jueves, 30 de agosto de 2018

Los muy andariegos





 Durante siglos los ríos Otún y Consota tejieron sus orillas con guaduas y guijarros.

O “Cañas gordas”,  como las llamaron los cronistas cuando se extraviaron en sus trampas de espinas.

Las piedras y guaduas con las que  construyeron sus casas y puentes los primeros pobladores.

Hasta este valle llegaron las muy andariegas y violentas huestes del conquistador Jorge Robledo.

Por aquí llegaron con sus armaduras, sus lanzas, sus clérigos, sus caballos, sus perros y su viruela al promediar el siglo XVI.

Y sus cronistas.

Dicen que fueron estos los que bautizaron  el primer asentamiento con el nombre de la vieja Cartago, la ciudad fenicia  que le diera gloria   a Aníbal.

O al revés. Con estos  asuntos de la historia nunca se sabe.

Esos mismos cronistas nos  dirán que el clima, los guaduales, los indios, los pantanos y los mosquitos obligaron a Robledo a buscar otras rutas y parajes.


El bosque y sus criaturas no tardaron en reinar de nuevo  en el caserío abandonado.

Hasta que empujados por las guerras civiles, el hambre y la falta de tierras otros andariegos llegaron a mediados del siglo XIX.

Caucanos, antioqueños y, en menor medida, boyacenses y cundinamarqueses plantaron sus casas de guadua en medio de esos dos ríos.

El Otún: una palabra que significaría “El dios de las aguas dulces” o “Espíritu y diosa de  los ríos”, según lo interprete el traductor. El vocablo habría llegado de África  bien guardado en la lengua de uno de los pueblos secuestrados por los traficantes de esclavos.

 

El otro, Consotá, evoca la vida y andanzas de uno de los caciques quimbayas que dominaron estas tierras ricas en oro y sal.

Para trabajar en esas minas fueron trasportados esclavos negros que no tardaron  en rebelarse contra colonos, propietarios y capataces. Así nacieron algunos palenques, fortines de esclavos fugitivos, o cimarrones, que  empezaron a marcar el poblado con el sello de su cultura: músicas, ritos, credos, bebidas, comidas.

A ellos se sumarían los indígenas desplazados de  sus montañas por   la nueva avanzada de  colonizadores que se descolgó desde las montañas de Antioquia.

De ahí en adelante,  el mestizaje sería  la impronta  de una ciudad que, ciento cincuenta y cinco años después de refundada, vuelve a descubrirse y  a cantarse en todos los ritmos imaginables : boleros, baladas, tangos,  , rock, carrilera, metal, rap, hip-hop y bambucos : todas las sangres y todas las voces habitan estos barrios que se llaman Cuba, Boston, Kennedy, Galán, Providencia, Corocito o San Jorge: depende de la  motivación de quienes los fundaron y del momento histórico que les correspondió vivir.



Lo mismo pasa con la comida, esa   forma de afirmarse  desde los sabores. Chontaduro del Chocó por allí; pescados del pacífico y el caribe más allá; mamona de los Llanos orientales por este lado; Champús y aborrajados del Valle en esta tienda y arepas de la montaña en todas partes.

Y están , desde luego, los  sabores traídos por quienes viajaron un día y al volver a casa abrieron sitios donde  venden tacos mexicanos, mariscos peruanos, paella valenciana, churrascos argentinos, pastas italianas y rodizios brasileños : el mapamundi gastronómico reunido en una ciudad de quinientos mil habitantes.

Sucedió en el cruce de caminos entre el siglo XIX y  el XX.

Muy lejos, en pueblos de Palestina, Siria y Líbano agobiados por las guerras, algunos jóvenes tuvieron noticia de una pequeña población ubicada justo en el centro del centro de Colombia, a unas cuantas horas de un puerto que conectaba con el mundo y cuyo nombre encerraba en sí mismo una promesa: Buenaventura.

Pereira se llamaba la población.

Así que esos andariegos se hicieron al camino. Atravesaron un continente entero hasta alcanzar el puerto de Marsella.

En barcos atestados cruzaron el Atlántico. Una vez llegados a tierra firme desembarcaron en Barranquilla y siguieron a contracorriente la ruta del río Magdalena vendiendo telas con metros de noventa centímetros.

Otros  decidieron cruzar por Panamá hasta alcanzar Buenaventura.

Ya instalados en  Cartago y Pereira se dedicaron a hacer lo que mejor sabían: comprar y vender.

De todo: telas, alimentos, licores, herramientas, ropa, perfumes, ilusiones.



Como buenos  andariegos, pronto pasaron del intercambio económico al amoroso y se casaron con mujeres del lugar.

Por eso uno puede encontrar familias con apellidos como Ángel Chujfi o Abdalá Idárraga.

Judíos  con sirios. Palestinos con vascos.

Todo un murmullo de sangres y voces.



Bien entrados en la segunda década del siglo XXI  la dura economía provocó nuevos desplazamientos. Esta vez son miles de venezolanos que cruzan la frontera y empiezan una peregrinación que los deja en Pereira después de tres días de viaje en autobús.

El rumor de voces vuelve a empezar. Va uno saber qué saldrá de allí a la vuelta de unas décadas.


PDT les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada 

jueves, 23 de agosto de 2018

Sinfonía del miedo






En todo tiempo y lugar siempre hay alguien que  espía tras los visillos.

Empezando por la imagen ancestral  que los hombres se hicieron de sus dioses: los que nos observan, premian y castigan.

