.

A sus noventa  años Aurelia Moreno evoca los días en que barcos de mediano calado recorrían las aguas del río Cauca llevando y trayendo mercancías  en un surtido que iba desde las alpargatas de fique y los machetes para tumbar monte, hasta pianos alemanes que adornaban las mansiones de los nuevos ricos surgidos a la luz de un intercambio de bienes que incluían el transporte de café de exportación hasta el puerto de Buenaventura.

“Uno de esos  hombres era don  Francisco Jaramillo  Ochoa, dueño de tierras por estos lados, aparte de importador y exportador. Era tanta su riqueza que hasta tuvo un puerto propio para  recibir y despachar sus  mercancías”, dice Aurelia, diente de oro, tabaco ardiendo entre sus dedos índice y pulgar, la cabeza envuelta en un turbante rojo y amarillo que le da un aire de andar  envuelta en llamas.

Durante dos terceras partes del siglo XX por este puerto se llegaba a Medellín y a la costa Atlántica. También a Buenaventura, con todo el dinamismo económico y social que eso implica. Por  el  Mar Caribe y el Océano Pacífico cruzaron los barcos que transportaban el café, la quina y los minerales, al tiempo que acarreaban  los prodigios de la  Revolución Industrial desde Liverpool, Hamburgo o Marsella. La  Virginia estaba situada justo en un cruce de caminos de  tierra, agua y hierro: mulas, automóviles, trenes y barcos pasaron por aquí dando lugar a un mestizaje en el que los acentos  regionales, las músicas, las gastronomías y las prácticas religiosas daban lugar  a una manera singular de ver el mundo.

Entre los portadores de ese legado estaban los padres de Aurelia, Sinforoso Moreno y Carlina Marín.  Partieron desde Bolombolo, siguiendo la ribera del río Cauca allá por  1925, durante los años finales de la hegemonía conservadora. Sus únicos bienes eran un par de mulas,  un perro y un puñado de semillas de maíz  y frijol para plantar en algún recodo baldío donde pudieran armarse un rancho.

En estas tierras vino a nacer Aurelia, en  un mayo lluvioso de 1928. Después llegó una docena de hijos que se llamaron Fabiola, Edelmira, Genoveva, Magdalena, Ruperto, Oriol, Gildardo, Rocío, Miguel, Bernardo, Agustín y Belarmino. Con el paso de los años, excepto Aurelia, todos se dispersaron por los pueblos de la cordillera o se adentraron en las selvas del Chocó en busca de minas de oro, siguiendo la ruta de Pueblo Rico.

“Cuando mis padres llegaron encontraron familias de muchos lugares del país. De la costa, de Urabá, de Nariño, del Valle del Cauca, de los llanos y de los santanderes. Todos  se sentían atraídos por un lugar en el que era fácil moverse y hacer negocios. Mi papá contaba que por esos días se cruzaron con los primeros comerciantes turcos, llegados a Colombia  por el camino de Barranquilla y de  Buenaventura, que iban de pueblo en pueblo vendiendo telas. La mayoría de ellos se quedaron en Pereira y Cartago, formando familias con mujeres nacidas en esos lugares”.




 

 Para antes del tiempo

Pero  ya estábamos en la segunda década del siglo XX. El   de las revoluciones políticas, culturales y tecnológicas. Siglos atrás, por aquí se movían las tribus ansermas y apías que una vez chocaron con los conquistadores que seguían el camino desde  Santafe de Antioquia hacia las ardientes planicies del Valle del Cauca. A resultas de esa avanzada surgieron grandes haciendas que utilizaban esclavos como mano de obra fuerte y rendidora.

De esas haciendas escaparon  hombres y mujeres, formando los primeros enclaves cimarrones de la zona. Dicen los cronistas que fueron ellos quienes les dieron nombres como Nigricia y Sopinga a estos territorios que después  se llamaron La Bodega y La Virginia.

En esos anales se data a 1905 como el año del primer asentamiento con tintes de poblado. El ya mencionado Francisco Jaramillo Ochoa, acompañado de Pedro Martínez, Leandro Villa y Pioquinto Rojas lideraron  ese primer intento, que con el paso de los años daría lugar a  barrios bautizados con nombres como La Playa, San Cayetano, Restrepo,  Buenos Aires, Pedro Pablo Bello, Libertadores y Balsillas.

Por lo demás, muchos de esos barrios fueron fundados por  personas que llegaron  a trabajar en la construcción de la carretera que conduce a Medellín.

La misma carretera por la que se propagarían mitos como La mula de tres patas, El árbol  del terror, El pez dorado, San Juan pescador, Un  pez gigante, y La taconera,  la mayoría de ellos surgidos en el fértil y tantas veces trágico diálogo de los colonizadores con el río.

El pueblo y la ficción.

Para el escritor Bernardo Arias  Trujillo, Sopinga es el lugar  donde la mañana   ostenta “sus alas de colores en arcos luminosos”. En ese tono exaltado por la contemplación del paisaje  está narrada su novela Risaralda, el más visitado instrumento de ficción cuando alguien quiere aproximarse a la esencia de lo que ha sido La Virginia, tanto en su aspecto mítico como su  devenir histórico.

En esa encrucijada  entre la historia y la ficción se entretejen las vidas de Pacha Durán, Francisco Jaramillo Ochoa, Juan Manuel Vallejo y Carmelita Durán, los protagonistas centrales de esta historia en la que, siguiendo acaso la ruta trazada por José Eustasio Rivera en  La Vorágine, el paisaje deviene elemento central,  escenario y detonante de las grandes decisiones individuales y colectivas.

Intereses económicos y grandes pasiones se despliegan en un territorio donde La  Canchelo es  a la vez metáfora de esta tierra feraz y arquetipo de las mujeres que en la segunda década del siglo XXI van por  las calles calcinadas por un sol mordiente, mientras las nuevas  formas de la violencia aguardan agazapadas a la vuelta de cualquier esquina.

                                           Fotografía : Diego Val

Viejo farol que alumbraste mi pena

Desde estas mismas calles el ebanista Luis Ramírez creó para el mundo un cancionero capaz de narrar el desarraigo en muchos ritmos y en distintos idiomas. Anclado en La Virginia, donde hoy lo honran con una estatua erigida en el parque principal, El caballero Gaucho supo como nadie expresar el sentido  profundo de la  denominada Música de carrilera. En sus tonadas se recrea una épica de comerciantes ávidos y de  hembras indómitas. De antiguos cimarrones y de colonizadores que dejaron  sus tierras y partieron en busca de una aventura con nombre propio: La Virginia. Esa visión de hombres y mujeres  en perpetuo tránsito le dio material para sintetizar en unos versos el estado de alma de los andariegos para quienes la vida  toda es una carrilera: “Por ti dejé tras de mí/inciertos pasos/ el cariñoso hogar donde viví/ dejé mi tierra y mi plantío/ y el viejo tambo donde nací/ dejé mi raza y mi bohío/ todo lo mío / por verte a ti”.

 

El puente cuenta historias

Fue  el 24 de julio de 1928, el año en que nació Aurelia Moreno,  cuando se inauguró el puente Bernardo Arango, para  unir los municipios de Pereira y La Virginia, sobre las aguas del río Cauca.

Desde  entonces, esa estructura que hasta hace poco amenazaba ruina, ha  atestiguado en silencio  las transformaciones vividas  por la región y el país. Para empezar, su cableado de acero se agitó con los primeros indicios de una violencia política gestada en los tiempos de la Guerra de los Mil días, acrecentada  durante las pugnas entre liberales y conservadores, para reavivarse  en los años ochentas con el reinado de los narcos que encandilaban a las mulatas, compraban los mejores predios y   amenazaban incluso con  apoderarse de uno de los emblemas del más reciente dinamismo económico regional: el Ingenio Risaralda.

“Fueron esos los días en que ya no bajaban por sus aguas cardúmenes de peces sino cuerpos de personas asesinadas y a menudo mutiladas”, dice en su casa de La Virginia el poeta, ensayista, cuentista y maestro Hernando López  Yepes.  El  hombre tiene razones para saberlo: durante muchos años ha auscultado las pulsaciones secretas de su gente, al tiempo  que el olfatea el cielo y escudriña las aguas del río en busca de una señal renovadora.



Asegura que, hasta ahora, todo ha sido en vano. La Virginia pertenece  a la estirpe de los pueblos que aparecen en las novelas de Faulkner: estacionados en las orillas del tiempo y ahogados por un calor sin tregua, aguardan- igual que sus habitantes  sentados en  sillas de baqueta-  que la más leve brisa sea el anuncio de una nueva forma de redención.

Aparte de conectar dos poblaciones, al agilizar el intercambio comercial, el puente Bernardo Arango  facilitó el contacto con Medellín, uno de los centros de acopio para los  negociantes de Pereira y de los municipios de lo que hoy son los departamentos de Risaralda, Caldas y Quindío. Esas circunstancias empezaron a consolidar a Pereira como el gran punto  de operaciones comerciales, sentando las condiciones para que en  la década del sesenta se  crearan los mencionados departamentos.

Atravesando esas puertas llegaron a La Virginia Olinda y Miguel, dos nigerianos que adoptaron  esos nombres para hacerse pasar por  chocoanos llegados desde lo más hondo se la selva, según ellos desplazados por una nueva avanzada de colonizadores  paisas atraídos por el negocio de la madera y las minas de oro. Aurelia Moreno los recuerda bien.

“Eso fue por los días en que Fidel Castro llegó a gobernar a Cuba. Lo recuerdo porque al principio pensé que Olinda y  Miguel venían huyendo de ese país. Las únicas palabras que pronunciaban era buenos días y gracias. Como eran los guapos pa trabajar la tierra les dimos  albergue en una pequeña parcela que mis hermanos tenían en el camino hacia Belálcazar.

“Muy pronto descubrimos que eran grandes pescadores. Compramos anzuelos, sebos y atarrayas y los pusimos a trabajar en compañía: mitad y mitad de las  ganancias.  Trabajando  como pescadores se hicieron a unos ahorros y un día nos dijeron que seguían hacia Ecuador, en busca de unos familiares  que habían entrado por Brasil. Fue en ese momento cuando nos dijeron que eran nigerianos, pero yo todavía no alcanzo a  ubicar bien ese país, aunque mis nietos, bisnietos y tataranietos me lo muestren en internet. Por eso prefiero seguir pensando que eran cubanos”, sentencia Aurelia, diente de oro, tabaco ardiendo entre sus dedos índice y pulgar, la cabeza envuelta en un turbante rojo y amarillo que le da un aire de andar  envuelta en llamas.



De tantas sangres

Usted se sienta a tomarse un café o un refresco en un lugar céntrico de La Virginia y ve pasar el país entero: Negros  de Urabá expertos en sembrar y descuajar bananos. Baquianos de  Granada, Meta, exiliados en estas tierras donde todavía añoran los cánticos ancestrales a  la hora del  encierro del ganado. Descendientes de las madamas que un día se instalaron con sus cantinas, seducidas por el dinero que por momentos parecía brotar de una fuente inagotable. Campesinos de La Celia, Balboa, Santuario, Apía y  Belén, desterrados por la chusma y los “ Pájaros “ en los días turbulentos de la violencia liberal conservadora. Por eso se ven allá en lo alto los brazos  abiertos del Cristo de  Belálcazar, erigido a por los feligreses del  padre Antonio José Valencia en un intento por conjurar el horror.

Una nueva corriente de peregrinos  ha   llegado a estas tierras ardientes. La de los obreros que participan en la construcción de las Autopistas 4G a lo largo de ciento cuarenta y seis kilómetros. En este caso las vías conectarán las localidades de La Virginia y La Pintada. Las mismas que una vez estuvieron unidas por las aguas del río Cauca y por las líneas del ferrocarril  a partir de 1942.

Hace muchos años pasaron los días de gloria de empresas como La royal, Montoya y   Trujillo y la Compañía Cafetera de Manizales, que  se anticiparon en mucho a la  apertura del Ingenio Risaralda en 1973, apenas seis años después de la creación del Departamento.

También están lejos los días en que la Hacienda Balsillas, propiedad de Roberto Marulanda, fungía como un próspero centro de negocios  para inversionistas llegados de Pereira y Manizales.

En eso piensa Aurelia, masticando su tabaco y sorbiendo a tragos lentos  un vaso de jugo de mandarina.

Ignora  que a unas cuantas cuadras de su casa el poeta Hernando López Yepes se empeña, con paciencia  de orfebre, en tejer versos como éstos:

Mi lora ha muerto/y me he quedado solo/el mundo que me imponen/ clava en mí su lanza/un  poco más arriba del costado.”


PDT. Les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:

https://www.youtube.com/watch?v=ArphFyyHJ6U

 

 

martes, 1 de noviembre de 2022

Querida pelota

                                                          




 

                  “Todo lo que sé de la vida

                   Lo aprendí del fútbol”

                               Albert Camus

 

En lo tocante al fútbol, debo ser el apóstata que más veces ha renegado de sus propias blasfemias.

He despotricado en todas partes contra el cartel mafioso de la Fifa y sus cada vez más frecuentes bellaquerías, como esa de cambiar los meses tradicionales del mundial, para satisfacer las exigencias de sus más recientes socios, los jeques cataríes.  He fustigado las componendas de empresarios, dirigentes, directivos, entrenadores, periodistas deportivos venales y canales de televisión que se inventan torneos a cada rato para vender publicidad y derechos de transmisión sin importar que los futbolistas terminen desechos por la cantidad de partidos jugados. He discutido con padres de familia parásitos que convierten a sus hijos en mercancías y los obligan a ingresar a escuelas de fútbol que surgen por todas partes, con la esperanza de transferirlos a una liga poderosa de Europa o a un club local que los proyecte hacia el exterior.

Pero todo eso se viene abajo cuando veo un grupo de niños- a menudo más de once por equipo- correr detrás de una pelota en medio de una polvareda o chapoteando entre el fango en medio de la lluvia.

Casi siempre las porterías están armadas con piedras o con la ropa de los jugadores. La pelota puede estar medio desinflada, pero cuando alguno logra escabullirse entre el coro de rivales que gritan “¡Cójalo, cójalo!”, como si se tratara de un ladrón callejero, siento que esos chicos se acercan sin saberlo a una forma de redención.

Aparte de eso, soy un devoto de los torneos de barrio y de vereda: los últimos reductos de quienes juegan por el simple placer de hacerlo. En ellos participan desde adolescentes flacos y talentosos como Cruyff hasta cincuentones de barrigas prominentes como el Maradona de su etapa final. En el entretiempo recuperan calorías atiborrándose de golosinas de sal. Si hace calor se hidratan con cerveza y si el frío arrecia lo hacen con aguardiente, ron o Whisky, depende del bolsillo de los oficiantes.

Porque lo único claro es que estos tipos son dichosos cuando se reúnen a oficiar el viejo rito de la pelota que, según cuentan los viejos cronistas, se remonta a los aztecas antes de la llegada de los europeos.

Me conmueve ver rodar un balón calle abajo y, una fracción de segundo después, la carrera de un niño que lo persigue como a un pájaro fugitivo, tratando de impedir el predecible y ruidoso final del muy esquivo bajo las ruedas   de un camión conducido por un miope o por un fulano que odia el fútbol.




Hace unos años me hice invitar a uno de esos torneos de veteranos gozosos. Se jugaba en una de esas canchas en las que el césped escasea en el área grande y se convierte en rastrojo en los lugares menos transitados por la tropa.  Después de tres partidos, mi saldo personal fue escuálido: ni un gol y un severo esguince de tobillo que me obligó a andar con muletas durante dos semanas.

El dictamen médico fue lapidario: “Mi amigo, usted ya no está para estos trotes; mejor dedíquese al futbolín o cómprese una consola de video juegos”, sentenció el matasanos. Soy de la era predigital y el futbolín siempre me pareció patético. Así que, en busca de consuelo, me dirigí como un peregrino a mi biblioteca y emprendí una selección de revistas y de libros que hablan de fútbol. Guardo como un tesoro un puñado de ejemplares de la revista argentina El Gráfico en sus días de gloria. En sus portadas me topé con viejos conocidos: esos locos geniales que fueron el arquero Hugo Gatti y el puntero derecho René Orlando Houseman o los hermanos Néstor y Héctor Scotta- de nombres homéricos-, goleadores en equipos distintos. También estaban el River de “El Beto “Alonso y “El Pinino” Mas o el Huracán de Menotti, ese cruce de futbolista, filósofo, poeta, militante comunista y fumador suicida.



A menudo, me encuentro con grandes jugadores que llegaron después al fútbol colombiano. Los arqueros Raúl Navarro, Alberto Pedro Vivalda o Juan Carlos Delménico; defensores como Óscar Cálics, mundialista en 1966; volantes talentosos de la estirpe de Jorge Hugo Fernández o goleadores de la talla de Corbatta, Prospitti, Devani, Lallana, Irigoyen o Palavecino.

Y a su lado los libros, claro, empezando por "Siento ruido de pelota", del uruguayo Diego Lucero; los  salmos de Vinicius de Moraes a su amado Botafogo y al gran Garrincha; Eduardo Galeano y su amorosa ironía política ; Osvaldo Soriano y sus impagables “Memorias del míster Peregrino Fernández y otros relatos de fútbol”; Juan Villoro y su particular teofanía donde “Dios es redondo”; Martín Caparrós y su entrañable Historia de Boca Juniors titulada, así sin más, “ Boquita”.

Pero hay más: la novela "El miedo del portero ante el penalti”, de Peter Handke; las lecciones de táctica y estrategia de Johan Cruyff; las reflexiones de Albert Camus sobre su época de arquero; el reportaje de Ernesto Sábato acerca de su paso por las divisiones inferiores de Estudiantes de La Plata; los cuentos y ensayos de Jorge Valdano , puntero derecho de gran suceso en River, el Real Madrid y la selección campeona en México 86 , aparte de  algunas  crónicas del colombiano Alberto Salcedo Ramos.



Cuando se acerca la Semana Santa, las abuelas sacan del armario sus mejores vestidos negros o de medio luto; desempolvan su colección de camándulas y rosarios, preparan los cirios para la bendición del obispo y se aprestan para recibir la manifestación de la divinidad.

Siguiendo esa ruta yo, que también soy devoto, cuando se aproxima el mundial de fútbol desempaco mi pequeña colección de libros y revistas litúrgicos y me preparo para recibir en comunión a la querida pelota; no importa que los rufianes de la Fifa desempeñen tan bien su rol de mercaderes del templo.

Este año, por ejemplo, espero que el gran Lio Messi gane  al fin su mundial y descanse  en santa en paz en las playas de Barcelona.


PDT:

Les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:

https://www.youtube.com/watch?v=-9f24o5V60k