viernes, 21 de julio de 2023

Los Sorias, ardiente delirio

 

              





                  "El alma es igual al cuerpo multiplicado

                 Por la velocidad de la luz al cuadrado”.

                      Razonamiento de un personaje de Los Sorias



Delirium Tremens

Si Shakespeare nos advirtió de que “la vida es un cuento narrado por un idiota, lleno de ruido y furor”, Los Sorias, la novela del escritor argentino Alberto Laiseca, bien podría ser un aventajado capítulo de esa saga cuyos protagonistas son el delirio y el caos, porque la obra es, entre muchas otras cosas, una parábola y una parodia del poder, hijo natural de esas dos divinidades erráticas.

Recién adentrado en sus más de mil doscientas páginas, el lector piensa en títulos como Tirano Banderas, de don Ramón María del Valle-Inclán; Claudio El Dios y su esposa Mesalina, del poeta Robert Graves; El señor Presidente, de Miguel Ángel Asturias; Yo el Supremo, de Augusto Roa Bastos o El otoño del patriarca, de Gabriel García Márquez, todas ellas indagaciones sobre la naturaleza de esa forma de locura que es el ejercicio del poder en todos los tiempos y en todos los lugares.

 Por supuesto, son sólo caprichos y asociaciones de lector, porque Los Sorias dista mucho de poder ser encasillada bajo el desgastado rótulo de “Novelas de dictadores”.

Mejor dicho, Los Sorias no admite rótulo alguno: de ese tamaño es su singularidad. O si no, ¿qué puede decirse de un lugar, planeta o país cuyo gobernante, identificado como El Monitor, se autodenomina “Primer Histérico de la Nación”?

El lugar, planeta o país se llama La tecnocracia. El nombre es un auténtico adelanto de lo que nos aguarda si decidimos cruzar sus fronteras. Y a propósito de éstas últimas, La Tecnocracia libra una batalla eterna y feroz contra Los Sorias, una suerte de espejo enfrentado en el que las partes pueden contemplar sus respectivas realidades distorsionadas. En esa pugna se desencadena una persecución contra rojos, rosados y rojillos, que nos lleva a pensar en esas cacerías tan propias del mundo de la Guerra Fría, cuando el capitalismo y el comunismo se acusaban de ser manifestaciones del mal en estado puro.

Esa batalla se resume en una consigna llena de reminiscencias de viejas militancias políticas fáciles de identificar: “Por La Tecnocracia, todo, hasta El micro de oro; por Los Sorias, nada”. En la guerra, que a ratos suena a alegoría Orwelliana, destacan también con un rol activo o pasivo Chanchenia del Norte y del Sur, Protelia, Protonia Oriental, Dernia, Goria, Garduña, Musaraña, Cataluña, El Califato de Córdoba… y la mismísima Unión Soviética. Con esta última se libra una guerra que es a la vez   contienda tecnológica y teológica en la que el ser y el Anti-ser se juegan sus cartas.

En ese entramado juegan un papel clave los más conocidos dogmas ocultistas a los que, como bien sabemos, no es ajena la música. No es casualidad que la obra esté llena de alusiones paródicas a los grandes maestros del campo sinfónico, así como del rock, el punk y todas sus variantes.




Como pueden ver, a esta altura del camino necesitamos de una muy precisa cartografía si no queremos extraviarnos en la aventura.  Como todos, estos mapas están hechos de nombres: Unión Soviética, rojos, rosados, rojillos y todo un glosario que se irá acumulando hasta el final… suponiendo que este libro tenga un final

Ese tipo de alusiones son anclas que el autor planta en la realidad: bien sabemos que cuanto más desopilantes son el delirio y el caos con mayor razón precisan de   un asidero en el aparente orden del mundo.  De esa manera se perpetúan y se hacer creíbles… al menos mientras el lector da vuelta a la página, donde se topará con dioses que ostentan nombres como Monocateca, Bitecapoca, Tritaltetoco, Tetramqueltuc, Peniacoltuco y Exatlalteluco. pertenecientes a un credo conocido como Exateísmo A cada una de las divinidades de ese panteón le corresponde un mes del año y a algunas hasta dos.

En el principio fue el verbo

En todas las civilizaciones las palabras alientan en el principio del mundo. El poder lo sabe y por eso intenta hacerse con su control. Las religiones, los dictadores y los partidos políticos se han ocupado siempre de encontrar la mejor manera de hacerlo.

En Los Sorias las palabras son los auténticos personajes. Lo demás es lo que los estudiosos de la literatura llaman la trama. Por eso el lector no puede distraerse un segundo: pasa de largo por una palabra y estará condenado al extravío, como los niños de los cuentos infantiles cuando no ven los mojones plantados en el bosque. No por casualidad existe una entidad llamada “Monitoría de las Lenguas”, consagrada al estudio exhaustivo de la etimología de las palabras, es decir, qué significan con exactitud.  Conocer ese significado es vital, porque, según los responsables de la Monitoria, el mal opera sobre los hombres a través de las distorsiones idiomáticas.

En este punto, uno piensa en el aparato de propaganda nazi, en Stalin y sus estudios de lingüística, en las prédicas del Gran Hermano, en las llamadas “noticias falsas” o en lenguaje efectista de la publicidad.  Muy pronto, descubrimos el propósito final, ajeno a cualquier interés académico: identificar y encerrar en un campo de concentración a todo artista que no comprendiese la cosmovisión de la tecnocracia.




¿Y cuál es esa cosmovisión?

Enrique Katel, Kratos de las lenguas en La Tecnocracia, lo tiene claro: busca “El esplendor antiguo”, esa peligrosa quimera que tanto seduce a dictadores y caudillos. Bien sabemos que fue el pretexto de los nazis para emprender el exterminio y, en tiempos recientes, Donald Trump la reeditó en su consigna “Let´s make America great again”, tomada a su vez de Ronald Reagan. Son consignas como esas las que mueven al pueblo, “ese cuerpo imaginario e inencontrable”.

Pero es en una carta de respuesta a Personaje Iseka- un converso que, harto de los sorias, decidió adherir a La Tecnocracia- donde El Krator deja las cosas claras:

 

“Estimado señor y, por lo que leo en su carta, nuevo camarada, no es mediante el ultrismo en todos los órdenes que La Tecnocracia alcanzará su destino de grandeza. Usted acaba de llegar al país y por eso tal vez ignore que, a nosotros los tecnócratas, nadie tiene necesidad de enseñarnos a ser duros e implacables cuando hace falta. Se lo puedo asegurar. El poder es un enigma, sobre todo para nosotros los dirigentes. Todos los días trabajamos con enmarañadas, laberínticas claves que es preciso descifrar. Un error de proporciones sería. A veces hay que ser duros y otras no. El problema es cuándo y cómo”.

Así que La Tecnocracia sabrá cuándo y cómo ser dura con Los Sorias y otros apóstatas. Eso lo han sabido siempre los tiranos de todos los tiempos. Después de todo, la combinación de zanahoria y garrote no es un invento reciente. A modo de colofón, esa visión del mundo se ofrece en una fórmula: “En las elecciones realmente libres, el dictador se asegura de que su voto sea igual a la mitad más uno de los sufragios emitidos”.

¿Un dictador que convoca a “elecciones libres”? Bueno, la novela de Laiseca y la Historia Universal abundan en oxímoron como éste. Sólo que no debemos dejarnos engañar por las apariencias: a menudo, el delirio y el caos son formas supremas de la lucidez. Por algo, el Monitor es un secreto devoto del cine y fundador de una escuela conocida como “realismo delirante”. Tan delirante y realista como la declaración de la mujer conocida como “La lujuriosa”, devenida amante y consejera del Monitor:

“El mundo está lleno de falsos libertinos y putas arrepentidas. Siempre sostuve que el sexo debía estar bajo control de una pornocracia ilustrada”.

La cosmovisión de La Tecnocracia no se limita al campo de la política o el esoterismo. También debe ocuparse de la estética, si aspira a un manejo absoluto del mundo. De ahí que el rol del escritor sea asunto de sumo interés, como se deriva de esta reflexión acerca del Kratos, a propósito de una carta recibida:

De pronto sonrió. Se le ocurrió que aquella invocación por medio de una carta era un suceso, por sus características, exactamente opuesto a los procesos internos de la novela simbólica alemana, donde todos los personajes son proyecciones del personaje principal: sus otras personalidades o «yoes», digamos. En esa novelística se parte del principio de que el alma humana contiene alturas excelsas, pero también aberraciones espantosas. Esta idea nace de la omnipotencia de su autor, que en el fondo cree contenerlo todo. Pero no es así. Esos escritores —meditó el Kratos— tienen muchísimos menos «yoes» de lo que se imaginan. A veces la fuerza no les alcanza ni para ser malos. Suponen ser niños terribles y resultan de lo más comunes. Arrancan del falso fundamento de que en el «teatro»' de sus propias almas hallarán la purificación. Entonces todos los personajes y sucesos son símbolos y partes de un todo, que es el Gran Yo. ¡Vaya arrogancia! Esto resulta, cuanto menos, una falta de respeto por la realidad. El autor no es Dios ni cosa que se le parezca. Por creerse omnipotente olvida a los demás, deja de considerarlos seres humanos y los disminuye hasta hacerlos meros símbolos, simples propagaciones de su yo. El castigo viene solo, y es que el escritor no resuelve su problema y patina en sus vicios hasta el último día de su vida: por no haber aceptado a los otros como otros. Una novela puede ser escrita por razones de purificación, y quizá muchos personajes contengan partes de su autor. Pero no todos, y aun los que entran en esta categoría, si son partes lo son entre otras cosas y a pesar de, lo más fructífero e importante, en todo caso, es el hecho de ser ellos mismos, pues viven. Los simbolistas —continuó pensando con furia el Kratos— se parecen a quienes creen que el mundo no existe, que sólo ellos tienen resolución real y corpórea, y que están imaginando todos los procesos de la vida. En tal omnipotencia viciosa está la clave del fracaso: en su falta de respeto por el mundo terrenal”




 

 ¿Y Los Sorias?

Ustedes se preguntarán por qué ocuparse primero de La Tecnocracia y su sistema si son Los Sorias quienes le dan título a la novela.

Bueno, sucede que Los Sorias son la Némesis de La Tecnocracia y, por lo tanto, se necesitan mutuamente para ser y estar en el mundo. Más que subversivos, los sorias son proscritos por no ajustarse a una cosmovisión que entre los otros se presume verdad revelada. Si unos párrafos atrás hablamos de guerra fría, la  pugna  entre los protagonistas de  esta historia por momentos se enciende y lleva incluso al uso de armas químicas en el intento de exterminar al adversario. En este punto resulta más claro que nunca el carácter delirante y caótico de la realidad, mientras la literatura permanece en estado de lucidez. Ya lo escribió don Antonio Machado: “El loco purga un pecado ajeno: la cordura. / La terrible cordura del idiota”. Esa forma de insania crea una provincia de Soria, una suerte de campo de concentración al que son llevados- otra amarga paradoja- los que son sospechados de totalitarismo. En esa Siberia se sale a cazar personas como si de un coto de caza se tratase.

Como contraparte del Monitor, Soria es gobernada por el Soriator, jefe supremo del país, que se mueve entre sectas con nombres de esta índole: Los naricerinos, cuyo dios es una nariz; Los orejarios, que adoran una o varias orejas; Los cularios, que se cortaban el culo; Los izquierdostesticularios y toda una taxonomía gozosa forjada con el más fino humor negro. Una muestra: en algún punto del relato aparece un personaje llamado Gordo Soriano que, por supuesto, es el mismísimo escritor argentino Osvaldo Soriano en persona, y cuyo apellido da lugar a un disparatado malentendido.




Un dato esencial: el Soriator se considera la reencarnación de Almanzor, el legendario caudillo de los moros, a quien rinde un culto que se manifiesta en la proliferación de rituales de toda índole.

En el primer capítulo de la novela se nos presenta a Juan Carlos y Luis, dos de los hermanos Soria que comparten cuarto de pensión con Personaje Iseka- ese es su nombre-. Iseka intenta escribir una novela o algo así y los hermanos lo interrumpen todo el tiempo, conminándolo a ocuparse de alguna cosa útil que le reporte algo de dinero. Exasperado, el ignorado escritor opta por huir y refugiarse en tierras de La Tecnocracia, pasando como quien dice de la anarquía al orden, de la libertad al control absoluto. Alargando un poco el concepto, podemos decir que Los Sorias, cuya literatura se llama Soriasis, son algo así como la contracultura, tan temida en principio por el poder, aunque no tarda en asimilarla y ponerla a su servicio. Vistas así las cosas, resulta bastante ilustrativo encontrarse con este párrafo:

“El conjunto de música beat La Horrible Abuelita, autor colectivo de las siguientes composiciones que desfondaron hacia arriba todos los rankings: Rail alrededor de la fogata, Le pego a mi nena con una cadena de bicicleta, Tengo una poca, Sé mi hembra de hurón. ¿Por qué no quieres hacer conmigo como las nutrias?, Te haré el hara-kiri cuando te agarre putita de topo, Abriéndome las venas en la colina llena de frutillas rosadas, El aullido del perro, El chillido de la rata al ser pisada por aquella otra, La clava de Neanderthal, La mujer de Piltdown, Tengo una tundra, El conejo estepario, Si te portas bien conmigo te regalo un liquen, El estupefaciente più mosso lento que se tomó la grulla rosada de patas blancas ojos grises pico dorado alas de murciélago verde y sombrero negro (¡miren si no será tonta!), Bomba Hache homeopática sobre Chanchín del Norte, El Monitor es un Monstruo, etcétera, al principio fue tolerado y hasta estimulado por el Jefe de Estado, quien lo nombró conjunto oficialista de rock. Pero cayó en desgracia cierto día cuando, ya cubierto de honores y lleno de plata, editó una nueva composición titulada El Monitor es bueno.

Para el orden establecido Los Sorias son la peste, un peligro del que debe mantenerse apartado y al que trata de controlar con medidas tan absurdas como esta:

 

“Enrique Katel, Kratos de las Lenguas, quien al igual que todo tecnócrata odiaba a los sindicalistas recalcitrantes, refractarios a su asimilación al nuevo orden de cosas, dictó una directriz según la cual, todas las propiedades de esta gente, quedaban grabadas con impuestos con carácter retrospectivo hasta el año 1030. O sea hasta la Edad Media. Y de nada les valieron sus protestas de que por aquel entonces no existía la Tecnocracia y ni siquiera los Sindicatos”.




Los avatares del mal.

El poder, toda forma de poder como manifestación del mal. Del Antiguo Testamento con su legión de demonios a la fascinación de Thomas Pynchon y David Foster Wallace por una Norteamérica salida de quicio, pasando por los personajes alucinados de Dostoievski o el perturbador Informe sobre Ciegos, de Ernesto Sábato, buena parte de la gran literatura de todos los tiempos se ha sentido arrastrada por esa órbita gravitacional. Los Sorias no es una excepción. En esa medida, el primer reto para el lector es no caer en la tentación de creer que para el narrador el delirio y el caos son fines en sí mismos. Todo lo contrario: son en realidad la esencia del poder, las claves para seguir su rastro como el azufre en las leyendas medievales del demonio. De ahí la necesidad de trascender lo que en principio parece un juego de frases ingeniosas, como el catálogo de bebidas alcohólicas que se ofrece en una de sus páginas:

“Una silla de fusilar eléctrica”.

“Un campo de concentración con agua”.

“Tecnócrata rabioso triple”.

“Monitor doble con hielo”

“Lanzallamas gigante triple”

“Medio dedo de Frente SS”.

“Monitor aullando histérico entre alfombras rojas”.

Sólo a luz de semejante estado de ebriedad puede comprenderse una declaración de principios como esta, propia de un tecnócrata llamado Telefónico I:

Soy egocéntrico. Tan sólo me hacen gracia mis propios chistes. Estaría el día entero escuchándolos. Así que cuidadito con juzgarme”.

No podría haber mejor síntesis de la manera cómo funciona el cerebro de un dictador.

A modo de contrapunto, Los Sorias proponen una aparente libertad sin tapujos que empieza, cómo no, por las palabras, según se lee en este poema de Luz Soledad Ferreira Perfecta Soria:

“Cuando escucho la voz del Soriator siento una cosa entre las piernas. Es como una avenida de soretáceos que montasen guardia como esfinges. ¡Oh Soriator!: cuando te miro me parece que por el culitólido me entrase una gran caquélida, que me penetrara toda, y llego al orgón mustio. Otras, por mi vulvúcea penetras y mi árida matriz matrizdrida se llena de tu mierdísida metafísica. He tenido asi\ gracias a ti, hasta ocho fetáceos de bastante bosta. ¡Ven! ¡Ven pronto Señor Soriator y escatológame encima con ti gicoca, escatógame con tu logicaco y metolocaga con tu escocagi! Ser o estar. Ésta es la cuestión”.

Luz  Soledad  Perfecta: frente a ese nombre no cabe ironía.

Pero esa libertad sin tapujos es sólo un truco para ocultar las dimensiones de la barbarie: nunca es tan peligrosa una dictadura como cuando se disfraza de liberalidad. O si no, fijémonos en el rol jugado por los sindicatos en esta historia, auténticos tumores cancerígenos que se multiplican con la voracidad de un universo en expansión.


                                                              Alberto Laiseca

Maestro de la parodia Laiseca no da tregua. De principio a fin, su novela está sembrada de guiños, de juegos, de mensajes crípticos y, por encima de todo, de un humor que nos mantiene en vilo , como en esta tonada que recuerda a los cantos nazis y fascistas:

“Los plagiarios de patentes,

Los asquerosos plagiarios de patentes,

Pronto de un poste colgarán,

Con la mirada puesta en nuestro Monitor.

El contrabando de fósforos a pilas terminará,

Terminará,

Terminará,

Terminará.

Dales, dales bien duro,

Hasta que del culo salgan destellos”.

Frente a la potencia devastadora del poder sólo quedan el humor y la risa capaces de poner al tirano en su lugar, independiente de si su reino es Soria o La Tecnocracia. La ironía y la risa nos recuerdan lo que ya dijeron los teólogos: que el truco más socorrido del demonio consiste en hacernos creer que no existe.

El narrador de Los Sorias lo sabe: burlarnos del burlador es una buena manera de conjurarlo.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:

https://www.youtube.com/watch?v=XRU1AJsXN1g

viernes, 7 de julio de 2023

Esqueletos en las redes





“Todos tenemos un esqueleto escondido en el armario”, reza una vieja sentencia, para referirse a esas lacras, pecados o faltas personales que quisiéramos olvidar o pasar inadvertidas pero, ante la imposibilidad de hacerlo, al menos nos gustaría mantener confinadas en algún rincón de la mente con la esperanza de que nadie pueda notarlo.

Pero todo se queda en deseo.

Es bien sabido que nunca falta el imprudente, el chismoso o el enemigo que un día saca nuestras miserias a pasear por las calles para deleite de los espectadores.

Es entonces cuando afloran comentarios del tipo: “Como parecía de buena persona” “Miren a la mosquita muerta con la que salió” o “Ya decía yo que ese era un sepulcro blanqueado”

De nada sirven los esfuerzos que haga una persona para regresar la osamenta a su confinamiento. Una vez pulsado el botón de la maledicencia, nada volverá a ser lo mismo.

Desde la biblia hasta las novelas contemporáneas, pasando por los cronistas de los dictadores romanos o los áulicos de las cortes española, inglesa o francesa, las grandes obras de la literatura y los mejores libros de historia abundan en la exhibición minuciosa de las debilidades de los poderosos, que nada podían hacer frente a la avidez que todos manifestamos ante la exposición pública de las faltas ajenas, o de lo que la moral al uso considera como tales.

De ahí viene en buena medida la opinión que tenemos de seres tan lejanos en el tiempo como Judas Iscariote, Lucrecia Borgia, Cleopatra, Enrique VIII, Madame Pompadour, Catalina La Grande o el mismísimo patriarca Abraham del Antiguo Testamento.




¿Eran en realidad mejores o peores que el resto de los seres humanos de cualquier época o lugar?  Tengo mis dudas, con perdón de los historiadores, que al fin y al cabo son mortales hechos de barro y, en tanto tales, tienen sus filias, fobias e intereses. Es distinto el caso de los novelistas: siempre podrán argumentar que lo suyo no pasa de ser ficción y que, por lo tanto, cualquier parecido con un personaje de carne y hueso es mera coincidencia.

Curiosamente, nunca se supo que alguno de esos personajes, indignado, exigiera  respeto por su privacidad y pidiera protección ante los tribunales. Se sabían personas públicas y se asumían en su condición. Ese reclamo parece ser un fenómeno contemporáneo, propio del mundo del espectáculo y de las redes sociales como instrumento de multiplicación.

Y eso nos deja, de entrada, ante una paradoja. A juzgar por su comportamiento y por lo que suelen expresar, las celebridades aprovechan su exposición constante a la mirada ajena para cosechar seguidores, obteniendo de paso beneficios económicos y de otra índole-incluida la sexual-. No de otra manera se explica la obsesiva publicación de los más insignificantes detalles de su vida en sus redes particulares. Esos detalles incluyen a veces imágenes de sus hábitos sexuales.

Pero la dirección de los vientos siempre cambia y, un día, por envidia, por venganza o por el simple goce de enrarecer el ambiente, alguien decide que es hora de sacar a pasear el esqueleto- o la legión de esqueletos- del fulano o fulana para que se den una vuelta por ahí. Y aquí es donde se hace evidente la diferencia. Mientras a los esqueletos del pasado los sacaban a pasear por las calles de Roma, París, Londres o San Petersburgo, los modernos tienen el planeta entero a su disposición:  basta un clic para que el huesudo en cuestión le dé la vuelta al mundo en todas direcciones en cuestión de segundos. Por eso es habitual que en las redes, y en tiempo real, se crucen los esqueletos de Shakira y Piqué, de Lady Gaga y el presidente Bukele o los de un cardenal romano y una estrella porno de Los Ángeles.



Es entonces cuando se escucha primero una vocecita, luego un grito estridente y acto seguido un llamado de auxilio pidiendo que se respete la vida privada del reclamante. ¿No es éste el mismo individuo que hasta ayer hizo de su vida un acto de perpetuo exhibicionismo? Se pregunta con todo derecho el consumidor de información al que le reste un tanto así de lucidez.

Y le asiste toda la razón: si las viejas fronteras entre vida pública y privada se desvanecieron a resultas de las acciones del ahora quejumbroso, no se entiende con qué rasero se pueden medir las dimensiones de la supuesta invasión. Conceptos como intimidad o privacidad, que las personas solían defender con todos los recursos a su alcance, hace rato perdieron su antiguo sentido, más aún cuando la existencia toda se convirtió en espectáculo.

Dicho de otra manera, si un sector de la población hizo de la exhibición del propio ser una codiciada mercancía, mal hace ahora en reclamar porque otro sector optó por darles un paseo a sus esqueletos en las redes.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

https://www.youtube.com/watch?v=Ry7Tp-dH9x0