Cualquier cosa es motivo de interés para quien acecha: las hojas del parque agitadas por el viento; el maletín de un vendedor de baratijas; el  rayo que incendia las montañas  al fondo de la ciudad; el niño que corretea tras un balón.

Para el que mira el mundo entero es cifra y, por lo tanto, conjetura.

Todo escritor es, por definición, un mirón.

¿O acaso Jorge Luis Borges no concibió El Aleph como el punto desde donde se pueden contemplar en simultánea todos los fenómenos del universo?

El mexicano José Emilio Pacheco (1939-2014), o las voces encargadas de urdir sus historias, se saben  mirones tras los visillos.

Observadores  de la vida de unos hombres que, aterrorizados por los recuerdos propios y los ajenos, se consagran a adivinar las posibles vidas de los otros.



Sobre líneas tan finas se desarrolla Morirás Lejos, una breve novela de ciento cuarenta seis páginas reeditada en 2017 bajo el sello de Ediciones  Era.

En literatura la brevedad se compensa con intensidad. Y Morirás lejos es una cuerda tensada entre extremos muy distantes en el tiempo y el espacio.

El título mismo es tomado de una antiquísima maldición: Morirás lejos de la tierra que te vio nacer.

Nada menos que la clave de todo  exilio. La medida de la diáspora, del destierro

Ya en la primera línea del libro el narrador nos presenta uno de los extremos de la cuerda.

Se llama eme.

“Con los dedos anular e índice  entreabre la persiana metálica: en el parque donde hay un pozo cubierto por una torre de mampostería, el mismo hombre de ayer está sentado en la misma banca leyendo la misma sección,  El Aviso Oportuno, del mismo periódico: El Universal”.

Eme y el hombre del periódico- alguien- pueden ser las imágenes producidas por dos espejos enfrentados: ¿Quién vigila a quién? ¿Cuál de los dos es el perseguido y cuál el perseguidor?

Eso en caso de que, en efecto, se pueda hablar de una persecución.

Todo hombre es una conjetura.

Y cada episodio de la historia personal y universal también lo es.

Tenemos tantos rostros y destinos  cuantos puedan  imaginar  los que nos rodean.

Sobre esa base, el narrador de Morirás Lejos nos propone un descenso a los infiernos.

Los de  la memoria personal tanto como los de la historia remota y reciente del mundo.

Los hombres  en cuestión están ubicados, uno en la banca de un parque y otro en la vivienda de un lugar que puede ser la Calle Salónica,  en la Ciudad de México.

O un barrio con el mismo nombre.



 En  una de las conjeturas de la novela, eme puede ser un  antiguo  criminal de guerra nazi empeñado en forjarse una coraza de anonimato en esa ciudad  habitada por millones.

Ese es otro de los puntos donde la cuerda se tensa: el drama del pueblo judío, marcado por maldiciones  sin  cuento, se despliega en un permanente contrapunto que va  de la destrucción del Templo de Jerusalén a manos de las legiones de Vespasiano a los momentos más brutales de la Segunda Guerra Mundial.

Uno de los narradores es Josefo, para muchos el nada confiable cronista de los sufrimientos de su pueblo en tiempos del Imperio Romano.

El relator de la Diáspora,

“Tito, en la torre Antonia, planeaba el asalto general para el siguiente día, undécimo del mes de Av, cuando un guardia romano arrojó una antorcha que al prender por el lado norte del Templo extendió el fuego a todo el santuario. Los judíos trataron de sofocarlo sin cuidar ya de sus vidas. Tito corrió a frenar, o fingir que frenaba, a sus soldados. Nadie le obedeció: las legiones avanzaban pisoteando a quienes caían. En su cólera gritaban a los demás que avivaran las llamas y pasasen a cuchillo a los habitantes de Jerusalén, quienes presenciaban azorados la destrucción del Templo y morían por centenares”

Ahora todo está claro: el abismo oscuro que se adivina al fondo es la condición humana.



José Emilio Pacheco, o los narradores de su novela han elegido el teatro de la Historia para hacer  visible esa condición. Por eso, en el siguiente círculo del infierno nos daremos de narices  con otro capítulo de la destrucción de Jerusalén: el delirio nazi, esa pesadilla  perpetrada por cultísimos ciudadanos arios  cuyos despachos estaban decorados con reproducciones de Brueghel, discos de Wagner, libros de Goethe y Nietzche, obras científicas en varios idiomas y, desde luego, el Mein Kampf de Hitler: todo un muestrario de la  civilización.

“A las pocas semanas de haber llegado al campo los prisioneros, eme puede estudiar en sus cuerpos incesantemente mordidos por los parásitos toda la patología de la desnutrición: avitaminosis, diarrea persistente, descalcificación, tuberculosis pulmonar, colitis, gastritis crónica, edemas, forúnculos, sarna, tiña, pulmonía diftérica y sobre todo la peste blanca: el tifus propagado por billones de piojos que pululan entre el fango y  la inmundicia  de las barracas”.

El homo sapiens se quita sus máscaras y solo queda el cráneo desnudo de la infamia.

Que otros hablen de escuelas y de técnicas narrativas: todo gran escritor tiene como único propósito abismarse en los meandros del corazón humano.   José Emilio Pacheco decidió asomarse  a través de los visillos de ese corazón para legarnos sus visiones del infierno, en este caso encarnadas  en la tragedia de un pueblo marcado desde sus orígenes por la estela de una viejísima maldición : Morirás  lejos de la tierra que te vio nacer.


PDT: les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada