lunes, 29 de abril de 2024

Las fugas de Coneio

 



 

          La vida es una montaña que se vuelve más escarpada a medida que trepas.

                                                John Updike

                                               Conejo en paz

 

 

On the road again

Con agudos presentimientos alojados en su corazón recién sometido a una angioplastia, Harry Angstrom, apodado Conejo desde su remota infancia, conduce su Toyota Celica hacia el sur de Estados Unidos, en la calurosa Florida. Saltando de autopista en autopista y de motel en motel engulle los kilómetros que lo separan de Deleon, la población donde posee a medias con su mujer (¿o su exmujer?) una vivienda en un condominio de clase media alta. En la radio sintoniza viejas canciones de crooners y de cantantes negras que lo mantienen en contacto con lo que no se atreve a llamar del todo su pasado.

Abajo, en una barriada negra y marginal lo espera algo oscuro que cobra un perfil más definido a medida que avanza: es su propia muerte que alcanza cada vez más consistencia luego de un segundo infarto mientras intentaba competir jugando al baloncesto con un adolescente del lugar. De joven, en los tiempos del instituto, Conejo fue un promisorio jugador  que llegó a levantar admiradores entre la gente de su generación, sobre todo entre el público femenino.

Pero eso fue en un pasado tan remoto que se antoja irreal: ahora, su corazón fatigado por las palizas de la vida le recuerda que envejece, que ya es el turno para otra gente pletórica de energías.

Ese pasado resulta tan irreconocible como la quimérica grandeza de unos Estados Unidos de América golpeados por la inflación, por la crisis de los combustibles, por la especulación financiera, por enemigos agazapados en todos los rincones del planeta y por un nuevo huracán que se aproxima a sus costas y bautizado con el nombre de Hugo. Extraña costumbre esa de bautizar a los huracanes con nombres humanos, como si con ese simple acto se pudiera conjurarlos.

En la superficie, Harry Angstrom, descendiente de inmigrantes suecos, huye de su casa familiar en Brewer, Pennsylvania, la localidad donde nació en 1933, durante uno de los coletazos de la Gran Depresión. Su esposa Janice, su hijo Nelson- que intenta salir de su adicción a la cocaína- y sus nietos Roy y Judice, acaban de ser enterados por Pru, la esposa de Nelson, de que una noche lluviosa de hace apenas unas semanas, tuvo una sesión de sexo con su suegro mientras el resto de la familia andaba fuera de casa.




Eso en la superficie, porque en el fondo intenta escapar de esa suerte de nata oscura que nos rodea a todos. Algunos la llaman alma, otros hablan de El destino y unos cuantos más la reconocen como la nada, a secas. De cualquier forma, es imposible escapar de ella. El amor, o el sexo para ser más precisos, es apenas uno de los muchos resquicios por los que tratamos de ponernos lejos del alcance de esa nata oscura. Al final, sólo conseguimos añadir otra capa.  Para Conejo el resultado de esa lucha fue una enfermedad del corazón, en el sentido fisiológico y poético de esa palabra ¿ No repiten todos esos cantantes que están enfermos del corazón?

Conducirnos a la entraña de ese inútil combate es el propósito del escritor norteamericano John Updike (1932, Reading, Pennsylvania- 2009, Danvers, Massachusets) en su tetralogía de novelas tituladas Corre Conejo, El regreso de Conejo, Conejo es rico y Conejo en Paz. Cada una de ellas abarca una década en la vida del protagonista y de quienes lo rodean: la del cincuenta en años de la posguerra, la de los sesenta con sus revueltas sociales y  su obsesión por las drogas, la del setenta con el  tránsito a  formas más despiadadas y sutiles del capitalismo, hasta llegar a los noventa cuando el desplome de la Unión Soviética   dejó a los  Estados Unidos  sin el gran enemigo y, por lo tanto, huérfanos de aquel ilusorio sentido de unidad nacional que marcó los años de la  Guerra   Fría.

En realidad no es necesario leer las novelas de Updike en el orden en que fueron publicadas. Bien visto, ese es apenas un formalismo editorial. Lo importante es seguir el camino de los personajes que gravitan en la órbita vital de Harry, como si se tratara de   satélites desamparados atados a la fuerza gravitacional de un planeta enloquecido.

Ya se trate de jóvenes o viejos, esos personajes están marcados por dos características: la exasperación sexual y un arribismo social que se alimenta de sí mismo. Esas dos fuerzas no los dejan dormir en paz. En busca de alguna forma de sosiego unos buscan las drogas de evasión en los sesenta o las que los conectan con el frenesí de los tiempos en los ochenta y noventa. Otros especulan en los mercados como quien juega a la rueda de la fortuna. En el entretiempo despliegan todos los trucos de la seducción, en una especie de carnaval que los deposita en la orilla del tiempo más fatigados que el día anterior y con un regusto amargo en la boca. Entretanto, los que ya quedaron fuera del juego se van a vivir al sur, a esa Florida de playas, de clínicas geriátricas y de tratamientos para conservar la poca salud que les resta.




Por lo visto, tantos años no les proporcionaron ni una pizca de sabiduría y templanza. Por eso miran la televisión y acarrean sus cuerpos como fardos por los campos de golf. Después de la carrera por hacerse a   un lugar en el mundo, según reza el evangelio de las clases medias, aguardan la muerte con el aire irresoluto de quien apenas si se atreve a mojar los pies en el agua del mar. A estas alturas, no les sobraría echarle un vistazo a aquella sentencia que el emperador Marco Aurelio garrapateó en sus cuadernos:

Qué bueno es, cuando tienes ante ti carne asada o algún alimento similar, imprimir en tu mente que es el cadáver de un pez o el cadáver de un ave o de un cerdo, y de nuevo, que el vino de Falerno no es más que jugo de uvas y tu túnica de borde púrpura es simplemente el pelo de una oveja empapada en la sangre de un molusco. Y en la relación sexual, que no se trata más que de le fricción de una membrana y de un chorro de mucosa expulsado.

Pero no hay sabios en las novelas de Updike. Sólo desesperados que luchan con lo que tienen a mano para mantenerse en pie sobre la cubierta de un barco que zozobra: su propio país en manos de los políticos, de los tiburones de las finanzas, de la industria del espectáculo y de los televangelistas que prometen la redención  a sus feligreses, mientras tratan de poner  al propio pellejo  a salvo de un escándalo financiero o sexual.




El comienzo del juego

Mientras viaja hacia el sur pisando a fondo el acelerador en medio de su larga noche Conejo recuerda o al menos trata de recordar. Su historia personal son hilachas, fogonazos de tiempo que a lo mejor acaban de surgir ahora mismo y nada tienen que ver con lo que la gente llama su pasado. ¿Quién le dice que Janice, Nelson, Pru, Judy y Roy existen realmente a esta hora y en algún lugar? A decir verdad, ni siquiera puede probar que el mismo exista esta noche, en esta autopista, con la voz de Connie Francis susurrando estribillos dulzones en la radio y con la vía láctea desdibujándose al fondo del firmamento.  Recuerda que una noche, durante uno de esos viajes de matrimonios cansados al Caribe, hubo intercambio de parejas. Esa vez sodomizó a  Thelma, que después se convertiría en su amante. Lejos de que la imagen le provoque placer, una punzada en el pecho le recuerda que al final del cuerpo de la mujer había un vacío y una negrura fría que hoy lo vuelven a dejar sin aliento.

La historia de toda vida es una sucesión de imágenes inconexas en un caleidoscopio a las que sólo la muerte puede poner fin, parece repetir todo el tiempo el narrador de la novela. Harry, por ejemplo, debe hacer grandes esfuerzos para remontarse a los días en que él y Janice se enamoraron - ¡Qué extraña suena esa expresión, ahora que su mujer dice odiarlo ante el tamaño de la afrenta recibida!-  Afrenta, dijo,  como si los seres  vivos no llevaran años  apareándose en respuesta a un mandato de la vida.

Pero bueno, sí, el recuerdo dice que un día Janice y él se enamoraron, que más tarde tuvieron dos hijos: Nelson, que los hizo padecer lo suyo con sus robos continuos en el negocio familiar- la concesionaria de Toyota heredada del viejo Springer, su suegro, que le echó una mano cuando perdió su empleo en la imprenta y lo encausó por el camino de la riqueza- y Becky, la pequeña que murió ahogada en la bañera, y los dejó cociéndose en un fuego eterno de acusaciones y remordimientos.




En la radio la voz ebria de Sinatra canta que siempre seremos Extraños en la noche y lo devuelve de golpe al momento en que Janice abandonó la casa para irse a vivir una aventura sexual con el griego Charlie Stavros, para entonces   hombre de confianza del viejo Springer. En una especie de retorcida compensación, Conejo llevó a vivir a la casa a Jill, una   hippy adolescente, y a Skeeter, un negro adicto a las sensaciones fuertes y comprometido en las luchas por los derechos civiles.

Para adquirir algo de consistencia, toda vida   necesita de un tiempo y de un espacio que la hagan creíble. Asideros, les dicen.  Como esos mojones con que los viajeros se orientan en el camino.  En las novelas de Updike esos mojones se materializan en forma de símbolos culturales. La música es uno de ellos: los crooners y las cantantes negras para Conejo, el rock para su hijo Nelson y el disco en los setentas, con la lujuria electrónica de Donna Summer. En el cine asistimos en compañía de la familia a una función de 2001, Odisea del espacio, de Stanley Kubrick, éxito de cartelera en 1969, el mismo año de Woodstock, de la llegada a la luna- una promesa echada a perder dos décadas después con el desastre de la nave Challenger. Para no perder la órbita, en los setenta tendríamos a E.T y en los ochenta La Sociedad de los poetas muertos, a Reagan, a Thatcher y unas cuantas de esas invasiones y guerras con que los Estados Unidos y sus amigos suelen animar la movida mundial.

En esa medida, Updike, igual que Pynchon, D.F. Wallace o Franzen , es un testigo feroz. Para ellos, el dinero es la sangre que fluye por las escleróticas arterias de un mundo agotado.  Si dejara de  circular todo desaparecería como activado por un encantamiento, empezando por la orgullosa civilización humana. Por eso, la sociedad debe estimular el consumo y el derroche en un incesante movimiento de sístole y diástole: anuncios publicitarios en las calles, en las fachadas, en las autopistas, en los moteles, en los estadios, en la televisión, en las revistas, en la radio, en las iglesias neocristianas y en cuanto sitio resulte disponible. La consigna es una sola: atragántate hasta que se te obstruya el culo, después ya veremos… si hay después.

La consecuencia más visible de todo eso es un permanente estado de crispación. La sensación de haberse quedado atrás. El pensador Herbert Marcurse llamó a eso La carrera de ratas. Siempre hay alguien a quien podemos sobrepasar y siempre hay alguien detrás pisándonos los talones. A esas alturas la única válvula de escape es una combinación de sexo, drogas y entretenimiento. Por eso el rugido de la masa en los estadios se parece   tanto al gemido de la bestia en la cama. En realidad hay bien poco de placer en todo eso. Es más bien un llamado de auxilio a una divinidad que hace rato volvió la vista a otro lado.

Porque para escritores como ellos y otros de su generación la esperanza es algo vedado. El sueño americano hace tiempo devino pesadilla.  Corea, Vietnam, Cuba, Irán, Irak, Chile son apenas algunos de los puntos en el cada vez más encogido mapa de la tierra a los que su país ha llevado la devastación. Juegos de la geopolítica, le llaman a eso.

La expresión interna de ese universo de pesadilla es el Sida, el crack, la violencia en las calles, los barrios a los que no se puede entrar, como si se tratara de otro país. Conejo, su familia y el resto de la población se mueven con un andar de sonámbulos que sólo parece encontrar algo de paz cuando se sientan frente a la pantalla de televisor… donde asisten al desfile de guerras, drogas,  delirios sexuales, intrigas y crímenes, pero esta vez sumergidos en una burbuja que parece volverlos inofensivos.




Bienaventurados los muertos

La saga de Conejo es un viaje de ida y vuelta del que su huida al sur es apenas el más reciente capítulo. Convencido de que no hay lugar para la paz entre los vivos recuerda lo que leyó, escuchó o vio alguna vez en una película: todo el tiempo caminamos sin darnos cuenta sobre los huesos de nuestros antepasados (Ando sobre rastrojos de difuntos, escribió el poeta español Miguel Hernández). Poseído por esa pequeña dosis de clarividencia evoca a su hija Becky ahogada en la bañera; a sus padres, a los padres de Janice; a Jill, la joven hippy muerta en el incendio de la casa donde la había alojado; a Skeeter  , esa curiosa mezcla de chulo, iluminado y drogadicto. Pero sobre   todo piensa en Annabelle, algo así así como un alma en pena: pudo y no pudo haber sido su hija engendrada con una ya envejecida amante llamada Ruth. Conejo ya no tendrá tiempo de saber si esa muchacha a la que vio apenas un par de veces es hija de sus entrañas.

Y entonces, de golpe, lo asalta una visión: estamos hechos de tan extraña materia que nuestro hijo muerto es ya un antepasado.  Él también puede estar muerto y nadie lo ha notado… o a lo mejor si pero hicieron la vista gorda para no destruir su mundo de ilusión. Pudo haber muerto, por ejemplo, en Vietnam, si hubiese ido a la guerra, pero a esta hora de la madrugada es mejor hacer alto en el camino y descansar en algún motel para curarse de las ilusiones.  Una película porno podría ser un buen ancla para fijarse a los bordes de la realidad.

Estados Unidos coge todo y no da nada, como un agujero negro, sentencia el empresario japonés que visita la concesionaria Toyota para revisar los vacíos dejados por los robos continuos de  Nelson. John Updike se ha especializado en escudriñar los entresijos más ocultos de ese agujero. De regreso, los vuelve de revés para mostrárnoslos en forma de novelas. Pensando en la muerte de su amante Thelma, aquejada de la enfermedad del Lupus, el narrador reflexiona:  La enfermedad de Lupus- que significa Lobo- es como una metáfora de los tiempos, una de las enfermedades de inmunodeficiencia en las que el cuerpo se ataca a sí mismo, los anticuerpos atacan su propio tejido, en una especie de odio a uno mismo.

Y eso sucede- continúa, Porque sin Dios que nos anime y nos convierta en ángeles todos somos basura. Basura, el resumen de la sociedad de consumo, un mundo donde la gente no compra cosas porque las necesite. Las compra porque están más allá de lo que necesita, le dice Nelson a su padre en uno de sus escasos raptos de comunicación.

¿Qué pasó con el sueño de los padres fundadores? ¿Adónde fue a parar eso de Y justicia todos? ¿Y lo de la fraternidad y la igualdad? Se preguntan los narradores y personajes de las novelas de Updike,  Pynchon, Wallace y todos los demás.




Desde luego, nadie puede dar respuesta. Todo el mundo está sumido en la confusión. Cada quien enganchado a su propia adicción, empezando por la violencia en la vida real o en la ficción. En América siempre hay un majara que dispara para que su nombre salga en los periódicos, dice alguien en uno de esos diálogos en los que las palabras decisivas parecen venir desde lo alto.

En Corre Conejo, la primera novela de la saga, Harry sale un día de su casa a comprar cigarrillos y no regresa. Una repentina fuerza lo empuja a abandonar el hogar conformado por Janice y el pequeño Nelson. Luego de su vuelta en El regreso de Conejo es Janice la que se va en pos de vaya uno a saber qué ilusiones en las que el sexo es apenas un pretexto. En Conejo es rico y Conejo en paz es Nelson quien, al modo de un animal acorralado, huye hacia delante arrasando lo que encuentra a su paso, empezando por sus pequeños hijos. En las novelas de Updike todos huyen, como huimos todos en el mundo del capitalismo tardío.

Ya ni siquiera perseguimos nada. La huida se ha convertido en un fin en sí mismo. Despojados de todo sentido trascendente de la vida olvidamos que hubo un tiempo en que valores tan simples como la compasión constituían el soporte de toda existencia. Es la compasión que Conejo ya no espera. El chico negro con el que jugaba al baloncesto lo ha dejado abandonado luego de   sufrir   un segundo ataque cardiaco mientras intentaba encestar una pelota de baloncesto por primera vez en muchos años. Quizá era el tanto de su vida pero ya no tendrá tiempo de saberlo.

Estamos en las páginas finales de Conejo en Paz. Las viejas calles de Brewer donde nació y creció, donde se ilusionó y perdió la fe son algo cada vez más borroso. Una neblina suspendida   sobre su cuerpo abandonado en el asfalto de la cancha. Como en las viejas sabidurías mayas, la sangre de Harry Amstrong parece haber alcanzado al fin el lugar de su quietud. Una   desastrada cancha de baloncesto en una barriada negra empobrecida. Como una última revelación, una suerte de recompensa divina por la suma de desaciertos que ha sido su vida enhebra una admonición : Ríete de los curas, pero ellos tienen la palabra que necesitamos escuchar, las que han hablado los muertos.

¿Puede alguien   imaginar un final mejor?


PDT les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

https://www.youtube.com/watch?v=A134hShx_gw

 

 

 

martes, 9 de abril de 2024

Palabras al vuelo

 


 




Ya les he contado que me apasiona escuchar las conversaciones de la gente en la calle, en los buses, en los cafés, en las salas de espera de cualquier cosa. Donde quiera que se junten dos seres humanos surge el prodigio verbal y con él, de vez en cuando, alguna cápsula de sabiduría.

Qué le hacemos. Mi oficio me hizo chismoso por definición. Escuchar las conversaciones ajenas equivale a mirar por el ojo de la cerradura: uno puede presenciar un fogoso combate sexual o un crimen inesperado. Depende de la carta que le haya tocado en suerte. Fisgonear es como ponerle un termómetro a la vida bajo la lengua en busca de algún estado febril.

Si, ya sé que los termómetros ahora son digitales y no se ponen bajo la axila o la lengua, pero hay algo de misterioso en esos lugares que hacen válido el uso de la figura.

Pues bien, gracias al auge del vegetarianismo, el veganismo y otras hierbas, escucho cada vez con  más frecuencia la expresión Asesinatos de vacas para referirse a la  bíblica costumbre de alimentarse de bípedos y cuadrúpedos  de la más diversa pelambre. Debe ser por eso que los viejos mataderos municipales cambiaron el nombre por el de Centros de Beneficio Animal, sin detenerse a pensar en el absurdo de llamar así a un lugar donde de todas maneras se despachan vacas, cerdos y otros semovientes con destino a la mesa de sibaritas carnívoros. Supongo que es otro avance en la manía de no llamar las cosas por el nombre.

En todo caso, a ese ritmo sospecho que muy pronto hablaremos de asesinatos de pollos, de patos, de conejos, de cabras, de atunes, de perdices y el catálogo completo de seres vivos incorporados por el Homo Sapiens Sapiens a su cadena alimenticia. No es difícil conjeturar que, a corto plazo, todos moriremos por desnutrición, como si ya no existieran suficientes personas condenadas al hambre en este mundo de abundancia.

San Francisco de Asís, que estaba tocado por la gracia, hablaba de las hermanas aves, las hermanas bestias y los hermanos gusanos. Pero el santo hablaba con Dios y eso lo convirtió en un ser excepcional. Nosotros, pobres mortales, hemos de comer carnes de todo tipo si queremos mantener altas las defensas de nuestro organismo. ¿Cuál será nuestro castigo por ese pecado? ¿A lo mejor cien azotes por cada cincuenta gramos de carne consumida o una dieta de lechuga perpetua por el consumo de una humilde ala de pollo deshidratado?




Los fundamentalismos siempre han funcionado así. No quiero imaginar lo que les sucederá a los ganaderos, avicultores y piscicultores cuando llegue el día del juicio. Me temo que serán equiparados a jefes de campos de concentración nazis y soviéticos, con el correspondiente castigo ejemplar.

En un programa radial, uno de esos “consejeros” o “coach” que se multiplican al ritmo de una plaga bíblica, sentenció que la leche es un líquido maligno, tan letal como el whisky de Kentucky, el mezcal o la chicha fermentada en  el altiplano por nuestros ancestros indígenas.

El fulano no aclaró si ese anatema funciona también para la leche materna, de cabra, de nodriza y otros tantos proveedores milagrosos.

Soy de los que resuelven los asuntos del alma directamente con Dios, de modo que me senté en el banco de un parque a rumiar- y perdón por el vacuno verbo- mis tribulaciones.

La falta de leche en la temprana infancia provoca lesiones cerebrales que determinan un cretinismo de por vida, le escuché decir una vez a ese gran médico y ser humano que fue Héctor Abad Gómez.

¡Carajo!, le reclamé a mi Dios ¿por qué nos has  abandonado? Sin leche ni carne acabaremos con el cerebro achicharrado, como el de un adicto al pegante o al bazuco. Suficiente tenemos con la  televisión y los teléfonos inteligentes. Pero Él siguió sumido en su silencio eterno.




No sé a ustedes, pero se me antoja que a esta cruzada se le fue la mano, como a todas. A este ritmo a la vuelta de unos años hablaremos de pulguicidios, piojicidios, mosquicidios, cucarachicidios y otros crímenes atroces. Para entonces, habremos regresado a los tiempos oscuros. Desnutridos y enclenques sucumbiremos al asedio de toda suerte de plagas, sin necesidad de un regreso al Covid-19, segunda temporada.

Ante ese sombrío panorama, decidí pasar la página y ocuparme de cosas más amables. Por ejemplo, meditar sobre el hondo sentido de la conversación entre dos chicas adolescentes a la entrada de un centro comercial:

Adolescente I:  allí viene el buenón de Ricky,¡ Papacito!

Adolescente II: ese man me encanta ¡lo veo y se me despeluca la cuca!

*Para lectores no colombianos aclaro que la palabra cuca, aparte de aludir a una golosina tradicional, se utiliza para nombrar el órgano sexual femenino… aunque, con la pornográfica costumbre de afeitarse los genitales, sospecho que la expresión de la chica II perdió su exquisito sentido.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

https://www.youtube.com/watch?v=p-T6aaRV9HY