jueves, 29 de noviembre de 2018

La escritura de la historia y la idea de nación






A  menudo olvidamos que La historia – la idea de La historia- es una construcción en la que convergen testimonios, documentos, erratas, ideologías, prejuicios, cosmovisiones y, sobre todo,  formas de ejercer el poder.

Por eso resulta tan fácil caer  en la tentación  de asumirla como algo dado e inamovible: una suerte de estatua que apunta con su dedo índice hacia el horizonte y nos narra su versión petrificada del pasado: La Historia sagrada.

Por fortuna, a poco que uno levante la primera capa, afloran las contradicciones.

Y de éstas últimas se nutre el estudio de La Historia-así, con mayúsculas-.

Para no sucumbir a la parálisis mental  de la Historia oficial-  la que les interesa a los detentadores del poder- el investigador dotado de sentido  crítico emprende un viaje, no tanto a los archivos y museos como a las estructuras de su propia mente, con el fin de descorrer los pliegues que nos muestran- vaya sorpresa-  a los prestigiosos “ hechos” en su faceta proteica, la que los cronistas de todos los tiempos han señalado una y otra vez : los hechos, los acontecimientos, tienen la facultad de transformarse ante quien los mira.

En este caso, ante el historiador.

Por eso el estudioso debe emprender  su inmersión  dotado de todas las herramientas a su alcance.

Tanto las propias de su oficio como las de todas las disciplinas que puedan echarle una mano: la economía política, la sicología, la literatura, la biología, la antropología.



Ninguna ayuda sobra cuando se trata de enfrentar la inasible materia de que está hecho el tiempo.

Esa batalla perdida de antemano que, a falta de un nombre mejor,  llaman una cronología.

El investigador y  maestro Alexander Betancourt  Mendieta conoce esas vicisitudes  y por eso hizo acopio de todos los recursos posibles antes de emprender la escritura de su libro América Latina: Cultura Letrada y Escritura de La Historia, un riguroso y bien documentado trabajo de ciento  ochenta y nueve páginas, publicado  en la colección Anthropos, con el auspicio de la Facultad de Ciencias  Sociales y Humanidades de la Universidad Autónoma  de San Luis Potosí, en México.

Todo bajo el sello del grupo editorial siglo veintiuno.

Muy temprano, en la página treinta y tres, el autor formula una advertencia:

“En el mundo letrado de América Latina del siglo XIX no hubo discusiones metodológicas sobre la escritura de la historia parecidas a las que se dieron en algunas partes de Europa en el marco de los procesos de institucionalización y profesionalización de los saberes que ocurrían en aquel periodo; no existió, por lo tanto, la posibilidad de una reflexión epistemológica sobre el método histórico como la “suma de reglas de la investigación histórica”, tal como lo entiende Rusen. En el contexto del mundo letrado de América Latina más bien predominó la idea de la escritura de la historia como una “suma de las formas de representación del pasado” a través de las cuales se podía encontrar referentes concretos  sobre ciertos criterios morales de acción que asumía el pasado como una suma de ejemplos a seguir”.

El pasado como un vestido que los hombres de las épocas venideras habrán de ponerse con algunos ajustes y nada más.



Al leer  el libro de Alexander Betancourt resulta ineludible pensar en esa Historia de Colombia escrita por Henao y Arrubla que nos obligaron a  memorizar en la escuela, en la que el mundo parecía ser un compendio de héroes dotados de  grandes principios morales, acechados todo el tiempo por una legión de malvados empecinados en echar por tierra los cimientos de la sociedad.

Para mostrarnos los otros rostros que revela el espejo, Betancourt apela  a la obra de Germán Arciniegas, ese escritor colombiano obsesionado como ninguno con la naturaleza del pasado  y la posibilidad de ser convertido en escritura, en relato.

En la página  ciento veintidós de América Latina: Cultura Letrada y Escritura de La Historia, leemos la siguiente cita de Arciniegas:

“Los libros que suelen publicarse como libros de historia, y que en realidad se limitan a relatar lo que hicieron ciertos gobernantes o guerreros, tienen el gran peligro de ser lecturas entretenidas(…) Lo que hoy ocurre con la historia es que ella invierte los términos de la vida social. Quienes la hacen olvidándose del hombre común, de usted y de mí, para concentrar la atención en torno al héroe, a la figura que hace más farol, hacen pinturas de príncipes, reyes, generales o caudillos civiles, pero esto es superponer unas biografías a lo que en realidad es el alma de una nación(…)

Y aquí llegamos  a una de las claves del libro de Alexander Betancourt: el rol de la escritura, es decir, del relato de la historia en la construcción del concepto de nación, algo esencial en un territorio que acababa de librar sus guerras de  independencia contra el imperio español y precisaba con urgencia de lo que  Benedict Anderson denomina Comunidades  imaginadas.

Dicho de otra forma: un asidero común para hacerles frente a las turbulencias de los tiempos.

En contravía de esa necesidad, y amenazadas por la inminente disolución, las nacientes repúblicas se enfocaron más bien a crear un aparato institucional conformado por museos, institutos  y universidades capaces de darle soporte y justificación  a su proyecto de sociedad.

                                                  Germán Arciniegas


De ahí  la limitada y pobre concepción de la historia que marcó el tránsito de estos países hacia el siglo XX.

Esa circunstancia explica  que se impusiera el desafío de contar la historia de América Latina, de  sus encuentros y conflictos, como paso previo para responder al reclamo que planteara Germán  Arciniegas.

No ya la colección de estatuas sino el relato viviente  del  intento todavía fallido de construir algo que se parezca  a un destino colectivo.

El libro del profesor Alexander Betancourt constituye un muy valioso aporte en ese intento.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
 


jueves, 22 de noviembre de 2018

Se le tiene






Es como  entrar a uno de esos hipermercados en los que el consumidor encuentra un producto para  conjurar cada temor y para satisfacer cada capricho, o “necesidad”, como les gusta decir a los expertos en publicidad y mercadeo.

¿Un deseo? Se le tiene.

¿Un miedo? Se le tiene.

¿Una obsesión? Se le tiene

Así son los libros de  “Frases célebres”, ese remedo de sabiduría comprimida en píldoras de todos los colores, escogidas para responder a las necesidades del cliente, según el momento y las circunstancias.

De Jesucristo a Gandhi, de Marx a  Benjamin Franklin y de Nietzche a Fukuyama, siempre habrá una sentencia  a la mano para que los perezosos y los desesperados se aferren a ella con el ahínco de quien encuentra  un madero en medio de un naufragio.



Es simple: frente a la incertidumbre y la complejidad del mundo, el talante lapidario de las frases célebres funciona al modo de un imán.

Son como luces de bengala en medio de la oscuridad.

Una duda, una congoja, un manojo de preguntas sin respuesta siempre encontrarán la frase de  un pensador célebre o de un personaje famoso que les sirva de muleta.  “Platón dijo”,   "Mark Twain afirmó”,   “Alejandro Magno sentenció”,  exclama el dubitativo y las cosas parecen quedar zanjadas.

¿Quién se atrevería a poner en duda el celebérrimo “Solo sé que nada sé”, atribuido a Sócrates?

Sin embargo, basta uno solo de  los razonamientos de la Crítica de la razón pura, para que se resquebrajen los cimientos de ese edificio.

Pero, para tranquilidad de  los editores de frases célebres y de sus millones de lectores, es mejor dejar las cosas así.

Ya sea que se trate de una  humilde y lúcida  aceptación de ignorancia o de un ingenioso juego de palabras enfocado a desorientar al interlocutor, la frase en cuestión parece disolver las tinieblas del pensamiento: si eso le pasó a Sócrates ¿Qué pueden esperar de mí?

Encuentro en un “Agáchese”  un ejemplar de  El gran libro de las citas de frases célebres. Como sucede  casi siempre, el libro no tiene autor ¿Quién podría responsabilizarse  de semejante montaña de pensamientos?

Abro la página setenta y tres y me doy de narices con uno de los más célebres textos de auto superación: El principito, un breviario de lugares comunes sobre el mundo infantil, firmado por un aviador desaparecido. “Las personas mayores nunca pueden comprender algo por si solas y es muy aburrido para los niños tener que darles una y otra vez explicaciones”. Ignoro cuántas veces  se ha recitado ni a  cuántas lenguas se ha  traducido la frase de marras. Pero  sí he visto demudarse los rostros de muchos adultos cual si estuvieran ante una  revelación.

Los comprendo: cada vez que se pronuncia una frase célebre se acrecienta su prestigio: en este caso, la sabiduría parece ser un asunto de acumulación.  De tanto repetirlo, nadie se atreve a poner en duda la validez del aserto.

Unas páginas más adelante me encuentro- cómo no- con el   nombradísimo “Dios ha muerto” de Nietzche, sentado junto al no menos famoso “La religión es el opio del pueblo”, de Karl Marx.



Al  compilador parece tenerle sin cuidado que,  a pesar de las apariencias y salvada la coincidencia de nacionalidad, los dos autores  nada tienen en común. Mientras Marx pensaba a Dios desde su condición judeo cristiana y desde  las raíces de la economía política,  Nietzche  especulaba  acerca de una divinidad cuya trascendencia se había disuelto en los meandros de la conciencia moderna: era el paso necesario para la aparición del Súper hombre.

Pero  no importa, si de paso las píldoras nos evitan la arriesgada aventura de leer al autor de El Capital y al forjador de Así habló Zaratustra: frente a una antología de frases célebres nadie corre peligro.

Ahora soy yo quien enfrenta una encrucijada.



Ya pagué el  ejemplar pero no me lo quiero llevar. Sería como trajinar por las calles con un trasto inútil a la espalda. O como  atiborrarse  con un montón de comida de imposible digestión.

Así que lo dejo junto a la pila de  libros cuyos editores tienen idéntico propósito: encandilar al prójimo con la ilusión de que la sabiduría se puede ingerir en  comprimidos.

¡Olvidó su libro, señor, olvidó su libro! oigo gritar al vendedor cuando estoy a punto de doblar la esquina.

PDT : les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada 

jueves, 15 de noviembre de 2018

Problemas reales para jóvenes digitales






Cansado de escuchar prejuicios de uno y otro lado, me dejé llevar por la marea del movimiento estudiantil un lluvioso día de  octubre. Caminar desde el campus de la Universidad Tecnológica de Pereira y cruzar el viaducto hasta alcanzar el centro de Dosquebradas supuso para mí ingresar a un mundo desconocido en cuanto a forma y fondo.

La primera  gran sorpresa fue la androginia de los participantes. Educado en un mundo bipolar en  el que las etiquetas  de macho y hembra  hacían parte de un decálogo inamovible, me vi de repente arrastrado por una masa proteica y ambigua: los muchachos del siglo XXI.

De entrada me resultó claro que la definición de su sexualidad no constituye para ellos  un asunto vital, lo que en sí mismo es ya una declaración de principios.

Todos nacieron después de la caída del Muro de Berlín, es decir, del último gran intento de edificar la utopía de comunidad planetaria anhelada tanto por los primeros cristianos como por los marxistas del siglo XIX, pasando por los falansterios que recibieron su sentencia de muerte en la alucinada California de los sesentas.

Estos chicos son otra cosa. Las ideas políticas de sus padres les interesan menos  que sus anhelos de incidir en los duros territorios del mundo real desde  la volátil red de sus autopistas  digitales.

Por eso no quieren cambiar el mundo: sólo pretenden que se les cumplan las promesas  de educación  consignadas en una constitución política promocionada en su momento como “La brújula para un nuevo país”

A juzgar por lo que vi y escuché, para estos  muchachos la política constituye una  categoría estética. 

Y  eso supone  un avance frente a los tiempos en que el ejercicio  político era una variante de la religión, con sus libros y cánticos sagrados, sus mesías y sus inquisiciones.



Un afortunado aforismo definió las luchas estudiantiles de los sesenta y setenta como  La edad de piedra. Tanta era la cantidad de guijarros, ladrillos y pedruscos que los  manifestantes arrojaban contra todo aquel que se les antojara representante del poder: policía, obispo, rector, soldado, ejecutivo, funcionario.

Aleccionados por la realidad de un país en llamas, los estudiantes de ahora  parecen valorar de una manera especial el sentido de la paz. Por eso mismo,  antes de iniciar  sus marchas insisten en la desautorización de todo acto violento: confían con creces en la fuerza intrínseca de su propio movimiento y saben que cualquier acción violenta solo servirá para descalificarlos.

Solo en ese  gesto alientan razones de  sobra para la esperanza. Los estudiantes colombianos del siglo XXI- salvo algún alucinado con pretensiones redentoras- están a salvo de la vieja  tentación de combinar  todas las formas de lucha.

Como buenos estetas,  sostienen con la autoridad un singular pulso: cada vez que pueden siembran las paredes de pinturas alegóricas. Cuando sus contradictores  las borran reemprenden la tarea con esa obstinación sólo posible a los veinte años.

Con ese gesto parecen decirnos que  su mundo podría ser un lugar más bello y que una de las claves reside en la  educación, ese derecho por el que están decididos a dar todas las batallas.

Incluso frente a aquellos que insisten en desacreditarlos incursionando  con insultos y noticias falsas en su universo natural: las redes sociales.



Todos son hijos de Facebook, de Twitter, de Instagram y de todo ese entramado de mensajes en el que ya es imposible separar el trigo de la cizaña.

A través de él fijan los lugares y horas de encuentro. Convocan y disuelven sus marchas.

Un solo ¡click! Y por arte de  magia están reunidos en una plaza.

Allí  reside su fuerza y también su debilidad: la misma señal que los mueve es capaz de  disolverlos en cuestión de segundos.

Ese último concepto, el de disolución, explica los grandes riesgos que  deben sortear.

En las redes sociales todo crece a una velocidad carente de límites… a no ser los de la disolución que se extiende como una nada más allá de las imágenes y las palabras.

No se puede crecer tan rápido y en tantas direcciones sin correr el riesgo de perderse para encontrarse un segundo después en el punto de partida.

Y eso, a la larga, desgasta.

Los representantes del gobierno colombiano lo saben y juegan con el tiempo.



Por eso alientan la negociación sin llegar nunca a soluciones concretas. Mientras eso sucede los estudiantes organizan una y otra marcha.

Cada una de ellas con mayor número de asistentes: las redes sociales funcionan a la perfección.

Sólo que los funcionarios son zorros viejos y saben que ya “Llegó  diciembre  con su alegría/ mes de parranda y animación”.

Los mensajes  de lucha por la defensa de la educación serán cada vez menores frente a las invitaciones a celebrar el alumbrado, la novena  navideña, las comilonas y las parrandas de año viejo.

Sólo entonces sabremos cómo actúan los jóvenes digitales frente a los problemas reales.

PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada