miércoles, 27 de marzo de 2013

Los peligros del folclor




El  cine y la literatura han redundado sobre la anécdota: un individuo se despierta una mañana y no recuerda quién es. Ni el nombre escrito   en su documento de identidad, ni el rostro  reflejado en el espejo le  resultan  conocidos. Mucho menos las personas con las que  comparte  su vida: mujer, hijos, vecinos. Todo su ser es pasto del olvido.  El desenlace no puede ser más perturbador. Si la memoria nos  define  como individuos y  grupos, el olvido equivale a la disolución . No  por casualidad la desmemoria precede   a la demencia en los cuadros clínicos más graves.
Para combatir la desmemoria las sociedades inventaron los mitos y los ritos. Si los primeros  aluden de manera simbólica a momentos  fundacionales como el descubrimiento del fuego, el lenguaje o el encuentro  sexual, los segundos operan a modo de  revalidación de esos momentos. Ese es el sentido de la fiesta   popular en la cultura seglar o de los sacramentos en las prácticas religiosas. Hasta allí  mitos y ritos  responden a la  necesidad  individual y colectiva de  conectarnos con lo esencial: reconociendo el pasado  aprendemos a comprender   y construir el presente.
Las dificultades empiezan cuando todo se reduce a la mera forma. Entonces  se corre el riesgo de convertir  la ceremonia en pompa y el ritual en caricatura. Como esos  feligreses capaces de interrumpir  su participación en la misa para contestar el teléfono celular. En el plano social nuestros encuentros con la memoria  se reducen a duras  penas  a la contemplación desprevenida y casi siempre irrespetuosa de un desfile.
En estos últimos uno se siente  a bordo de una máquina del tiempo anclada en el pasado. Cada año, con motivo de alguna fiesta patria o del aniversario de  un municipio, una tropa de asalto se apodera de las calles al ritmo  de cantos ancestrales  y de bailes olvidados. Tal vez debido al talante burocrático de esos eventos, a la falta de  convicción de los actores, al distanciamiento de los observadores o  a los tres factores juntos todo adquiere el aire artificioso y distante de un parque temático. Como bien sabemos, estos  operan al modo de esas reservas indígenas diseñadas por los colonizadores norteamericanos  para  mostrarnos cómo vivían los vencidos. Según esa visión del mundo esos pueblos quedaron grabados en el pasado y nada tienen que ver con el presente , forjado a la medida de los inmigrantes de múltiples nacionalidades llegados a la tierra de promisión. En este caso la  memoria no está viva: yace en un museo para disfrute de los turistas, incapaces por eso mismo  de  percibir las distintas maneras en que todas esas sangres alientan en la nuestra a través de la música, la comida, las creencias religiosas o los modos de organización  política. No por casualidad los antropólogos hablan de tribus urbanas para referirse a formas   particulares de asociación bastante  parecidas a las de pueblos solo en apariencia extinguidos.
Por eso es importante  alertar sobre los riesgos del folclor. Porque desvía la atención sobre la vigencia del legado de quienes nos antecedieron, para reemplazarlo por imágenes de tarjeta postal. De todos son bien conocidas las estampas  de los gauchos prefabricados por las agencias de turismo. Por ese camino desvirtúan de plano el complejo carácter de los argentinos. Lo  mismo puede decirse de quienes reducen el espíritu español a una corrida de toros, el alma mexicana a una congregación de mariachis o la  improbable identidad colombiana a un atuendo típico del caribe o de la región andina. En realidad somos también eso, pero no solo somos eso. Nuestro presente  es el resultado de la convergencia de  muchas sangres y  maneras de ver el mundo. Basta con sentarse a escuchar un grupo musical como Puerto Candelaria para darse cuenta de ello. En  sus acordes alientan no una sino muchas raíces. De la cumbia al vallenato, pasando por el rock and roll, el jazz y el tango, lo suyo  es un viaje a lo profundo de nuestra insondable condición. De regreso nos devuelven facetas desconocidas de nuestro  destino. El de ayer  y el de ahora. Y lo consiguen porque su voluntad es la de eludir las tentaciones del patrioterismo fácil o el folclor a la medida.  Tal como lo hacen los poetas, los novelistas o los pintores  que a través de su obra  acaban remitiéndonos, sin demagogias ni populismos, a lo más certero de nuestra propia memoria.

Pdt :  les comparto enlace a una canción de Puerto Candelaria
http://www.youtube.com/watch?v=V8NFmm8v8Rw

lunes, 18 de marzo de 2013

Memorias de la casa de Eduardo



Al recordarse los diez años de la muerte del escritor Eduardo López Jaramillo recupero del archivo y comparto con ustedes esta nota publicada en el suplemento literario del periódico  El Colombiano de Medellín a  raíz de la publicación de su novela.

NOVEDAD LITERARIAPremio de novela Centenario Ciudad de Pereira
Memorias de la Casa de Sade:El deseo, el poder y la muerte
El año pasado, el premio de novela Centenario Ciudad de Pereira, fue otorgado a una extraña y bella novela: Memorias de la Casa Sade, del escritor pereirano Eduardo López Jaramillo. El autor del presente comentario ofrece un análisis de la novela y su autor.
Por
Gustavo Colorado Grisales

En las páginas finales de Memorias de la Casa de Sade, la novela del escritor pereirano Eduardo López Jaramillo, se nos presenta al legendario marqués en compañía de la Beauvoisin, una de sus tantas amantes, en el momento de aprestarse a presenciar sobre el escenario improvisado de su palacio en La Coste, la representación del drama del troyano Eneas y su tortuosa historia de amor con la reina Dido, cuya belleza y poderío tenían fama de torcer el rumbo de los navegantes, fueran estos hombres o dioses, que se adentraban en las aguas del Mediterráneo.

Dejando a un lado el hecho de que las alusiones a la antigüedad clásica constituyen un tópico en la obra literaria de López Jaramillo, al punto de configurar la impronta misma de su trasunto creador, la anécdota adquiere relevancia en la medida en que, al resumir  la esencia de la tragedia, es decir, el desencuentro entre las criaturas y el universo, la historia de Eneas y Dido nos remite sin preámbulos a la materia misma con que fue amasado el destino -si ese concepto cabe para un librepensador- de Donatien de Sade, conocido por sus muchos adeptos en el mundo como El divino Marqués, cuya vida resume las tinieblas, convulsiones e iluminaciones que el siglo XVIII supuso para la civilización occidental. 

Y es que la vida del libertino francés y el sistema planetario forjado a imagen y semejanza de sus aspiraciones condensan la dimensión de lo trágico implícito en la experiencia vital de los grandes espíritus, entendido como el carácter inexorable de la ruptura producida por su forma particular de entender el mundo y la manera como los poderes terrenales delimitan y aniquilan lo más cierto de las esperanzas humanas.
Y es aquí donde reside el primer gran logro del escritor pereirano, pues superando la obvia tentación de centrarse en los aspectos mórbidos y escandalosos de la biografía de su personaje,  emprende un minucioso y preciosista trabajo de investigación que le permite y nos permite en nuestra condición de lectores gozosos, reconstruir en detalle los lugares, las atmósferas, los hitos históricos y sobre todo los estados colectivos de conciencia que dieron lugar a que en la Francia que ya sentía hervir en sus entrañas los miasmas de la Revolución surgiera un hombre que muy pronto -y tal vez sin proponérselo- se convirtió en símbolo de los postulados de la ilustración, al hacer de la sexualidad realidad y metáfora de las potencialidades del individuo frente a las camisas de fuerza de los dogmas religiosos y del poder paralizante de las convenciones de una aristocracia  próxima a su fin. No es causal entonces que la novela comience con una invocación a los poderes inciertos pero irrenunciables de la memoria como único instrumento para acercarnos a las claves de nuestro paso por el mundo. 

Por ese camino, el autor nos permite asomarnos a la vida del conde Jean-Baptiste, padre del marqués, desde su nacimiento en el palacio de Mazan, el 12 de marzo de 1702, con su saga de intrigas y ascenso en los salones del poder y el favor de las damas hasta los años inevitables de la decadencia y la decepción que resumen el periplo de toda vida humana. 

Guiados por el lenguaje siempre medido y sobrio del narrador, somos testigos de una manera de concebir el mundo en la que la ambición, el envenenamiento y todas las formas posibles del crimen; el sexo como señuelo para obtener favores y destruir ilusiones; la rapiña, la mentira y el rumor forman parte del orden natural de las cosas. En ese ambiente enrarecido y fastuoso vendría a nacer Donatien de Sade, justo en la mitad de un siglo que padeció y gozó por igual la ventisca arrasadora de las ideas de Voltaire, un espíritu que surca todo el ámbito de la novela, como si de algún modo la vida del marqués fuera en parte la materialización de los postulados de ese filósofo y poeta que acabó por minar lo poco que sobrevivía de la injerencia del clero en la conciencia de los habitantes de ese siglo que para algunos significó la victoria de la razón sobre el oscurantismo y para otros nada más y nada menos que el advenimiento del terror, oculto tras el ropaje de la racionalidad.



Siguiendo al marqués en su búsqueda sin tregua del conocimiento del mundo y los arcanos del placer, asistimos, entonces, sin proponérnoslo a decir verdad, a los estremecimientos de esa vieja Europa cuyo péndulo oscilaba de la estirpe enfermiza de los borbones a las quimeras mesiánicas de la casa de Habsburgo, sin olvidar por supuesto los estertores de la antigua grandeza del Sacro Imperio Romano, que aún alentaba en los corazones nostálgicos de muchos súbditos que observaban angustiados cómo el mundo se resquebrajaba bajo sus pies. 

Quizás por eso la búsqueda se hace a veces patética, como si esos cuerpos desnudos que se desvanecen entre gasas al despuntar el alba, o la filigrana exquisita que adorna los pisos y paredes de esos palacios consagrados a los dioses del sexo y el poder, fueran meras ilusiones destinadas a desaparecer una vez abiertos los ojos a la realidad del siglo, avivando con su lento deslizarse de lava ardiente la ansiedad de unos hombres y mujeres sedientos de absoluto, que sin embargo alcanzan a entender, antes de disolverse en la vejez y la nada, que "La muerte no solamente abre para sus elegidos las puertas del más allá, sino que contribuye a transformar, muchas veces de manera extremada, el frágil calidoscopio de los vivos", según consigna el narrador en la primera frase del capítulo titulado La Embajada en Boon. 

A transformar el calidoscopio de su hijo, consagrará Jean-Baptiste la energía y recursos de su madurez, con la esperanza de ver a su vástago entronizado de una buena vez y para siempre en el círculo de los grandes. 

Pero, ya lo sabemos, los hijos están destinados a desandar el camino de los padres, y muy temprano el pequeño da muestras de su carácter indómito, cuando una tarde de finales de primavera, en medio de una disputa por la posesión de una muñeca, humilla al infante Luis-José, a cuyo lado se educaba, gracias a las gestiones de su padre, que soñaba para él un destino digno de una familia cuyo linaje se remontaba a los tiempos de las luchas de Luis El bávaro con los papas de Avignon, cuando Laura, la mujer que inspiró los mejores versos de Petrarca, contrajo nupcias con Hugo El viejo, ascendiente directo de la casa de los Sade. 

Esa acción instintiva en un niño arroja luz sobre el curso que había de seguir la vida de un hombre para quien las veleidades del poder y los efímeros incendios de la carne serían apenas formas de celebrar la vida frente el orden de un universo soportado sobre apariencias y formalismos, de una manera tal que los vicios privados se constituyen en la moral pública, como se anuncia en la primera página de la novela, a manera de certero preludio de los acontecimientos por narrar.

En ese propósito de celebrar la existencia frente a los poderes de las tinieblas, la novela deja caer, al tenor de un azar que sólo lo es en apariencia, las figuras del pintor flamenco Rubens; de Madame Pompadour, favorita entre todas las mujeres del rey y de las logias franc-masónicas, figuras que en muchos sentidos armonizan con el carácter y expectativas del marqués: la sensualidad manifiesta en la robustez de las damas pintadas por Rubens, la fastuosidad de los salones presididos y frecuentados por La Pompadour y el ansia de conocimiento y dominio de sí mismos presente en los grandes maestres de la logia. A todo ello podemos sumar la presencia constante de su tío, el abate Jacques-Francois, una suerte de genio tutelar que se encargó de conducir a su sobrino hasta la fuente misma de las fuerzas que gobiernan el mundo, con la ayuda de todo el conocimiento acumulado por los sabios a lo largo de la historia. 

Por eso no es casual que al final del relato, el viejo abate aparezca en el palacio de La Coste, extasiado ante los tesoros de una biblioteca que guarda en sus estantes, presididos por un busto del filósofo cordobés Séneca, títulos como la Historia de las vírgenes o Las profecías de Nostradamus, pasando por textos de Salustio Tito Livio y San Agustín, hasta llegar a las páginas delirantes y lúcidas de El Quijote o el Elogio de la locura de Erasmo de Rótterdam.

Si miramos con atención, no hay contradicción alguna en el carácter abigarrado del último cuadro. Después de todo, los placeres de Venus, los meandros del poder y el laberinto de una biblioteca, son caminos inequívocos para asomarse a lo inefable de la condición humana, manejada a su antojo por una divinidad de muchas caras, cuyos ojos miran por toda la eternidad hacia los abismos  de la muerte. 

Por eso podemos decir que allí reside la grandeza de esta novela de costumbres titulada Memorias de la Casa de Sade, porque más allá del reconocido virtuosismo del autor en el manejo del lenguaje, lo que nos queda es su capacidad de utilizar una figura histórica y literaria como la del marqués, tan frecuentada por el cine y la literatura, para mostrarnos una percepción de la historia en su condición de teatro del absurdo, en cuyos límites se recrea una y otra vez, por los siglos de los siglos, la trilogía de fuerzas que determinan los pasos del hombre sobre la tierra: el deseo, el poder y la muerte.

jueves, 14 de marzo de 2013

Cómo nos cambia la vida




No lo soñé. El ex presidente  Álvaro Uribe encabezó, al menos de manera virtual, una marcha de protesta social. Si, el mismo. El más conspicuo representante del conservadurismo  feudal- y perdón por la tautología- latinoamericano despertó una mañana convertido en incendiario vocero de los movimientos de productores de café. A través de su ya célebre cuenta de Twitter multiplicada al instante por la caja de resonancia de los medios de comunicación anunció su irrestricto respaldo a los caficultores víctimas de la indiferencia del gobierno Santos. Cinco años atrás los hubiese   calificado de bandidos, subversivos, terroristas, enemigos de la patria o cosas peores. Pero como la política es dinámica y cambiante, según la retórica de un senador  proclive a súbitos cambios de convicciones, el ex mandatario  decidió poner sus huevitos en la canasta tan desprestigiada durante su administración: la de la protesta social en plazas y caminos.
Lo confieso: el asombro no me duró mucho. Al fin y al cabo José Obdulio Gaviria, uno de sus oráculos de cabecera , fue durante años un comunista come candela de línea dura y ahora funge como filósofo de la cruzada refundadora de la patria. Tanto nos cambia la vida.
Sería bueno preguntarle a quien se  postula hoy como gestor de  un partido llamado Puro Centro Democrático, cómo les fue a los campesinos colombianos durante sus ocho años de gobierno. A los mismos que ahora salen a protestar, no a los  terratenientes sembradores de palma africana ni a los agroindustriales beneficiados con los subsidios de Agroingreso Seguro, si no a quienes   deben buscarse el pan de cada día en la parcela mientras intentan sobrevivir a la voracidad de los bancos, a las políticas diseñadas para acabar con ellos y de paso abrirles las puertas a los grandes capitales y a las mafias que controlan los  canales de distribución de sus productos.
Resulta claro  que lo  de Uribe con los cafeteros es  apenas un primer ensayo de su estrategia de fondo: utilizar cada uno de los factores de descontento de los colombianos, incluidos los gestados durante su gobierno, para convertirlos en el combustible de este segundo episodio de su cruzada. Uno de ellos es, por supuesto, el miedo. Como bien lo sabemos,  entre los sentimientos  humanos el miedo es uno de los de más honda raigambre. De hecho, es una de las manifestaciones del instinto de supervivencia. Sobre la necesidad humana  de mitigarlo se han fundado religiones, partidos políticos y totalitarismos de izquierda  o derecha, dependiendo  de los intereses en juego. Para los productores de café es el miedo a la ruina, a la pérdida del estatus o del peso  político jugado por ese sector de la economía en la Historia de Colombia. Experto en pregonar antídotos contra  el pánico, el ex presidente hizo su aparición  en el momento  justo. Desde entonces , algunos dirigentes del gremio cafetero lo ven como a uno de los suyos. Como si  no bastara con  eso, muchos de ellos han sido víctimas de  los ejércitos que con distintos nombres han perpetrado sucesivos despojos en el campo colombiano. Otra razón más para vivir asustados.
El  siguiente escenario es el miedo  de los sectores medios y altos de las ciudades. Alentado durante décadas por la estridencia de las acciones guerrilleras   y sus equivalentes en el otro extremo ideológico; multiplicado sin cesar por los medios de comunicación y aprovechado al máximo  por la demagogia de los políticos ha sido durante el último medio siglo nuestro gran motivador electoral. Los aspirantes a gobernarnos ni siquiera han necesitado proponer un remedo de proyecto de país. Hasta ahora les ha bastado con  postularse como salvaguardas contra los emisarios del terror. Y la cosa funciona: después de todo  la gente no  exige mucho. A duras penas pide  garantías para   producir, consumir  , reproducirse y morir tranquila. Nada del otro mundo en realidad.
Con el panorama de ese tamaño, el bombardeo desde Twitter apenas comienza. Los bandazos del gobierno Santos y las pesadillas reales o inventadas de los colombianos serán su munición. Por  lo pronto, me preparo para  no sorprenderme si escucho un día  al ex presidente pronunciar una arenga  en ciento cuarenta caracteres calcada de los discursos pronunciados por sus viejos, irreconciliables enemigos.

jueves, 7 de marzo de 2013

Recetas mágicas




Buen publicista como es, aparte de genial caricaturista,  Matador  citó una vez para promocionar su empresa una famosa  frase  atribuida a Albert Einstein:“La  imaginación es más importante que el conocimiento”. Años más  tarde el  escritor , periodista y profesor universitario Edison Marulanda la retomó para aludir  a una de las facetas mágicas de la radio: su capacidad  para convertir el relato en un desafío a la imaginación del oyente. A diferencia de la televisión, que nos convierte de facto en espectadores sumisos, la radio obliga a la participación de quien escucha.
Hasta allí las cosas funcionan: la imaginación como estímulo  inicial es de hecho el  punto de partida para muchas acciones humanas, desde la  seducción  amorosa hasta la conquista del espacio. Sin su ayuda serían imposibles   las grandes empresas económicas, la creación artística, las escuelas filosóficas o el desarrollo científico. Pero  por si sola , sin  la participación del resto de las facultades humanas, se convierte en mero fantasear; no reemplaza al conocimiento.
Como todas las  frases célebres, la del forjador de la Teoría de la Relatividad vive en permanente riesgo de ser sacada del contexto en el que fue formulada. Algunos biógrafos de Einstein nos cuentan que su  postulado nació de la  observación de los pasajeros  en las estaciones del tren y su relación  con los ocupantes de los vagones  en movimiento. En la mente de un hombre como Einstein, formada tanto en la física práctica como en la especulación teórica, la imagen obró a modo de un detonante. Pero  la teoría no se formuló  para  explicar ese hecho. El físico pensaba más en la precariedad de los instrumentos  diseñados por la evolución para observar el universo. En su recorrido mental precisó de un vasto conocimiento y manejo del legado forjado  desde la antigüedad por físicos, astrónomos, filósofos y matemáticos  para llegar a ella.
Poco dados a  asumir los riesgos del conocimiento,  entre ellos  los de la equivocación permanente y las preguntas siempre renovadas, los humanos gustamos de coleccionar frases  de  hombres  famosos para resolver con ellas nuestros pequeños o grandes dilemas cotidianos. Apócrifas o no, esas sentencias funcionan a modo de comodín capaz de aclarar todas las dudas sin importar las circunstancias. Por eso se venden los libros de frases célebres. En ese sentido se parecen mucho a  esas plantas con improbables propiedades mágicas que  se ponen de moda durante un tiempo y luego desaparecen del mercado dejando a  su paso una estela de  enfermos frustrados. Repasemos  unas cuantas: la Uña de gato, el Noni, el Confrey  o la más reciente Moringa. Según sus pregoneros  tomadas en infusión lo curaban todo: desde el cáncer extremo hasta la decepción amorosa. Pues bien, para millones de personas las frases famosas cumplen   esa función: les sirven para responder a todas las preguntas difíciles sin  correr el riesgo de resolverlas  desde su propia experiencia del mundo. Por eso mismo son tan apetecidas por los autores de manuales de auto superación. Desde  los antiguos vedas hasta líderes políticos como Winston Churchill, pasando por  Platón, Buda, Marx , Jesucristo o Groucho Marx, esas antologías les dan legitimidad   a sus discursos plagados de lugares comunes.  Al estar rodeadas del aura mágica otorgada por el  prestigio de quienes  las habrían  pronunciado no dejan lugar a dudas. Y estas últimas  son, bien lo sabemos , la clave de todo posible camino hacia  el conocimiento.
Para muestra tomemos una de las más citadas: “Pienso,  luego existo”. Así a secas, sin los argumentos que la soportan, la sentencia de Descartes es  entendida por muchos como la prueba de que basta  con poseer los mecanismos de la mente para alcanzar la plenitud del ser. La comprensión del mundo sería así poco menos que un acto reflejo. Pero si la asumimos como desafío, es decir, con  el convencimiento de que necesitamos primero aprender a pensar para conocernos y  descubrir el universo nos encontramos de repente  no ante un punto de llegada sino de partida . En lugar de una puerta clausurada de por vida se despliegan ante nosotros muchas puertas que demandan ser abiertas. Y para eso, para abrirlas, por fortuna nadie ha descubierto hasta ahora una receta mágica.