lunes, 30 de abril de 2018

El éxodo según Joseph Roth





 Le debo a Martha Alzate el haber puesto en mis manos el milagro impagable  de las  Crónicas berlinesas, de Joseph Roth.

Porque en  eso consiste el milagro: en descorrer un velo y mostrar facetas  del universo hasta entonces desconocidas.

Como todos sabemos, el drama del éxodo define la identidad del pueblo hebreo.

Por eso,  para los judíos el sentido profundo de la palabra religión constituye el soporte mismo de su tránsito por el mundo.

Religión. Religare. Religar: volver a juntar los cabos rotos de una diáspora sin fin.

Roth mismo fue un eterno exiliado. Nació en Body, Galitzia oriental, uno de los puntos extremos del imperio austrohúngaro.

De modo que a su condición de judío se  añadía el hecho de ser escritor habitante y testigo de un mundo que se derumbaba.

El mundo ilustrado y en teoría civilizado del que se enorgullecieron varias generaciones, hasta que ese entramado de cartón piedra empezó a desplomarse sobre la vieja Europa.



El mundo padecido y traducido en novelas por hombres como Robert Musil, Thomas  Mann, Alfred Doblin y  Heimito von Dodeder, para mencionar solo a cuatro.

Siguiendo la misma ruta, Roth  destiló su honda desazón en las páginas de distintos periódicos a través de breves e intensas crónicas en las que nos ofrece sus  visiones claras y diáfanas del infierno que se avecinaba: el ascenso del nazismo al poder  en Alemania y su contracara en  Europa del este, expresada en los horrores sin cuento del estalinismo.

Son textos breves, intensos, certeros y, sobre todo, tiernos y despiadados a la vez, como corresponde en los casos en que lo bueno y lo perverso de la condición humana es llevado al límite.

Nada escapa a la lucidez de quien después se convertiría  en uno de los  grandes novelistas de su tiempo, con obras como Hotel Savoy, Fuga sin fin, A diestra y siniestra, Job y La marcha Radetzky, variaciones sobre un mundo crepuscular en el que el pillaje, la  delación y la falta de solidaridad empiezan a convertirse en moneda común.

Para muestra un detalle: Erna es una de esas prostitutas de esquina, gobernada por la mano dura de su chulo. Hace una semana se hizo poner un diente de oro. Desde entonces no ha parado de reír. Como no puede tener todo el tiempo la boca abierta no cesa de reír: Erna  ríe hasta en los momentos más tristes.

Ese diente de oro es lo  único que le otorga valor ante sí misma y ante los demás. Por eso  Erna se aferra a él con la obstinación de quien sabe que todo está perdido.



A su vez, el cronista Joseph Roth se aferra a  detalles como esa para darnos una idea  del estado de cosas en la Europa de entreguerras.

Para conseguirlo va por  las calles, los barrios, los cafés, los hoteles, las plazas y los burdeles de ese Berlín que, más allá de  su estructura física, es una metáfora de la disolución.

Como el gran cronista que es, lo observa todo, lo registra todo : los rostros de los parroquianos, su vestimenta, sus olores, el destello del miedo en la mirada, el deseo reprimido y, por encima de todo, el instinto animal que los empuja a seguir adelante…  aunque en el próximo recodo del camino los aguarden las fauces de la bestia.

Aquí va  el ejemplo del primer párrafo de una crónica titulada Paseo:

“Lo que veo es el rasgo  ridículamente anodino en la faz de la calle y del día. Un caballo que, con la cabeza gacha, busca en el interior de  un saco lleno de avena, está sujeto a un carruaje e ignora que en el principio de los tiempos los caballos venían al mundo sin carruaje; un niño que juega con unas canicas en el borde de la acera, observa el metódico follón de los adultos y, colmado del instinto de lo inútil, no sospecha que representa el súmmum de la creación, sino que, por el contrario, ansía  alcanzar la edad adulta; y un guardia que cree ser la única cesura en la confusión del acontecer y el pilar de no sé qué poder regulador. Enemigo de la calle y puesto allí para vigilarla y cobrar el debido tributo a su sentido del orden”.

Al modo de un sismógrafo-  según Tomás Eloy Martínez, en eso consiste el oficio del cronista-  Roth se adentra en el alma de Berlín: en  la avidez de los estraperlistas, en la dureza de los proxenetas, en el estupor de las putas, en el cinismo de los policías, todos ellos eternos exploradores de lo más oscuro de la condición humana.



Con todos esos elementos nos comparte el pavor y la desesperanza; la humillación y la mugre que cubren como una segunda piel los huesos de los desterrados  que vienen siempre del este de  Europa. 

De ese lugar de la tierra donde empiezan los círculos del infierno.

Son apenas  doscientas  noventa páginas que reúnen  crónicas publicadas en los periódicos entre  1920 y 1933.

Las historias llevan títulos como El hombre de la barbería, Conversión de un pecador en el UFA- Palast de  Berlín, el auto de fe del espíritu, Una hora en la feria de primavera o Richard sin reino. 

Al  leerlas- y sobre todo al releerlas por segunda o tercera vez- uno siente que el poeta, que el cronista Roth alcanzó por un momento a comprender la esencia de su propio éxodo y con él  el de todos los hombres de la tierra.

No se le puede pedir más a un gran escritor.


PDT : les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

jueves, 26 de abril de 2018

El jinete memorioso



                                         Foto Diego Val



La historia al galope

Desde que llegó a todo galope en su inmortalidad de bronce, allá  por 1963, cuando Pereira festejaba el centenario de su fundación, son muchas las cosas que este Bolívar ha visto pasar en la plaza que lleva su nombre.

Recuerda, por ejemplo, que en los tiempos en que la política  todavía se hacía en las plazas y no en las pantallas del televisor y mucho menos en las redes sociales, los políticos liberales y conservadores del Frente Nacional pronunciaban interminables discursos salpicados de citas en latín, mientras grupos de pregoneros  bien entrenados repetían a cada tanto las conocidas arengas: “¡Que viva el  Partido Conservador! ¡Que viva! ¡Que viva el Partido Liberal! ¡Que viva!”

Por lo visto, nadie más tenía derecho a vivir. Los dirigentes de ambos partidos desataron la carnicería    conocida con el nombre de La Violencia y cuando   alcanzaron su cometido se sentaron a manteles en una playa valenciana, excluyendo a todos los demás y dejando de paso abierta  la puerta   para el surgimiento de  otras guerras.

Según cuentan sus allegados, los hermanos  Vásquez Castaño, nacidos en estas tierras, decidieron enrolarse en las filas del Ejército de Liberación Nacional luego de escuchar, desencantados, los discursos de Carlos Lleras  Restrepo, Evaristo Sourdis, Misael Pastrana Borrero y Belisario Betancur  Cuartas.

Por eso, según  algunos trasnochadores,  en noches de Luna llena este Bolívar memorioso recita sus propias palabras, repetidas tantas veces por los historiadores: “Si mi muerte contribuye a que cesen los partidos y se consolide la unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro”. No importa si su auditorio  se reduce a  cuatro borrachos, dos travestis, tres putas y un jugador empedernido que acaba  de perder los sueldos de los próximos  dos meses en un casino de la octava  regentado por coreanos.

 En otras ocasiones la plaza se llenaba con las tumultuosas caravanas que celebraban los triunfos de Rubén Darío Gómez, “ El tigrillo”, uno de esos ciclistas heroicos que llegaban a la meta con la  bicicleta al hombro y ganaban etapas luego de  recorrer carreteras de espanto en las  que tenían que esquivar huecos como cráteres y vadear quebradas salidas de madre.
  
“En esos tiempos nos daban permiso en el trabajo para que saliéramos a apoyar  a nuestro ídolo y terminábamos borrachos de alegría… y de echarnos al buche botellas enteras de aguardiente”, dice Manuel Martínez, un jubilado de  Confecciones Jarcano que de vez en cuento se sienta  a  pastorear recuerdos en una de esas bancas del  Parque de Bolívar, olorosas a orines de vagabundos.

                                         Foto: Diego Val


Escuela de Artes y Oficios

Pero no solo  de Historia Patria se ocupa este jinete de bronce.  A lo largo de más de medio siglo ha visto surgir  y renovarse las mil y unas formas de la supervivencia y el milagro que los  latinoamericanos llamamos rebusque. 

Por lo menos  durante   tres décadas su vecindario fue ocupado por negociantes  de relojes que brotaban como por encanto a eso de las diez de la mañana y se desvanecían en el aire tres horas después, luego de  negociar aparatos de todos los precios y procedencias: desde un modesto Mentolín de  tres mil pesos, hasta un genuino Ferrocarril de Antioquia avaluado en ciento veinte mil. 

Claro que, de vez en cuando, lo genuino resultaba chiviado y se desataban batallas campales que obligaban  a la intervención de la policía. Cuando las autoridades intensificaron sus controles, los negociantes emigraron hacia la peatonal de la dieciocho entre séptima y octava,  aunque muchos de los viejos relojes de cuerda fueron  remplazados por sortilegios digitales.

Cuando se fueron los antiguos relojeros, otros negociantes callejeros concitaron la atención del Bolívar de Arenas Betancur. El  aroma del café fresco ofrecido  por las mujeres que llegan desde las  tres de la madrugada con sus mecateaderos ambulantes fue suficiente para sacarlo de su letargo.

Tintos a quinientos pesos, pintaditos a setecientos, buñuelos a ochocientos, empanadas a novecientos y arepaehuevo a mil son más que un buen motivo para plantarle cara a la jornada.

Atraídos por esas tentaciones terrenales  llegan taxistas, recolectores de basura, guachimanes, serenateros, enfermeras, recicladores, policías, meseros de tabernas y restaurantes, borrachitos extraviados, malandrines y toda suerte de madrugadores o de mariposas de la noche que buscan entre los  destellos del alcohol el camino de regreso a casa.

A las siete de la mañana la cosa es  a otro precio. Los rostros pálidos,  vampirescos y los sacos raídos dan paso a mejillas recién afeitadas, labios delineados y trajes planchados hace media hora. Para satisfacer sus necesidades , aplacar sus temores y colmar sus anhelos, hacen su aparición los vendedores  de fruta fresca para conservar la salud, los que ofrecen cartillas con el nuevo código de policía  y los vendedores de esos  artilugios para  producir pompas de jabón  que parecen una materialización de las ilusiones de infancia.

                                          Foto: Diego Val


Jaque mate pereirano.

James Espinosa conoce como nadie los secretos de las torres. Puede caminar a ciegas por sus pasillos y asomarse desde sus ventanales al tablero devastado por la astucia del contendor. Sabe cruzar sus puentes  para  cercar alfiles y acometer sin pudores la castidad de la reina. Solo  le teme a una cosa en este mundo: a un contingente de peones bien alineados. Llegado a esa línea de combate el pulso se le agita y le hace  perder la calma hasta llevarlo a la derrota.
Las partidas de  ajedrez en la Plaza de Bolívar definen su estado de ánimo.

A partir de ese momento puede pasarse varios días sumido en una depresión de la que solo pueden  sacarlo uno de esos triunfos cada vez más escasos del Deportivo Pereira o el caldo de pajarilla con cilantro preparado por su madre  allá  abajo, en el rancho del barrio La Esneda, sobre la orilla derecha del río Otún.

Bolívar conoce como nadie las rutinas de  estos jugadores de ajedrez que llegan todos los días a trenzar sus partidas  con la puntualidad   de quien se sabe partícipe de un ritual que una parte de la ciudad espera. 

Ha  escudriñado durante años sus raptos de lucidez y sus momentos de confusión. Adivina las múltiples maneras de  la soberbia y de la humildad. Sabe que  el camino más fácil  hacia la perdición consiste en creerse más inteligente de lo que se es. Cuando se cansa de frecuentar esos meandros de la condición humana vuelve la mirada hacia la  Catedral de Nuestra Señora de la Pobreza, allí donde los parroquianos intentan resolver el viejo y conocido acertijo de su finitud.

                                         Foto: Diego Val


Tocando a las puertas del  cielo.

Algunos llegan  antes de la cinco y se toman todo el tiempo para disfrutar de un café caliente en el puesto de La mona, una de las mujeres  que siempre están con su carrito y sus termos en la esquina de la  calle veinte con carrera séptima, no importa si llueve o truena.

Otros disponen de un excedente de minutos y monedas para jugárselo  a las cartas sentados en una de las bancas del parque. Unos cuantos, más ansiosos, dan vueltas y vueltas hasta que el viejo sacristán  aparece renqueante con  su  manojo de llaves y  su amabilidad experta en intermediaciones celestiales.

Agradecidos, los feligreses exhalan un suspiro de alivio y se apresuran con sus camándulas hasta el fondo de la iglesia catedral donde los espera un grupo de sacerdotes  para rezar el rosario de la aurora.

Cuando  el jinete memorioso los pierde de vista, se deja caer sobre los ijares de su caballo, como si no  estuviera hecho de bronce. Después  de todo, luego de perder tantas guerras y padecer más de un desengaño,  hace mucho tiempo que se sabe  habitante de un territorio ubicado más allá del bien y del mal.

PDT : les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada