Los tiempos del tranvía
En su minucioso recuento sobre el recorrido del teatro en Pereira a lo
largo de ciento cincuenta años de
historia, la periodista Natalia Gómez Raigosa da cuenta de una tradición
: la de una escena germinal, que al finalizar el siglo XIX ya había
establecido contacto con producciones provenientes de España y otros países, es decir, que existía un diálogo con el mundo, capaz de
dar frutos si bien precarios y casi
siempre imitativos, dotados de la fuerza
suficiente para señalar caminos
tempranos a las expresiones artísticas.
Los mismos criterios valen para las restantes vertientes creativas y culturales. En la primera década
del siglo XX se publicaban libros de
poesía, se imprimían hojas periódicas y se ensayaban las primeras ficciones que
conducirían más tarde a una novela como Las rosas de Francia, de Alfonso Mejía
Robledo. Al mismo tiempo se incubaba una propuesta original y vigorosa: la del
cronista Lisímaco Salazar, que recién empezamos a conocer gracias al paciente trabajo investigativo del poeta y
periodista Mauricio Ramírez. Por lo demás, ya forma parte de la mitología local
lo acontecido con la película Nido de Cóndores, que nos habla de un temprano interés por el arte
atribuido al ingenio de los hermanos Lumiére.
Podemos hablar entonces de una
evolución del quehacer artístico y cultural
en la ciudad a lo largo de siglo y medio de búsquedas individuales y
colectivas. Transcurridos tres lustros
de la nueva centuria, encontramos decenas de jóvenes buscando y buscándose un
lugar en el mundo desde los lenguajes de la pintura, la poesía, la narrativa,
el video, el documental, el graffiti, la tradición oral y todas las
posibilidades permitidas por las tecnologías digitales.
Pero mientras la cultura amplía y robustece su radio de acción, la política involuciona a la vista de todos, sin que parezca preocupar
a nadie. Basta con echar un rápido vistazo a los ciento cincuenta y dos años de
historia de la ciudad para hacerse a una
dimensión del desbarajuste. Con todo y las dificultades implícitas en los prejuicios ideológicos y
doctrinales que la caracterizaron, la dirigencia política de Pereira y Risaralda- antes
Caldas- tuvo siempre en mente un
proyecto de ciudad, de región, de país. Sin renunciar a los ineludibles
intereses personales, los gobernantes se movían animados por un valor caro a la
filosofía liberal: cuando los individuos gestionan de manera honrada y eficaz
sus ambiciones particulares, las dinámicas generadas en ese propósito acaban por beneficiar al colectivo. La idea de que un partido político era en
realidad un proyecto de sociedad en
movimiento cobraba así pleno sentido, hasta el punto de que la degradación de ese concepto condujo a uno
de los momentos más dramáticos de nuestra historia: la violencia liberal
conservadora, agudizada por el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán en 1948.
Hoy, con los partidos políticos
convertidos poco menos que en
empresas privadas en las que inversionistas de dudosa procedencia hacen
sus apuestas en todas las candidaturas, sin parar mientes en el improbable
proyecto de sociedad implícito en cada una de ellas, el ejemplo de la cultura
debería convertirse en asunto de discusión, si queremos de veras recomponer el rumbo de esta nave al
garete llamada Pereira, que hoy celebra su
cumpleaños en medio de condecoraciones, ofrendas florales,
discursos escritos en el más puro estilo
grecoquimbaya, promesas incumplidas y una cada vez más grande deuda impagada por
los dirigentes a quienes son, en
últimas, los que se levantan cada día a reinventar el destino de una comunidad:
los ciudadanos.