lunes, 27 de enero de 2020

El negocio del pánico





Desde muy temprano lo aprendimos: en este mundo hay tres cosas que cunden: el fuego, el ejemplo y el pánico.

Y éste último lo hace de  manera especial, o viral, para  utilizar un vocablo caro a  las dinámicas de internet y de  las redes sociales.

En esas circunstancias, los medios de comunicación juegan un papel singular y a menudo pernicioso.

Es sencillo: el pánico vende.

En  principio concita audiencias multitudinarias. Luego,  ofrece las fórmulas para conjurar sus secuelas,   como una  serpiente  que inoculara primero el veneno y luego el antídoto.

Durante cinco minutos la presentadora del noticiero en horario Triple A hace su exposición sobre el virus de marras, con la pasmosa suficiencia de quien lo ignora todo sobre el  asunto. 

Sólo el desconocimiento absoluto permite semejante dosis de  temeraria seguridad.

Es comprensible: quien empieza a conocer duda.


En  este caso, el protagonista de la historia es una criatura de pesadilla cinematográfica bautizada con prontitud bajo el nombre de Coronavirus.

No sé por qué, pero la palabra me lleva a evocar a Godzilla, el monstruo japonés devenido símbolo del horror atómico. Es decir, del exterminio en masa, el gran logro de la ciencia durante el siglo XX.

Sospecho que  en algún estudio  de  Netflix se perfilan los primeros guiones para una saga interminable sobre el Coronavirus.

Pero no me malinterpreten. Como todos ustedes, pienso que  la eventualidad de una pandemia es un asunto para preocuparse. Hoy, cuando los virus y las bacterias viajan en avión y  se desplazan de un continente  a otro en cuestión de horas,  ustedes y yo  podríamos ser borrados  de la faz de la tierra  en un santiamén.


No es como antes. Un viajero enfermo que  emprendiera el camino  desde Pekín podía tardar  meses en llegar a Europa, dependiendo de las circunstancias del clima o de las emboscadas de los enemigos.

Lo que fastidia es el frenesí y la frivolidad de los medios, sobre todo de  la televisión, que en lugar de orientar confunden y desencadenan el caos.

 Hay que ver  la manera como circula la desinformación. Ya hay padres de familia que se niegan a enviar  sus hijos al colegio. Ante el mínimo estornudo de un vecino lo miramos como a un  apestado. Entiendo que el servicio de taxis convencionales y del proscrito  Uber ha visto incrementada su demanda. ¿La razón? El miedo a utilizar los servicios masivos de transporte.

Y  todo amparado en el noble derecho a la información. ¿Se imaginan ustedes las cámaras de CNN transmitiendo en directo las imágenes más escabrosas de los efectos de la  Peste Negra en Europa durante  el siglo XIV?


No les quepa duda: como mínimo, nos habríamos privado de  buena parte de la obra plástica de Barna da Siena, Bartolo di Fredi, Luca  di Tommé y Andrea  Banni, que recrearon en sus cuadros los estados del alma de quienes sentían que su divinidad había decidido exterminarlos por alguna  causa desconocida.

Aspectos estéticos aparte, no he visto en los medios de comunicación  muestra alguna de sensatez. Nadie que le explique a la gente que los virus y las bacterias no son agentes de alguna cruzada demoníaca. Son seres vivos, y al parecer inteligentes, que luchan  como nosotros y con nosotros por su propia supervivencia.

Si en  un momento dado nuestro organismo se convierte en campo de batalla, eso ya es otro asunto.

Primero con  extractos  de plantas y sustancias de origen animal, y más tarde con armas químicas, los humanos hemos desencadenado batallas  devastadoras contra esos organismos invisibles.

 Todas las victorias han sido  provisionales y fugaces.

Porque ellos responden, faltaba más. Su ingenio es inagotable. Mutan, se disfrazan, migran y a menudo se vuelven invulnerables  ante los ataques del enemigo.


Al final,  habrá alguien que se lucre del pánico. Sucede siempre en esos casos. Si volvemos unas cuantas páginas atrás, al año 2009, encontraremos  igual tratamiento informativo para la aparición del virus  conocido como H1N1 o Influenza  Porcina. Una vez desatado el miedo, los laboratorios se encargaron de poner en el mercado miles de millones de dosis de vacunas para prevenir el mal.

Sólo después de consumada la venta, nos explicaron que era apenas una más entre la infinita cadena de mutaciones de  los seres vivos, entre los que se cuentan virus y bacterias.

Si se han fijado, notarán el énfasis de los medios en el hecho de que el virus se originó en China. Como cuando dicen, sin venir a cuento, que el crimen lo cometió un negro o un musulmán.

Es la irresponsabilidad disfrazada de rigor.

Puede ser sugestión mía, pero ese dato  adicional sobre el origen del mal puede sumar audiencias y por lo tanto  vendedores y compradores en esta nueva cruzada del pánico.

PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada.












jueves, 23 de enero de 2020

Octavio Paz: entre irse y quedarse






He vuelto a  los poemas de Octavio Paz después de varias décadas: tres, poco más o menos.

Es la única manera de asomarse a la hondura de los grandes  poetas: frecuentarlos durante mucho tiempo, ojalá en la juventud, y abandonarlos por largas temporadas para volver a ellos cuando el camino nos ha dotado de otras miradas.

Madurez, llaman algunos a eso, aunque la palabra ha sido bastante manoseada.

Pero en fin, en esta temporada de fin y comienzo de año regresé a esos versos limpios, transparentes y afilados  que nos ofrecen otras dimensiones del mundo y de nosotros mismos.

Poemas  ingrávidos y a la vez densos, hechos de piedra, aire, agua, amor, fuego, viento, madera calcinada.

Porque para Paz el infinito universo está hecho  de esas formas de la materia, animada siempre por la fuerza del amor, o de Eros, para ser más precisos.


Y la palabra poética, al ser cifra del mundo, participa de esa condición aérea y terrestre: dice  y no dice; nombra y calla.

Para el reencuentro con la obra del escritor mexicano escogí el libro titulado  Mi casa fueron mis palabras, Antología poética de Octavio Paz, con selección, prólogo y notas de César Arístides, en una edición del Gobierno de Colombia para el programa Leer es mi cuento.

El primer acierto del editor fue la  elección del título: es toda una declaración de principios que recoge una antigua  sospecha de la humanidad, fundada en la idea de que  nuestra única residencia es el lenguaje.

Lo demás son sombras, simulacros.

Las palabras en tanto casa del ser: he ahí el arte poética de Paz. Gravitando sobre esa idea, el autor despliega un universo de imágenes y metáforas que va de  las ideas limpias y descarnadas de Platón  para descender pronto a lo más telúrico: la sexualidad como expresión de  una condición  que es a la vez instintiva y trascendente.

Dicho de otra forma, el cuerpo   como medio para desvelar los misterios del alma.

Esa visión del mundo, explorada en un libro de ensayos que lleva el elocuente título de La llama doble,  cruza en todas las direcciones los poemas de  Paz. Después de todo, para el poeta la existencia se resume  en un incesante ir y venir, un irse y quedarse; un permanente viaje entre la eternidad y el instante.


Así lo expresa en este poema:

Entre irse y quedarse duda el día,

enamorado de su transparencia.



La tarde circular es ya bahía:

en su quieto vaivén se  mece el mundo.



Todo es visible y todo es elusivo,

todo está cerca y todo es intocable.



Esos versos  contienen las claves  sobre las que gira la obra toda del poeta: la transparencia que es otra forma de la oscuridad, como bien lo advierte en uno de sus ensayos, cuando nos recuerda que la mucha luz es como la mucha sombra: no deja ver.

Tenemos también la  idea de lo circular como expresión de lo  eterno, resumida en la conocida imagen de la serpiente que se muerde la cola.

Y no puede  faltar tampoco su  visión diáfana del talante elusivo de todas las cosas incluido, desde luego, el hombre.

En esa visión, la consistencia de lo visible, del mundo material es pura ilusión. Apenas  adelantamos la mano para palparlo,  todo se nos escapa.

Es justo  en  ese instante cuando aparecen las palabras. Esa suerte de sombras de las cosas que, sin embargo, son lo  único que tenemos para probar nuestra propia existencia.

Con todo, no tarda en emerger una certeza: frente al lenguaje infinito del universo, todos somos analfabetos. Eso nos dice este breve poema:

Alcé la cara  al cielo,

inmensa piedra de gastadas letras:

nada me revelaron las estrellas



El poeta colombiano Darío Jaramillo Agudelo  expresa esa  misma idea en estos versos:

La poesía, esa batalla de palabras  cansadas;

Nombres de cosas que el ruido escamotea

El poeta sabe que las palabras no alcanzan para desvelar la vastedad del mundo  y sin embargo se empecina, porque sabe también  que no dispone  de otro instrumento, como el astrónomo que conoce las limitaciones de sus lentes, pero no tiene más remedio que seguir oteando con ellos el firmamento.


En ese empeño debe enfrentarse  una y otra vez con la disonancia del propio ser, con el eterno desencuentro entre  el universo y sus criaturas, como en este poema de Paz:

Los insectos atareados,

Los caballos color de sol,

los burros color de nube,

las nubes, rocas enormes que no pesan,

los montes como cielos desplomados,

la manada de árboles bebiendo en el arroyo,

todos están ahí, dichosos en su estar,

frente a nosotros que no estamos,

comidos por la rabia, por el odio,

por el amor comidos, por la muerte.



De modo que siguiendo  ese  camino circular, regresamos al punto de  partida. A las dos grandes sustancias de la poesía: el amor y  la muerte, dos rostros de una divinidad bifronte.

A modo de recompensa, ese dios  tornadizo nos entregó los tortuosos deleites del cuerpo. Pero no el cuerpo como organismo, sino como territorio  donde lo fugaz y lo perdurable se tocan.

  A la captura de ese instante sagrado que alumbra y fulmina con la fuerza del rayo, consagró Octavio Paz su vida entera, así en sus versos como en sus ensayos

Fue su manera de comprender lo humano, esa extraña aventura que  se debate siempre en el acertijo de irse o quedarse.

PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

jueves, 16 de enero de 2020

Rabos, orejas y huevos






Leo en internet que en este 2020 las sectas de animalistas y anti taurinos se despertaron temprano a realizar sus plantones frente a las plazas de toros donde se adelanta la temporada de fin y comienzo de año.

Tan sensibles ellos, dicen que no resisten ver más sangre de toro en la arena.

 Y eso, en un país que, sin inmutarse, ha visto correr  ríos de sangre humana durante al menos cinco siglos, sin contar las fechorías de los ancestros indígenas.

Es más: en una variante de la célebre retaliación bíblica, los indignados amenazan con cortarles los cojones a los toreros, así como éstos cortan rabos y orejas en sus tardes de gloria.

Rabo por huevos, parece ser la consigna.

No sé. Creo que a estos modernos justicieros les sentaría bien un cursillo de mitología clásica.


Así al menos tendrían la oportunidad de acercarse a la multiplicidad de sentidos que rodean la presencia del toro en los relatos fundacionales.

El más antiguo hace del animal una figura de poder: sus cuernos representan la fuerza, la riqueza y la fortuna.

Por eso hoy  algunos de los grandes centros bursátiles del mundo exhiben en sus fachadas la imagen de un toro.

Además, la bestia resume en sí misma el vigor sexual y, por lo tanto, las facultades regenerativas.

Para algunos exégetas eso convierte al toro  en una entidad de estirpe solar que mantiene una relación especial con la luna.

En el ruedo, los toreros se consagran con tenacidad y paciencia a conjurar esos poderes.

Ese toro enamorado de la luna

En la mitología griega, Pasifae encarna una manifestación lunar y  por esa razón uno de los significados de su nombre es “La que brilla para todos.”. Su genealogía nos dice que era hija de Helios (el sol) y de la ninfa Creta.  Eso hizo de ella una princesa de la Cólquida que fue dada en matrimonio al rey Minos.

Cuentan Apolodoro, Diodoro Sículo, Virgilio y Pausanias, que el dios Poseidón hizo que Pasifae se enamorara de un toro blanco que el rey no había querido sacrificarle. La reina  le confió su pasión a Dédalo, arquitecto ateniense desterrado en Cnosos.

Fue así como Dédalo se convirtió en su  aliado y construyó una vaca de  madera en cuyo interior se ocultó Pasifae. Seducido, el toro blanco  no tardó en montar y fecundar a la reina. De ese ayuntamiento nació el Minotauro.

El resto de la historia es de sobra conocido.


A partir de ese momento, los ritos  que recrean el encuentro entre  el toro y el hombre se despliegan por todo el Mediterráneo, desde donde llegarán a América con  los primeros conquistadores, echando raíces de manera especial en lugares como México, Colombia, Ecuador y Venezuela.

Como el ser humano precisa de mitos, ritos y leyendas para mantenerse en pie, algunos pueblos quisieron ver en la tauromaquia la síntesis del encuentro primordial entre el hombre y la muerte.

Por eso en la  fiesta cada elemento del ritual está dispuesto  para que en su momento cobre una significación precisa: el ruedo, la arena ávida de sangre de hombre y de bestia;  espadas, banderillas, capotes y muletas, así como los alguacilillos encargados de  ejecutar las órdenes del presidente y de entregar los premios a los toreros

Y alrededor, en  los tendidos, varios miles de fieles devotos  aguardan  con ansiedad que la ignota  divinidad incline esta vez del otro lado el fiel de la balanza y se haga al fin justicia.

Porque, en lo más hondo de su ser, se preparan todo el año para presenciar  y festejar la muerte del torero, que restablezca el equilibrio primordial.

Hay que  ver  el  nerviosismo gozoso de los espectadores cuando un torero es  corneado en  medio de la faena.


Por supuesto, pocos están dispuestos a reconocerlo. Después de todo, el homo sapiens lleva milenios tratando de borrar las huellas de  su animalidad.

Para conseguirlo, forjó ese poderoso artefacto denominado cultura.

Pero el animal, su animal, permanece al acecho, a  la espera del menor  síntoma de fragilidad para arremeter contra el  sólo en  apariencia firme edificio de la racionalidad.

Al más leve  crujido la bestia  reanudará su milenaria  tarea de hacer correr la sangre que riegue la  tierra  y reinicie el ciclo del nacimiento y la disolución.

Y siempre será preferible que lo haga de manera simbólica, como en las corridas de toros.

PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada



miércoles, 8 de enero de 2020

Mister Var y el fin de la magia




Imaginemos la final del mundial de fútbol Catar 2022, suponiendo que para esas fechas las  turbulencias en el Medio Oriente no hayan mandado el negocio al carajo.

Para variar, el partido final lo disputan Alemania y Argentina.

Minuto 90 del segundo tiempo. Un Messi ya otoñal  y algo cansino le lanza desde el medio campo  un pase preciso a un Lautaro Martínez exuberante  que se da vuelta y vence a Ter Stegen.

Los argentinos asistentes al estadio y los devotos de la gloriosa albiceleste regados por el mundo  traspasamos las puertas del delirio: el gran Lionel se despide del fútbol alzando el único trofeo que le faltaba.


Pero los dioses son crueles y alevosos. Ya lo dijo Héctor Marcó, autor del tango Tu íntimo secreto: “La dicha es un castillo/ con un puente de cristal”

En este caso, las divinidades del fútbol encarnaron en una entidad ominosa que ostenta el extraño nombre de Mister Var: Video  Assistant  Referee.

El juez del partido ha hecho  el gesto que dibuja con los dedos una pantalla en el aire: la señal del juicio final.

La felicidad ha sido puesta en suspensión.

De ahí en adelante los segundos  se estiran, se dilatan, se detienen: así debe ser el momento que precede  el ingreso a los infiernos.

Los alemanes celebran echándose al coleto barriles enteros de cerveza y devorando enormes salchichones tan  rojos y gordos como sus cuellos de buey.

Entre tanto,  los devotos de la Argentina sollozamos, puteamos,  bajamos a los infiernos y morimos.

Ya adivinamos el desenlace. Al fin y al cabo nos gusta el tango y bien sabemos que esa es una música de pesimistas.

Y… cuidado. A menudo suicidas.

Y homicidas también: lo siento en mi corazón cuando este tipo de apellido ucraniano  señala que el gol se anula.

Se anula, cabrones ¡Por todos los hijos de la gran puta de este planeta!


Mister  Var lo ha dictaminado : los análisis de video han determinado que  al momento de puntear el balón, la nariz  de Lautaro- esa criatura mitológica con nombre de guerrero araucano- estaba adelantada un nano milímetro con respecto a la oreja del defensor alemán.

Así que el juego  sigue cero a cero.

No les cuento el final porque todos ustedes tienen buena imaginación.

Me consta.

El cuento es que el tal Mister Var le asestó la estocada final a lo poco  que de magia, error  y azar le restaba al fútbol.

Y no es poca cosa: de magia, error y azar están hechas las cosas esenciales de la vida.

El resto es burocracia, tramitología, formas. Vacío en estado puro.


 El  esperpento tiene dimensiones cósmicas: a partir del advenimiento del Video Assistant Referee Dios ha sido puesto en duda una vez más. Ya no puede hacer goles con el pie y mucho menos con la mano, porque se los pueden anular.

Tampoco puede volar de palo a palo para sacar balones imposibles, encarnado en criaturas aladas que antes respondían  a los nombres de Raúl Navarro, Lev Yashin, Amadeo Carrizo, Ubaldo Fillol, René Huguita y hoy se llaman Franco Armani, Buffon, Ter Stegen, qué se yo.

Cuando la pelota, arañada por sus manos divinas, ya esté fuera del campo, las  imágenes demostrarán que antes de salir hizo una leve parábola en el aire y se introdujo, caprichosa, en la red.

Por lo tanto, es gol del rival.


A esta altura del juego solo nos queda recitar a un cielo ciego, sordo y mudo los versos de don César Vallejo: “Hay golpes en la vida/ tan  fuertes/ yo no sé”.

El gran Lionel se despedirá del fútbol sin alzar la copa mundo y la envidia de sus enemigos se lo enrostrará por el resto de la vida.

Pero qué le hacemos, si en estos tiempos de vigilancia y control ni el fútbol escapa a los asedios del  Gran Hermano.

PDT. Les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada


jueves, 2 de enero de 2020

La desolación del saciado






Todos sabemos que biografía y leyenda a menudo se confunden, hasta el punto de formar una urdimbre difícil de desentrañar.

Y cuando se trata de las vidas de santos el hagiógrafo acaba de complicar las cosas.

Pero en fin.

Cuentan sus biógrafos que Agustín de Hipona, hijo de Mónica,  fue  un joven tan disoluto como los de cualquier época: putas, vino, juego, juergas.

Mejor dicho: drogas, sexo y rock and roll, para apelar a la conocida consigna de los años sesenta.

Es decir, que el  todavía no santo apuró hasta las heces los licores de la vida.

 Y, como sucede a veces en esos casos, al final de la juerga tuvo un rapto de lucidez y se asomó al sinsentido de todo: al rostro de la nada.

Supongo que fue en ese momento cuando acuñó su célebre  idea de la “Tristeza post-coitum”: la desolación del saciado.


Entonces su vida dio un giro y, aupado por su madre, a quien más tarde convertirían en santa Mónica, dejó atrás la senda de los instintos, que para los cristianos  equivalen al pecado, y se consagró  a escribir las dos obras que le dieron su pasaporte a la Historia: Las confesiones y La ciudad de Dios.

Esos fueron los dos pilares donde  atracó la nave a la deriva de su vida.

De ahí en adelante pasó a llamarse san Agustín.

Más prosaicos y por completo descreídos, los hombres de este tiempo carecen de esa clase de asideros con visos de eternidad

Por eso, cada  diciembre  se abandonan a una orgía de consumo y derroche que los arroja a los arrabales de enero, extenuados y pálidos como vampiros sin castillo.

Lo confirmo al contemplar los montones, toneladas de basura que los habitantes de la ciudad arrojan en cada esquina: cajas de cartón, plásticos, papel de regalo, luces intermitentes en perfecto estado pero ya inútiles, cajas de comida, televisores recién envejecidos, relojes, zapatos, juguetes.

Pensémoslo así: la infinita locura humana traducida en basura.



Parece una imagen de los Estados Unidos de los años cincuenta, cuando los sobrevivientes de la guerra celebraban como niños el  milagro de estar vivos.

Y lo hacían comprando cuanta mercancía les ofrecía una prosperidad sostenida con la ruina de Europa. Para los norteamericanos de esos días comprar era una suerte de carnaval.

Pero las imágenes de hoy están  muy lejos de ese aire festivo. Parecen mejor un bostezo del capitalismo en su etapa más sombría. La  alegría ha sido remplazada por una especie de pulsión: la del que se siente atado  a una  cadena y no tiene  alternativa distinta a la de  obedecer.

Lo  descubro en el rostro de la  señora que arroja una montaña de basura a la calle con el aire de  quien acaba de cometer un delito.

Lo  advierto en el rostro de la gente que, al despuntar el año, se  apresura a   escribir el segundo capítulo de la temporada, tan apurado y fugaz como el de la compra de objetos: el consumo de paisajes.

Familias enteras, al contado o a crédito, empacan maletas y emprenden el viaje hacia todos los rincones posibles de la geografía rural o urbana: ríos, montañas, lagos, selvas, bosques, parques temáticos, museos.

Lo que sea, con tal de apaciguar la resaca que sucede a toda bacanal.

A modo de recompensa, se entregan a una práctica compulsiva  que parece completar el círculo: registrarlo todo en sus cámaras digitales, como si precisaran no tanto de una prueba de que estuvieron  en un lugar como un testimonio de la propia existencia: tan  abrumadora es la sensación de irrealidad.


A su  paso, dejarán también montones de basura  en todas partes, comprobando, una vez más, la vieja certeza de Ray  Bradbury: “Los hombres no tienen tiempo de conocer nada. Lo estropean todo, lo ensucian todo. No plantaron Kioscos de salchichas en el templo egipcio de Karnak , porque quedaba a trasmano y les elevaba los costos”.

De las iluminaciones de san Agustín a las advertencias de Bradbury. Así transcurre mi temprana caminata citadina este   25 de diciembre de 2019 por las calles de una ciudad invadida por los desechos.

De repente me asalta otra certeza: parece que cuando se trata de delirios consumistas la democracia  funciona,  porque me salen al paso montículos de basura en barrios de todos los estratos.

Lo leo en el caminar del obrero de la construcción que lleva en la mano un teléfono móvil, del que escapa la música inconfundible de  Guillermo Buitrago.

Ah… un detalle: también lleva adherida a la piel esa  clase de materia pegajosa: la de La tristeza post-coitum.



Y, a  modo de adenda, van estos versos:



Nada

No pasa nada.

ah, la dicha de  apearse del mundo

en estos días de ruido y alardes sensibleros.



Cerrar los ojos y mirar cuerpo  adentro

-abismarse, le llaman a eso-

para abrirlos después

y sentir la crispación

de comprobar que el mundo sigue ahí

dando vueltas, con uno  a bordo.



¿Ven que no pasa nada?



PDT: les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada