jueves, 27 de junio de 2019

Stuart Mill, el bareto y la libertad





                                     

                                                                                                                                                              “Sobre sí mismo, sobre su cuerpo y sobre su mente, el individuo es soberano”
                                      John Stuart Mill ( 1806-1873)


Me parece verlo, “con la melena revuelta, la corbata floja y suelta” sentado entre un corro de marihuaneros consagrados a invocar el espíritu de Pink Floyd en el prado de algún parque.

Él, que  fue y sigue siendo el más lúcido y feroz defensor de la libertad del individuo. Una convicción expresada en pensamientos de ésta índole: “La única libertad que merece ese nombre es la de buscar nuestro propio bien, por nuestro camino propio, en tanto no privemos a los demás del suyo o  le impidamos esforzarse por conseguirlo”.

Para John Stuart Mill la libertad no es tanto un hecho político convencional como la más grande condición del ser.

En  su cosmovisión, sin libertad no hay ser.

Aunque muchos no lo sepan, su filosofía alienta los debates desatados luego de la decisión de la Corte Constitucional sobre el derecho a la dosis personal de droga  como factor inalienable de la individualidad.

Lo que Carlos Gaviria Díaz defendiera como “el libre desarrollo de la personalidad”,  amparado en conclusiones de Stuart Mill como esta: “La única finalidad por la cual el poder puede ser ejercido sobre un miembro de la sociedad es evitar que perjudique a los demás”.



El pensador inglés  hubiera disfrutado lo suyo refutando la cantidad de interpretaciones amañadas de esta idea, que han circulado  sin cesar en las distintas marchas de protesta contra la decisión de  las cortes y  a través de las redes sociales

“Es un pésimo ejemplo para nuestros niños y un peor mensaje de la sociedad” repetía la vocera de una asociación de padres ante los micrófonos, mientras los periodistas asentían   moviendo el mentón una y otra vez.

Queda claro que la señora invocaba principios morales en los que cree o dice creer, empezando por  los de la institución familiar.

Hasta ahí su posición es respetable.

El problema reside en que esas nociones  nada tienen que ver con los argumentos   expuestos  por J.S Mill y utilizados por Carlos Gaviria en su célebre sentencia.

Ambos están anclados en dos elementos esenciales a la hora de forjarse una personalidad: la defensa del derecho a opinar y a obrar en consonancia con las propias opiniones. El otro es la convicción de que sin personas autónomas no hay  sociedad sino rebaños.

Es por eso que los argumentos esgrimidos por los opositores a la medida de las cortes están surcados por un tufo moral acaso respetable, pero fuera de lugar en la discusión. J.S Mill tenía una respuesta feroz para ellos:

“No quise decir que los conservadores sean estúpidos. Quise decir que la gente estúpida  generalmente es conservadora”.



Cuando cité esta última frase Ricardo, un profesor de educación media, estuvo a punto de arrojárseme al cuello.

“Los estúpidos son los que creen eso, como usted.  Igual que esos supuestos sabios. Parece que no tuvieran  o no hubieran tenido hijos”.

No sé  si  Stuart Mill o Carlos Gaviria tuvieron hijos. Pero yo si soy padre de una hija a la que  he tratado de acompañar en sus decisiones, respetando siempre su criterio. En su momento, le expliqué las características de cada droga y sus relaciones con los momentos vividos por la sociedad: el talante contemplativo de los marihuaneros.  La ansiedad y el acelere  sin remedio de los cocainómanos y  los abismos depresivos de quienes consumen heroína.

Hasta ahora ha conseguido sortear las tentaciones.

Ah … un detalle: se llama Angie, como la canción de amor de  The Rolling Stones. No sé  si eso me vuelva sospechoso de inmoralidad.

De modo que pasé por alto el insulto del profesor: soy un convencido de que cuanto más en desacuerdo estoy con las opiniones de los otros, más debo respetarlas. Al fin y al cabo resulta muy fácil respetar las opiniones de quienes piensan como uno.




Por eso  creo que hay un problema de enfoque en estas protestas: no es negándoles el derecho a los consumidores a hacer de su vida lo que les plazca como debe abordarse el asunto. Nadie obliga a los no consumidores  a emprender ese  riesgoso camino. Si de veras piensan que es una amenaza para sus hijos, muchos padres deben  asumir sus responsabilidades, empezando por la de brindarles amor y acompañarlos con una orientación adecuada.

Algo parecido sucede con  quienes lanzan anatemas sobre las mujeres que deciden abortar. En la defensa del derecho a tomar decisiones sobre  su propio cuerpo,  nada ni nadie obliga a  practicárselo a  una mujer que  opta por no hacerlo.

En esa  fina frontera  está la clave del asunto. Por eso insisto en que una lectura juiciosa de  John Stuart Mill podrá  darnos muchas entendederas en esta suerte de olla de grillos desatada por la incapacidad de aproximarse a los fundamentos filosóficos de la libertad del individuo.


PDT: les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada. 

jueves, 20 de junio de 2019

Pornógrafos y anarquistas






 El 15 de diciembre de 1972 el director italiano Bernardo Bertolucci estrenó en  Roma su película El último tango en París, protagonizada por el legendario  Marlon Brando y por la más bien desconocida actriz María Schneider.

La anécdota  gira alrededor del feroz encuentro sexual entre Paul, americano de cuarenta y cinco años residente en París, quien  acaba de perder  a su infiel esposa que se ha suicidado, y Jeanne, frágil veinteañera  aspirante a actriz.

Hace poco, y aupada por  el empeño del movimiento #metoo, la  Schneider recobró vigencia, a raíz de la  célebre escena de sodomía  que habría resultado ser real, según los auspiciantes de la cruzada.



En su momento, la película ya había desatado la furia de El Vaticano, aunque no precisamente por sus escenas sexuales, bastante moderadas por lo demás, si las comparamos con  los niveles alcanzados por la pornografía  en el siglo XXI.

Unos límites en los que ya no es el sexo lo que importa, sino el cuerpo en su condición de juguete: escenas en las que las parejas se consagran a echarse pedos y prenderles fuego con un encendedor.

Un regreso al más puro universo infantil.

Algo así como porno conceptual, para  utilizar la jerga de la crítica en sus abordajes del llamado arte contemporáneo.

En realidad, la furia de la jerarquía vaticana poco tenía que ver con la mantequilla utilizada por  Brando para sodomizar a María.

El furor bíblico fue desatado por el despiadado lenguaje  usado para   referirse a  la institución familiar en particular y a todos los valores de la sociedad burguesa en general.

Ese hecho conecta por sí solo  a El último tango en París con la mejor tradición de la literatura pornográfica escrita durante  los siglos XVII y XVIII, es decir, en medio de las grandes discusiones animadas por La ilustración.



No es casualidad que en  buena parte de las taxonomías emprendidas durante esos años, los pornógrafos compartan anaqueles con los filósofos y poetas de la época.

Es  más: durante  un par de siglos, la Biblioteca Nacional de París conservó un espacio denominado El Infierno, en el que estaban confinados los libros prohibidos.
  
Igual que en 1972, los poderes de la época sabían que a la  liberación del cuerpo emprendida por los libertinos, le sucedería el desenmascaramiento y la rebelión  frente  a las otras formas de poder: político, religioso, económico y  cultural.

Lo que en el siglo XIX se conocería con el nombre de anarquismo.

No por casualidad, los protagonistas de esos relatos eran marqueses,  frailes, obispos. Yendo un poco más lejos, es importante recordar  que la palabra Abadía (Abbayé, en francés) era utilizada  de manera   indistinta para referirse a las casas de putas y a las de los eclesiásticos.

¿Podía existir algo más anarquista que eso?

Tan anarquista como las palabras pronunciadas por Mademoiselle Eradice, en el momento de ser sodomizada por su preceptor, un famoso sacerdote jesuita:

“¡Ah, padre mío- exclamó ella-. ¡Qué felicidad! ¡Qué ventura me penetra! Oh sí, me siento en otro mundo. Se me va el alma. Se separa de la carne. Arrojad  de mí, padre mío, cuanto quede de impuro. ¡Más, más, padre! ¡Empujad, empujad! Estoy viendo a los… án…geles. Más adentro… más… ¡Ah!...¡Ah!... Qúe rico… ¡Bendito San Francisco! ¡No me abandones! Siento el cordón… el cordón… el cordón… ¡No puedo más… ¡Me muero!

La escena aparece en las páginas de Thérése Philosophe, una de las dos o tres  obras pornográficas más importantes del siglo XVIII, según lo consigna el  historiador norteamericano  Robert Darntnon en su libro El coloquio de los lectores.



La palabra pornografía ha transitado un camino de equívocos desde el momento mismo de su nacimiento.

En su sentido literal  significa  Escritura sobre las putas. Lo  que reduce el asunto a una transacción comercial, al viejo y conocido concepto de la división del trabajo. En su sentido moral se refiere a lo obsceno y éste último vocablo sí que nos conduce a  un laberinto de malentendidos:

¿Qué es lo obsceno? ¿Cuándo? ¿Para quién? ¿Dónde?

Ignoro si Bertolucci y el guionista de El último tango en París leyeron   Thérése Philosophe, o al menos se   asomaron,   como gozosos mirones, al combate sexual entre el padre jesuita y Mademoiselle  Eradice.

De lo que estoy seguro es de la indudable conexión entre la escena de la película de 1972 y la novela de 1748: bajo la aparente mecánica de los actos corría el río de la rebelión contra toda posible forma de dominio.

Y discurriendo, ni más ni menos, que bajo el puente levantado por pornógrafos y anarquistas.


PDT: les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada 


jueves, 13 de junio de 2019

Tsunamis






 “¡Coooñooo, pod lo visto hubo un tjunami el verraco en Ajia y  la tierra quedó patajarriba!” exclamó  mi vecino, el poeta Aranguren, luego de leer en el periódico la programación de la Copa América de fútbol.

¿De qué hablas poeta? En ese continente suelen ocurrir terremotos de todos los grados, pero no he sabido  de uno de grandes dimensiones por estos días.

Claro. Era su manera hiperbólica de referirse a la presencia de Catar y Japón como invitados al torneo a realizarse en Brasil.

Aranguren,  que aprendió a amar el fútbol  jugándolo al lado de los pescadores en su Santa Marta natal, se niega a aceptar que ese viejo y querido juego se haya convertido en botín del crimen organizado.

Desde que eso ocurrió, la codicia  de dirigentes, entrenadores, empresarios y publicistas no ha cesado de ensancharse, al punto de que la Fifa constituye  hoy el cartel más poderoso del planeta, por encima incluso de muchos Estados nacionales.

He tratado de explicarle eso al poeta  en extensas tertulias amenizadas con   ron Tres Esquinas y canciones de  Los  Corraleros de Majagual.

Pero el hombre, enamorado hasta los huesos de su pequeño y sufrido Unión Magdalena, poco atiende a esos razonamientos.

Lo suyo es puro corazón.



Le digo que   la presencia de esos países asiáticos en la Copa América obedece a otro tipo de tsunamis: las maniobras de las grandes corporaciones  interesadas en copar mercados  hasta hace poco ajenos al mundo del fútbol.

Esos poderes son de tales dimensiones, que los magnates cataríes consiguieron mover la fecha del Mundial 2022: ahora se jugará entre el 21 de noviembre y el 18 de diciembre, plena temporada navideña en América y Europa.

En realidad, el asunto empezó hace cuarenta años. Cuando los Estados Unidos, tradicionalmente aficionados al béisbol  y al baloncesto, captaron el tamaño del  fútbol como negocio, crearon su propia liga y fundaron un equipo propulsor: El Cosmos de Nueva York, a cuyas filas vincularon   tres figuras que habían jugado en México 70: el rey Pelé, el italiano Giorgio Chinaglia y el alemán Franz Beckenbauer.



La cosa funcionó tan rápido  que veinte años después organizaron su propio Mundial. Fue en 1994 y no dudaron en expulsar a Maradona cuando se atrevió a denunciar los abusos cometidos al obligar a los futbolistas a jugar partidos a medio día, con temperaturas de hasta 40°, sólo por garantizar las transmisiones por televisión y los consiguientes contratos publicitarios con empresas europeas.

¿Ahora comprendes por qué invitaron a Japón  y Catar a jugar la Copa América 2019?

Silencio.

Como todo gran  romántico, Aranguren no necesita entender nada. Lo que quiere es  saber quién y por qué le robó las ilusiones.

Sucede, compadre, que hay toda una trama urdida por forajidos a los que les valen un comino  los sentimientos de los hinchas.

O, mejor dicho, les valen en tanto se traduzcan en facturación contante y sonante.

Son los que trafican con la boletería, los derechos de  televisión, la publicidad, las comisiones y las transferencias de futbolistas.



Por eso  cada cuatro años elevaron el número de equipos participantes en la Copa Mundo, sin importar si eso obra en perjuicio de la calidad.

Esa es la misma razón por la que, en un retorcido concepto del pluralismo, los torneos de clubes cada vez  incluyen más equipos: a mayor número de juegos más lucrativo es el negocio.

Fíjate nada más en la Copa Libertadores y en la Copa Sudamericana, el engendro que se inventaron después, siguiendo el ejemplo de los europeos.  Cada vez los equipos son más malos y, en consecuencia los torneos son peores. Hasta se inventaron trucos para que los  menos malos de la Copa Libertadores sigan jugando en la  Sudamericana.

“¡Nñññerrrdaa, compade! ¿Y me dijej que no ej un tjunami?” exclamó, despertando al fin de su estupor.

Visto así, tienes razón- le respondí- . Nuestros abuelos vivieron unos tiempos en los que los futbolistas  trabajaban en fábricas y los domingos se reunían a divertirse correteando una pelota.

De hecho, los niños de hoy no entienden que hubo una época en la que los futbolistas eran pobres.

Otra vez silencio.



Si  lo observas bien- continué- la estructura geopolítica y económica del fútbol  se corresponde en los mapas con la distribución de poderes durante la época colonial. Los grandes clubes, es decir, las  corporaciones multinacionales del deporte, están ubicados en España, Inglaterra, Francia, Italia y Alemania.

Y los proveedores de materia prima o, lo que es lo mismo, de futbolistas están en América Latina y  África, siguiendo la misma línea histórica de la división internacional del trabajo.

“¡¡¡Cooññoo, ji edej tedco! ¿Y  todavía injisjtej en que no ej un tjunami?” Repitió.

En ese punto me di por vencido. Por lo visto, cuando se trata de sus grandes pasiones Aranguren solo entiende de metáforas telúricas.


PDT  les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada