miércoles, 21 de diciembre de 2022

Cápsulas para el insomnio VI

 




CV

Toda la eternidad no alcanzaría para agradecerle al inventor del signo de interrogación: ¿Cómo podríamos nombrar nuestras perplejidades sin él?

CVI

Un universo en perpetua expansión no puede tener asidero. He ahí el origen de las intuiciones de los sabios budistas.

CVII

Una llama que sólo puede alimentarse de sí misma: nuestra idea de la eternidad.

CVIII

Los signos de interrogación, esos panzones maestros de la intriga.

CIX

Los humanos, trémulas llamitas que no podemos saciar la glotonería del universo.

CXI

Dios nos escribe con fuego en pliegos y pliegos de papel de estraza. Luego sopla.

CXII

Dios como metáfora del infinito universo: el principio y fin de todas las sutilezas de los teólogos.

CXIII

“Por los siglos de los siglos”. ¡Buena manera de advertir que no tenemos tregua!

CXIV

En la infancia experimentamos la certeza de que alguien nos vigila desde la eternidad. Luego fingimos haberlo olvidado.

CXV

En inglés los signos de interrogación sólo se cierran. Agudos, esos sajones.

CXVI

Sentado en medio del desierto, un hombre repite la misma palabra día y noche, luna tras luna: la perfecta inmovilidad.

CXVII

Para el inventor del reloj de arena los minutos son granos de tiempo. ¿Cuál será la metáfora del tiempo para los relojeros digitales?

CXVIII

A menudo, el lenguaje de la física cuántica se confunde con el de poetas y filósofos.

CXIX

Cuando los grandes poetas atrapan la belleza en sus versos prefieren liberarla. Eso los diferencia de los otros.

CXX

Doce horas para el día y doce para la noche; doce caballeros para la mesa redonda y doce apóstoles para la cena postrera; doce signos para el zodiaco y doce meses para el año: menudo asunto este de los números.

CXXI

El poeta Alfred Tennyson como avatar del rey Arturo y la reina Ginebra como hipóstasis de la poesía: sólo así puede concebirse tanta belleza.

CXXII

Un millón de avispas todo zumbido y aguijón: así debe ser la vida en el interior de un átomo.

CXXIII

El instante de nuestra eternidad nunca coincide con el de la eternidad de otro: de ahí nuestra insondable soledad.

CXXXIV

Ni siquiera el erial donde reposarán nuestros huesos nos pertenece.

CXXV

Sólo si resistimos el hedor de todos los muertos de todos los años, de todos los siglos, de todos los milenios, de todos los eones, podemos considerarnos vivos.

CXXVI

Los manuales de anatomía deberían advertir que los órganos internos son en realidad estaciones en el camino hacia la muerte.

CXXVII

¿Dios creerá en Dios?


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

https://www.youtube.com/watch?v=AXnQeb0rgpU

 

 

 

jueves, 8 de diciembre de 2022

El largo y tortuoso camino

 



 

                                          Para mi querido Maurier, feligrés gozoso y doliente

 

El Deportivo Pereira, para desmemoriados

Solo al final de la conversación me dijo su nombre.

Me visitó a mediados de la década del noventa para ofrecerme enciclopedias en mi condición de responsable de las nacientes bibliotecas de Comfamiliar Risaralda, la entidad donde trabajo. El hombre transitaba esa franja de edad indeterminada entre los sesenta y los setenta años.

Un detalle llamó mi atención: parecía menos interesado en vender que en conversar; arrastraba las erres y el acento de su voz conservaba reminiscencias de algún país del sur de América. Entre un café y otro la charla se extendió hasta el cierre de la jornada. Hablamos de libros, de política, de fútbol, de amores, desamores y de todas esas cosas que alientan el fuego de una buena conversa.  Acordamos la compra de diccionarios y enciclopedias para todas las bibliotecas y, al despedirse, caímos en la cuenta de que no me había dicho su nombre.

Carmelo Colombo, para servirle, dijo con espontánea amabilidad y se despidió con un cálido apretón de manos. Su nombre me sonaba familiar, pero no lograba ubicarlo del todo en mi memoria.

A la vuelta de un mes me llegó una carta escrita con delicada caligrafía. Agradecía el haberle dedicado tiempo y hablaba de sus nostalgias y de sus sentimientos encontrados: añoraba a su vieja Asunción y amaba a Pereira, la ciudad donde había fundado una familia y había visto morir a unos cuantos amigos. En ese momento lo recordé con claridad: se trataba del mismo Colombo, el jugador paraguayo que en los días tempranos del fútbol profesional colombiano llegó a Pereira a probar fortuna en un equipo del que, en distintos momentos, harían parte compatriotas suyos como César López Fretes, Casimiro Ávalos, Benito Galeano, “Pataemula” Calonga y Andrés Recalde.

Años después de ese encuentro, en mis cursos de la universidad fui profesor de un muchacho llamado Antonio Colombo, que resultó ser nieto de Carmelo. Vueltas que da la vida.

Evoco esos momentos porque cada nueva generación que llega al mundo lo hace con la convicción de que la historia empieza con ella. De su nacimiento hacia atrás todo es una nebulosa, más cercana al universo de los libros y las leyendas que de su propia realidad. Con toda certeza, los muchachos que hoy festejan hasta el delirio la gloria recién estrenada del Deportivo Pereira no tienen idea de quienes fueron los futbolistas mencionados atrás. Ignoran que fueron los precursores de esa historia de amor futbolera entre Pereira y Paraguay que dio lugar a la leyenda de “La furia guaraní”, como se conoció al Deportivo Pereira de la época. Como tampoco saben qué es una enciclopedia, un diccionario o una carta: cuando ellos llegaron al mundo ya se había entronizado el reinado de internet.

De modo que para ellos publico esta carta. Para que se enteren de que su dicha de hoy es el resultado de un largo y tortuoso camino- pérdida de la categoría incluida-, que se remonta a los tiempos anteriores a la creación del fútbol profesional en nuestro medio.

                                           Fotografía: Laura Sepúlveda

Un alto en el camino

A finales de los ochenta descubrí un lugar ubicado en la esquina de la carrera 10 con calle 5, en el Barrio Berlín de Pereira. Lo regentaba un señor de unos ochenta años llamado Luis Carlos Giraldo. “Mi arbolito”, era el nombre del sitio. Era un híbrido entre tienda, bar, café y salón de juegos de mesa. Antes de la construcción del estadio “Hernán Ramírez Villegas" allí se congregaban las barras del Pereira que iban de tránsito hacia el estadio de Libaré o regresaban después de una tarde de gloria o de desdicha. “Alberto Mora Mora” se llama el estadio, rebautizado como “El fortín de Libaré” porque en su grama cayó más de un gigante, empezando por el legendario Millonarios de Pedernera, Di Stéfano, Rossi y compañía.



Fue don Luis Carlos quien me habló del Deportivo Patria, Vidriocol y Otún, que- según él- constituyeron el germen del Deportivo Pereira. Aunque los cronistas discrepan. Después de todo, el deporte favorito de los cronistas es discrepar. Las paredes de bahareque de “Mi arbolito” estaban decoradas con fotografías en sepia de las alineaciones del Pereira en distintas épocas. Todas estaban enmarcadas. Solo había una a color y de mayor tamaño: una imagen tomada de las páginas centrales de la revista Vea Deportes. Era el equipo de 1967, el llamado “Kinder de López Fretes”, por los jóvenes de gran calidad que se estrenaron allí: Darío López, Miguel Escobar, “Tato”  González, Alfonso Tovar y Gustavo Santa; junto a ellos, los más curtidos Eusebio Escobar, Antonio Rada y Achito Vivas, integrantes de la selección Colombia  participante en el Mundial de Chile 62. Y estaban, cómo no, los paraguayos: el arquero Víctor González, el defensor Isaías Bobadilla y el delantero “Moncho” Rodríguez.

Pero soy impreciso: la fotografía en cuestión era en realidad un altar. Un tributo del viejo a sus héroes, los únicos de carne y hueso que conoció en vida. Cada mañana, con fervor religioso, don Luis Carlos la engalanaba con una flor nueva puesta dentro de una botella que en lugar de agua contenía restos de cerveza dejados por la clientela.



Esos héroes vivían a veces en el vecindario.  Utilizaban el bus urbano, no eran codiciados por modelos y empresarios ni se transportaban en aviones privados.  Muchos ni siquiera ganaban sueldo fijo; otros trabajaban en fábricas y oficinas para ganarse la vida, pero se divertían lo suyo, dentro y fuera de la cancha. Atesoro la imagen del arquero Hernando García, del volante Oswaldo Calero y del gran Jairo Arboleda. Me los encontraba a las seis de la mañana en el paradero de buses cuando me dirigía a clases en el colegio Deogracias Cardona y ellos salían de un bailadero de rumba dura llamado “Grill Copacabana”. La dueña en persona atendía el sitio con un machete en bandolera, que utilizaba para apaciguar a los clientes más pendencieros. Los tres jugadores parranderos llevaban los botines- guayos, les decían- colgados al cuello y por supuesto, iban sin dormir y más ebrios que sobrios a cumplir con el entrenamiento. Cuanto más brillantes más bohemios eran.  Faltaban años para que los deportistas empezaran a cuidar su cuerpo con obsesión narcisista y a concebirlo como su propia máquina de producir dinero.

Era al comienzo de los setenta. El siguiente medio siglo traería cambios vertiginosos para el mundo y para el fútbol. Las transmisiones en directo por televisión captaron un mercado y con él la llegada de toda la ralea de empresarios y traficantes que bien conocemos.

Pero eso al hincha nada le importa: su destino es gozar y sufrir. Y en lo segundo los del Deportivo Pereira tienen una fecunda experiencia recorriendo “El   largo y tortuoso camino” que cantaron The Beatles.

                                                             Apolinar Paniagua

La primera vez que vi jugar al Pereira fue en 1971. Jugaba a veces en el “Mora Mora” y otras en el estadio “Santa Ana” de Cartago, porque todavía no habían sido entregadas las obras del “Hernán Ramírez Villegas”. La nómina era una renovación y a la vez una continuidad de “La furia guaraní”.  Entre los colombianos Luis Largacha y Roberto Vasco- porteros-, “Cachaco” Rodríguez y Oswaldo Calero, al tiempo que la legión paraguaya la conformaban los volantes Aurelio Valbuena, Mario Rivarola, Julio Gómez- nacido en Argentina pero paraguayo hasta los tuétanos- “Moncho” Rodríguez y el mortífero goleador Apolinar Paniagua, el mismo que le marcó tres goles a Otoniel Quintana, arquero de Millonarios, rompiendo de paso su marca de 1024 minutos con la valla invicta.

Y voy a detenerme en esa imagen porque, hasta ahora, el Pereira y sus hinchas han vivido de dichas fugaces como esa, seguidas de largas, muy largas agonías. Razones de sobra para entender y acompañar el carnaval que sus fieles devotos celebran por estos días en las calles de la ciudad y, según las imágenes que circulan en Internet, en los lugares más insospechados de la tierra.


PDT . les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:

https://www.youtube.com/watch?v=cR6KiP0Eyyk