jueves, 31 de mayo de 2018

Las formas del olvido





A menudo olvidamos que la muerte acontece justo después del olvido.

No al revés,  como tantas veces quisiéramos creer.

Morimos en el momento en  que el último recuerdo de nosotros se desvanece en la memoria de quienes atestiguaron nuestro paso por el mundo.

Dicho de otra manera: nuestra muerte es la desmemoria de los otros.

Por eso existen los cementerios, los camposantos: para que los vivos aligeren  sus culpas visitando un montón de huesos cada vez más próximos a su disolución.

En esa frontera sutil e inapelable que nos separa del olvido transcurren las ciento treinta y dos páginas de la novela Camposanto, escrita por Marcela Villegas y publicada por Sílaba Editores en febrero de 2018.


Elena, la madre de Amalia, protagonista de la historia, se adentra en las tinieblas del alzhéimer dejando a su paso un estropicio de vidrios rotos: su propia vida hecha trizas.



Amalia  es antropóloga forense y ejerce ese oficio con  obstinación. En muchos sentidos intuye que ese exhumar, limpiar y clasificar huesos es en el fondo una parábola de su errática existencia.

Luego de cursar estudios en el exterior regresa  para viajar a lo más hondo de un país aquejado por la más peligrosa de las formas del alzhéimer: la del que se niega  a recordar, porque  sabe que al fondo del laberinto lo espera una colección de espejos enfrentados en  cuyo azogue se reflejan todas las manifestaciones posibles de la infamia.

Uno de  los muchos ejércitos en guerra  acaba de desmovilizarse y sus jefes se han comprometido a revelar el sitio donde enterraron a sus víctimas.

Muy pronto, descubrimos que el país entero es una fosa común.

Así que Amalia debe habérselas con la desmemoria de  su madre y la de la tierra a la que decidió volver.

Para empezar, la voz de su madre le recuerda que sus pies han de acostumbrarse a senderos de horror:

“Camino descalza  sobre un reguero de vidrios rotos. Creo en este dolor, en la evidencia que brota de las heridas en mis pies y mancha el piso  blanco de la cocina”.

Imposible no evocar el hilo de sangre que cruza el pueblo y llega hasta la casa de Ursula  Iguarán en Cien años de soledad, anunciando las pesadillas por venir.

La suma de pesadillas que llamamos Historia de Colombia.



Porque Camposanto es una novela tejida con una suma de evocaciones que van de los recuerdos personales a la historia colectiva, en un ejercicio poético en el que los milagros de la ternura y el deseo suelen preceder al acaecer de la catástrofe.

Así lo siente Amalia, recordando a su profesor Brogan:

“Trabajo de mujeres”- decía el profesor Brogan con respeto- “Solo ellas lo entienden”-  decía y nos hablaba de que a lo largo de la historia casi siempre han sido las mujeres las encargadas de lavar y amortajar a los muertos. “Nos traen al mundo y nos despiden… o les damos tantos problemas vivos que quieren asegurarse de que en verdad nos marchamos”, remataba siempre, ahogado por su risa asmática.

Los huesos nos revelan   la dimensión de su desventura mientras Amalia toma nota para decirnos que:

“No todos somos iguales ante la muerte. La vida nunca se borra por completo; deja sus claves sutiles en el esqueleto. Los huesos son bitácoras que hablan de los ancestros, del hambre y de los golpes.  De la enfermedad o de la dicha y la riqueza. Reescribimos ese registro  para quienes no pueden leer el relato de los huesos pero conocen la otra historia: la del sexo, el fenotipo, la edad y la estatura”.

A esta altura del camino, lo más fácil sería etiquetar a Camposanto como otra novela de la violencia. 

Pero no hay tal: ni siquiera es  una novela de la violencia.

La obra de Marcela Villegas es mucho más: es un intenso poema en prosa en el que los personajes devienen testimonio de unas tragedias que se abisman en lo más profundo de la condición humana. 

En los meandros donde asechan el deseo y los miedos que empujan nuestro tránsito por el mundo.

 Eso es lo que trata de decirnos Elena desde la noche eterna en que empieza a convertirse su vida:

“Cuando me despierto en la noche me parece que alguien ha cambiado las cosas del lugar en el que las dejé al acostarme. En ocasiones me da rabia, pero casi siempre siento miedo. Me demoro mucho tiempo en dormirme de nuevo”.



A lo mejor allí resida la clave de todo: en que  siempre hay alguien- Dios, el destino, la Historia- que nos cambia las cosas del lugar en el que las dejamos y nos pasamos  el resto de la existencia tratando de devolverlas a su sitio original.

Como  Marleny, la madre de Felipe, un joven  homosexual asesinado solo por eso: por sus gustos personales.

Marleny quiere   restituirles a  los huesos de su hijo su lugar en el mundo.  Por un momento, Amalia se olvida de los  formalismos burocráticos y  se permite una relación de confianza, de complicidad. 

Un hueso, más otro hueso, más otro hueso no son solo un esqueleto: Son la historia de una vida.

Apenas lo necesario para descansar en paz antes de que  reine el olvido.


PDT : les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

lunes, 28 de mayo de 2018

Doctora corazón



                                           Caricatura : Esteban París


En los días de gloria de las radionovelas se hizo célebre una  suerte de oráculo o de autoridad que siempre les daba una respuesta precisa a las cartas  remitidas por mujeres atribuladas  bajo el peso de sus desencuentros sentimentales.

A los pocos días el oráculo, amparado bajo el nombre de Doctora Corazón, leía las cartas de agradecimiento  de sus corresponsales, más que complacidas por haber sido salvadas de un final a manos del veneno, la horca, la cuchilla de afeitar o el viejo conocido pistoletazo en la sien.



Salvación: Esa era la palabra mágica.

Evoco esa imagen, abrumado por la cantidad de veces  que he escuchado pronunciar el vocablo  salvación  durante la última fase de la campaña electoral que ahora  tiene a los colombianos ante una  disyuntiva desesperanzadora:  Votar por Iván Duque para “salvarse” de Petro o votar por Petro para “salvarse” de Uribe.

Soteriología llaman a eso los teólogos cristianos. Es decir, Doctrina de Salvación.

¡Ahora  si nos llevó la Petrona! Exclamó mi mamá Amelia al enterarse de que el candidato de izquierda- o del comunismo puro según los azuzadores de la paranoia- había pasado a la segunda vuelta.

¡Nos  tragó la tierra con un tercer gobierno de Uribe en cuerpo ajeno! Gritó mi vecino, el poeta Aranguren, blandiendo su sempiterna botella de ron Tres esquinas.

A su manera los dos están pidiendo ayuda: Eso es lo que buscan  las personas cuando hablan o escriben entre signos de exclamación.



Y cuando alguien pide ayuda no tarda en aparecer el salvador. Así ha sido siempre desde que los humanos descubrimos la desesperación. Da igual si es desesperación económica, política, religiosa, moral o sexual. Quien desespera ha perdido toda esperanza, y por eso mismo está dispuesto a echarse en brazos del primer redentor.

Y los políticos parecen dotados de un sentido adicional para captar esos síntomas.

El escritor Gore Vidal, cuya familia frecuentaba la Casa Blanca durante los días de  Franklin D. Roosvelt, cuenta que los líderes del Partido  Demócrata le dedicaban  más tiempo y energías  a intrigar para que los republicanos  eligieran al peor candidato imaginable, que a la escogencia de su propio representante en la  contienda electoral.

El truco hizo carrera. Al final, la gente acaba votando para evitar que el perverso candidato  rival acceda a la presidencia. Si el del propio partido  es bueno o malo resulta secundario.



Con algunas variantes, Álvaro Uribe se jugó esa carta en 2002 y  su gran contendor, el Partido Liberal, escogió como su candidato a Horacio Serpa, asociado con los escándalos de corrupción conocidos como Proceso 8000.

La victoria fue demoledora.

Como si no bastara con eso, el caudillo  llegó al poder con la  promesa de  aplastar la cabeza de una serpiente a  la que bautizó como Lafar, en un deliberado giro de su dicción de terrateniente  iletrado.

Con esos ingredientes, sumados a un caballo y un sombrero caros a nuestra ascendencia campesina, las agencias de mercadeo político fabricaron un redentor a la medida de los miedos de la gente.

Desmovilizadas las Farc había que forjar a la carrera una encarnación del mal. Alguien capaz de concitar  con su sola presencia la imagen de  todas  las calamidades.

Y he  aquí que a la derecha colombiana- la ilustrada y la de motosierra- les cayó del cielo la  figura y el programa de gobierno de Gustavo Petro.

Directo, retórico y  pendenciero, Petro devino  muy pronto espejo invertido del uribismo.

O al menos así lo postularon los expertos en publicidad.

¡Que vuelve el comunismo! ¡Que vuelve el comunismo! Gritaron en coro desde  todos los rincones de un país conservador hasta el tuétano.

Cosa curiosa: cuando se trata de descalificar a los opositores se dice que el comunismo es una cosa  trasnochada, un anacronismo,  una entelequia que murió en 1989 con la caída del Muro de Berlín.

Pero nada mejor que esa palabra si se trata de   asustar al electorado para volcarlo en favor de una propuesta salvadora. Una doctrina de salvación.



En ese estado preapocalíptico  nos encontramos por estos días en la tierra de Nairo, Shakira y James.

En los estratos altos preparan las valijas para escapar a Miami a la menor señal de peligro 
castrochavista.

Los demás apretamos los dientes y templamos los huesos por si vuelve el cepo uribista.

Y todos, cada quien a su manera, aguardan por la carta de la Doctora Corazón que no acaba de llegar.


PDT : les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada


lunes, 21 de mayo de 2018

La imposibilidad del regreso






La materia del tiempo.

En los relatos homéricos los héroes abandonan la casa y parten en busca de lo que los antiguos llamaban “Un destino”.

Al final solo encuentran una sucesión de quimeras y empiezan a sospechar  que el reino buscado no está adelante sino atrás: El paraíso perdido  entronizado por la cosmovisión cristiana unos siglos más adelante.

O el Shangri- La de algunos pueblos orientales.

La Montaña mágica entrevista  en las brumas del tiempo por los poetas de los cuatro puntos cardinales

Bajo múltiples ropajes, la metáfora del viaje y el regreso cruza las literaturas del mundo entero.

Por distintos caminos los hombres intentan   aprehender las puntas de la madeja  con que está tejida su vida.

Es decir, el tiempo y sus manifestaciones.

La obra entera del escritor norteamericano Thomas Wolfe – 1900- 1938-está centrada en  la búsqueda de las huellas del tiempo que pasa y va sembrando el olvido  en la piel de los hombres.

El tiempo que nos roe desde adentro y deja sus  marcas en el afuera.

De hecho, su novela cumbre  está titulada  Del tiempo y el río.

Al menos en occidente, desde Heráclito nos habituamos a ver en el río que pasa y no regresa la más certera imagen del tiempo que nos habita y en el que habitamos.

No  es casual que el gran mito norteamericano se  condense en la imagen de los peregrinos del Mayflower que un día partieron de la vieja Inglaterra en busca de su propia tierra de promisión: Un continente  entero donde plantar su simiente y escapar así de persecuciones seculares.

El paraíso perdido.

No es cuestión de azar  que en el béisbol - el deporte nacional de los  Estados Unidos-el home- run,  la carrera de  vuelta a casa, constituya la jugada suprema.

En los años de su breve paso por la tierra, Wolfe se dedicó a  buscar los elementos que le permitieran descifrar las claves de ese anhelo.

Nacido con el siglo XX, cruzó la adolescencia escuchando los ecos de  la Primera Guerra Mundial, la contienda que anunció el desplome de las promesas de  felicidad  sin límites insinuadas en el discurso sobre la  fe en el progreso, derivados del reinado de la ciencia y la razón.

Entrado en la treintena fue  testigo de la quiebra de un mundo que había convertido la especulación financiera en una nueva religión.

Poco antes de morir,  mientras el planeta se preparaba para otra guerra, vivió los efectos de la tercera gran oleada de inmigrantes que llegaban de todas partes,  atraídos por el canto de sirena cifrado en miles de fábricas y en millones de hectáreas de tierra baldía.

Cuando esos  inmigrantes se hubieron instalado, descubrieron que habían echado raíces en el vacío.

Las ciudades no eran sus ciudades y la tierra baldía no era su tierra.

Al menos es lo que se desprende de estos párrafos:

“Me alejé y seguí caminando hasta que encontré el sitio. Y  de nuevo, de nuevo, volví a entrar en aquella calle y hallé el lugar donde las dos esquinas se encontraban, la manzana compacta, la torrecilla y los escalones. Me detuve un instante mirando hacia atrás, como si la calle fuera el Tiempo.

“Por un momento esperé que surgiera una palabra, que una puerta se abriera, que se acercara un niño. Esperé, pero no hubo palabras y nadie apareció”.



El peregrino sin fe.

Con la misma sustancia que le permitió levantar el edificio de  Del tiempo y el río,  Thomas Wolfe se da a la tarea de ofrecernos un atisbo del alma de América a través de tres títulos que pueden leerse como obras autónomas o como capítulos independientes de una misma historia: la de los intentos fallidos por encontrar el camino de regreso a casa.

La primera de ellas es El niño perdido. En poco menos de cien páginas Grover Wolfe, el protagonista, recreado por las voces de quienes compartieron su corta existencia, intenta conjurar los poderes de la muerte y  el olvido a través de una permanente evocación en la que los sentidos juegan el rol principal: imágenes, olores, sabores son convocados una y otra vez  como una manera de oponerse a la disolución que lo ronda.

Que nos ronda a todos.



Al modo de un coro griego, la madre y los hermanos tejen una red que, aunque de manera precaria, los ayudará a preservar el recuerdo del hijo y hermano muerto cuando se aprestaba a abandonar la infancia.

Estamos en 1904, el año de la Exposición Universal celebrada en Saint Louis, una especie de templo dedicado a consagrar los prodigios de la Revolución Industrial.

Encandilados por ese resplandor, los norteamericanos no advierten que el mundo se  tambalea bajo sus pies… hasta que todo se rompe durante la gran crisis de 1929.

Las alas rotas.

Es entonces cuando Thomas Wolfe emprende la segunda parte del recorrido. El título de  la novela no precisa de explicaciones: Especulación. El apacible pueblo donde nació John es presa del frenesí inmobiliario. Las tierras se compran y se venden a un ritmo demencial.

Surge entonces el nuevo gran mito: la ciudad con su despliegue de sortilegios y decepciones.
La ciudad como fuerza que los imanta y los conduce  hacia sus laberintos, donde acaecen nuevas formas del paraíso perdido.



Aludiendo a la raza de los especuladores, el narrador nos anuncia:

“ Todos  eran presas de caza para ellos : el cojo, el tullido y el ciego, los veteranos de la Guerra Civil o sus decrépitas viudas, y también los chicos y las chicas de las escuelas, los camioneros negros, los ascensoristas, los vendedores de soda, los limpiabotas. Todos invertían en el negocio inmobiliario y cualquiera se consideraba un promotor, ya fuera de nombre o en la práctica”.

Todos a una, atendiendo a un ignoto llamado, los norteamericanos se dedican a tocar a las puertas del cielo.

Y ese será el motivo de la tercera novela: Una puerta que nunca encontré.

Imposible no evocar las imágenes de una película de John Schlesinger, protagonizada por Dustin Hoffman y John Voight.

Un provinciano y un pícaro descubren inesperadas formas de solidaridad en las duras calles de Nueva York.

Perdidos en la noche fue su título  en español.



La noche es el mundo y la ciudad la metáfora del extravío de los hombres que se buscan, se olfatean y se abandonan a la menor oportunidad:

No sabría decir si su camino era correcto, pero estaba seguro de que no era el mío. Su puerta era una de ésas  por las que yo no podría  entrar nunca. Y, de repente, la desnuda y vacía desolación llenó mi vida de nuevo, y me vi caminando bajo el cielo inmemorial, sin un muro en el que descargar mi fuerza, sin una puerta para entrar y sin propósito alguno para la furiosa inutilidad de mi alma. Ahora el gusano volvía a corroer mi corazón. Me sentía de nuevo inmerso en la lenta, interminable extenuación de los tiempos grises”.

                                                         Thomas Wolfe


El gusano es, desde luego, el tiempo. Thomas Wolfe no se ha  apartado  ni un instante de su gran obsesión: la imposibilidad del regreso a la parcela esencial de la  propia vida, al reino del niño perdido donde iniciamos la senda de nuestro extravío.

PDT: les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada: