jueves, 27 de agosto de 2015

Nave al garete




                                               Los tiempos del tranvía

En su minucioso recuento  sobre el recorrido del teatro en Pereira a lo largo de ciento cincuenta años de  historia, la periodista Natalia Gómez Raigosa da cuenta de una tradición : la de una escena  germinal, que  al finalizar el siglo XIX ya había establecido contacto con producciones provenientes de  España y otros países, es decir,  que existía un diálogo con el mundo, capaz de dar frutos  si bien precarios y casi siempre  imitativos, dotados de la fuerza suficiente para  señalar caminos tempranos a las expresiones artísticas.
Los mismos criterios valen  para las restantes vertientes  creativas y culturales. En la primera década del siglo XX  se publicaban libros de poesía, se imprimían hojas periódicas y se ensayaban las primeras ficciones que conducirían más tarde a una novela como Las rosas de Francia, de Alfonso Mejía Robledo. Al mismo tiempo se incubaba una propuesta original y vigorosa: la del cronista Lisímaco Salazar, que recién empezamos a conocer gracias al  paciente trabajo investigativo del poeta y periodista Mauricio Ramírez. Por lo demás, ya forma parte de la mitología local lo acontecido con la película Nido de Cóndores, que nos  habla de un temprano interés por el arte atribuido al ingenio de los hermanos Lumiére.


Podemos hablar entonces de una evolución del quehacer artístico y cultural  en la ciudad a lo largo de siglo y medio de búsquedas individuales y colectivas.  Transcurridos tres lustros de la nueva centuria, encontramos decenas de jóvenes buscando y buscándose un lugar en el mundo desde los lenguajes de la pintura, la poesía, la narrativa, el video, el documental, el graffiti, la tradición oral y todas las posibilidades permitidas por las tecnologías digitales.
Pero  mientras la cultura   amplía y robustece su radio  de acción, la política involuciona a  la vista de todos, sin que parezca preocupar a nadie. Basta con echar un rápido vistazo a los ciento cincuenta y dos años de historia de la ciudad para  hacerse a una dimensión del desbarajuste. Con todo y las dificultades  implícitas en los prejuicios ideológicos y doctrinales que la caracterizaron, la dirigencia  política de Pereira y Risaralda- antes Caldas-  tuvo siempre en mente un proyecto de ciudad, de región, de país. Sin renunciar a los ineludibles intereses personales, los gobernantes se movían animados por un valor caro a la filosofía liberal: cuando los individuos gestionan de manera honrada y eficaz sus ambiciones particulares, las dinámicas generadas  en ese propósito acaban por beneficiar  al colectivo. La idea de que un partido político era en realidad un proyecto  de sociedad en movimiento cobraba así pleno sentido, hasta el punto de que  la degradación de ese concepto condujo a uno de los momentos más  dramáticos  de nuestra historia: la violencia liberal conservadora, agudizada por el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán en 1948.

                                                 Candidatos a la alcaldía 2015

Hoy, con los partidos políticos convertidos  poco menos que en empresas  privadas en las que  inversionistas de dudosa procedencia hacen sus apuestas en todas las candidaturas, sin parar mientes en el improbable proyecto de sociedad implícito en cada una de ellas, el ejemplo de la cultura debería convertirse en asunto de discusión, si queremos  de veras recomponer el rumbo de esta nave al garete llamada Pereira, que hoy celebra su  cumpleaños en medio de condecoraciones, ofrendas florales, discursos  escritos en el más puro estilo grecoquimbaya, promesas incumplidas y una cada vez  más grande deuda  impagada por   los dirigentes a quienes  son, en últimas, los que se levantan cada día a reinventar el destino de una comunidad: los ciudadanos.

jueves, 20 de agosto de 2015

¿Quién le teme a Joseph E. Stiglitz?




 “No se debe  ver el desempleo como  sólo una estadística, un “conteo de cuerpos” económico, víctimas accidentales en la lucha contra la inflación o para garantizar que los bancos occidentales cobren. Los desempleados son personas con familias, cuyas vidas resultan afectadas – a veces devastadas- por las políticas que unos extraños recomiendan y, en el caso del Fondo Monetario Internacional, efectivamente imponen. La guerra moderna de alta tecnología está diseñada para suprimir el contacto físico: arrojar bombas desde 50.000 pies logra que uno no “sienta” lo que hace. La administración económica moderna es similar: desde un hotel de lujo, uno puede forzar insensiblemente políticas sobre las cuales uno pensaría dos veces si conociera a las personas cuya vida va a destruir”.

 
Por el párrafo  anterior, que aparece en la página sesenta y ocho de su libro El malestar en la globalización,  el profesor  Joseph E. Stiglitz  hubiese  sido  acusado de  “rojillo” sesenta años atrás. De hecho, eso piensan de él los electores  del Partido Republicano y no pocos militantes del bando Demócrata. No por casualidad, el viejo maestro que conoció de primera mano las mil caras de la pobreza durante sus dos años de permanencia en Kenia, es algo así como una prueba andante de la incorrección política. Por eso no tiene problemas en hablar de imperialismo , para referirse a algunas aberraciones de la globalización,  aunque esa palabra haya sido proscrita luego de la caída del bloque comunista.
 Asesor del Gobierno Clinton y vicepresidente del Banco Mundial, , aparte de académico de primer orden, Stiglitz conoce la entraña de un modelo económico que ha demostrado como ningún otro en la historia su capacidad para producir y acumular riqueza, al tiempo que multiplica pobreza y miseria a lo largo y ancho del planeta.


El profesor parte de una premisa  generalmente aceptada: la globalización en sí misma no es buena ni mala. Ni siquiera es nueva. De hecho, gracias a ella el mundo ha experimentado portentosas transformaciones  signadas por el intercambio económico y cultural. El problema son las políticas trazadas por quienes controlan ese mundo, que ya no son los antiguos Estados sino las corporaciones  capaces de nombrar  presidentes  y ministros de  hacienda. Por eso, organismos creados con el propósito de erradicar la pobreza y  estabilizar las economías, acabaron  convertidos en instrumentos de los grupos de poder. Tanto , que  a menudo olvidamos un detalle: que  desde su creación funcionan con dineros públicos aportados por todos los países, aunque en la práctica obedecen a  los intereses de los ocho más ricos.
Stiglitz conoce todo eso. Sabe por qué los poderosos sacralizaron el libre mercado y, de paso,   estigmatizaron al Estado en su condición de regulador obligado de las relaciones entre sus asociados, es decir , de responsable de fijar reglas para gestionar lo público  y lo privado. Por eso mismo- nos dice- en el discurso político moderno reina la hipocresía: mientras en los llamados Tratados de Libre Comercio los más fuertes se aseguran de proteger sus productos, al mismo tiempo obligan a los más débiles a abrir sus mercados. Para ilustrarlo apela a una metáfora marina: “Es como si pequeños botes tuvieran que arreglárselas en medio de un mar embravecido, mientras  los grandes buques navegan y pescan a su antojo”.


Cuando  los derechos ambientales y laborales  son vistos como obstáculos a superar quiere decir que algo se  pudrió en el modelo. Claro : quienes toman las decisiones son personas que ven naturalmente el mundo  a través de los ojos de la comunidad financiera, nos recuerda este hombre lúcido a través de las casi quinientas páginas de su libro. Para  su fina mirada,  y tal como lo plantea  en uno de los capítulos del texto, el lema del Banco Mundial : "Nuestro sueño es un mundo sin pobreza", no pasa de ser una promesa incumplida.

PDT: les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
 https://www.youtube.com/watch?v=DzIRo1mXGkw

jueves, 13 de agosto de 2015

Palomitas de maíz





Póngale el nombre que usted quiera: alborotos, rosetas, gallitos, pacones, poporopos, popcorn , crispetas  o palomitas de maíz. El  asunto es que la irrupción de estas golosinas de sal o azúcar en los teatros  de las élites  representa  para mí el peso de la cultura  popular y su irrenunciable aporte al sostenimiento de las estructuras simbólicas de la sociedad.
Hagamos memoria: la historia oficial nos dice  que sucedió en  Missouri durante la  Gran Depresión de 1929. Una mujer llamada Julia  Braden les solicitó a los administradores del Linwood Theater autorización para instalar un puesto de venta de palomitas de maíz,  un producto barato y llenador,  que pudieran pagar los empobrecidos ciudadanos de la  época, necesitados de  un entretenimiento capaz de distraerlos de una realidad en la que reinaba la incertidumbre. Es fácil  concluir  que la sobredosis de sal obligaba a su vez  a la compra de Coca-cola, lo que dio lugar a uno de las parejas más célebres de todos los tiempos. Tan famosa al menos como la de  Bonnie and Clyde,  Laurel  y Hardy, Lennon  y MacCartney o Silvestre y Piolín.


Cuando hablo de cultura popular me refiero a los valores profundos de una comunidad,  no a la  vulgaridad rampante patrocinada por promotores de  canciones   y productores de películas en las que la degradación  del lenguaje y las relaciones entre las personas descienden  a simas de imposible retorno.
Cuando el mundo anglosajón acuñó la expresión  Cultura Pop se refería a esos valores. Fue así como las canciones de Woody Guthrie y los salmos del profundo sur se incorporaron a la gran tradición importada desde Europa por los colonos que desembarcaron  del Mayflower. Algo similar  sucedió con la pintura, la literatura, la poesía, el teatro. La célebre  pintura de la lata de sopa Campbell´s o la fotografía multiplicada de Marilyn Monroe fueron postuladas por Andy Warhol- él mismo un subproducto de la cultura popular- como un intento, acaso fallido, de  redescubrir lo sublime en lo cotidiano.


A menudo olvidamos que lo  clásico-  concebido de forma maniquea  como opuesto a lo popular- en realidad echa raíces en este último.  La obra entera de Shakespeare  abrevó en las tabernas y en los puertos, dos lugares donde la  cultura suele  acopiar nuevos bríos. Antes de ingresar a los salones parisinos el tango fue una épica de malandrines, putas y orilleros. Johannes Brahms  emprendió un viaje de vuelta a sus queridas danzas húngaras antes de tomar el camino de sus más celebradas sinfonías.



 Vueltos a la tradición  de habla hispana, El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha no es nada distinto a un paciente  recorrido  por  la tradición popular que nos lleva de los cuentos árabes a  los relatos judíos pasando- cómo no-  por el fértil legado de los visigodos y de los innúmeros  pueblos que surcaron la península. En el pasado reciente, en un desesperado intento por avivar los  nacionalismos, los militares  argentinos  artífices de la Guerra de las Malvinas prohibieron  la emisión de música en inglés, abriendo de paso las puertas para la expresión de quienes se les oponían  a través de sus canciones,  dándole así nuevo aliento a las  voces de millones de inmigrantes llegados  de todos los lugares de la tierra.


  Volvamos a los años veinte: en  sus albores, el cine carecía de sonido. Como el analfabetismo  reinaba, el acceso a las películas se reducía a las élites. Con la llegada de las películas sonoras el espectáculo se abrió  a otros sectores de la población: las masas de trabajadores y  funcionarios creados por la  revolución  industrial. Tras la crisis, lejos de morir, el  cine se convierte   para muchos en  el séptimo arte, o el arte del siglo XX.  Décadas más tarde el jazz, el gospel, los spirituals , el folk y algunas vertientes de la música clásica mezclarán sus sangres para dar lugar a un fenómeno musical   tan fascinante como el rock. Igual  que las palomitas de maíz, las manifestaciones de la cultura popular están allí para insuflarle vida a lo que amenaza ruina. 

PDT:  les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada: