martes, 30 de marzo de 2021

El mundo al instante



La gente  de mi generación que asistía  habitualmente a cine recordará unos curiosos noticieros de alcance mundial que se proyectaban antes de las películas en cine continuo.

Se trata de El mundo al instante, expresión que  hoy suena a oximoron, porque presentaba como “ noticias” hechos acontecidos semanas  y meses  atrás. El noticiero en cuestión venía en esas cintas de  35 milímetros que exigían manos expertas para su manejo.

En  El mundo al instante uno se enteraba de la muerte del dictador Francisco Franco cuando llevaba varios meses enterrado. O descubría que el  Bayern Munich de Beckenbauer y G. Muller había caído en casa ante el Barca de Cruyff, Iribar y Neeskens… sólo que el desastre ya había sido corregido dos semanas más tarde con una victoria ante  la Juventus de Turín.

Resulta claro que el concepto de tiempo y por lo tanto la noción de instante eran distintos y estaban mediados- igual que hoy- por las  tecnologías utilizadas para transmitir  y multiplicar información.

Como el espectador desconocía los datos suministrados, salía de la sala con la convicción de estar bien  informado. Y , en efecto, era así.

A mi hija eso le  produce  risa. Y le asiste toda la razón : ella pertenece a la generación que se  entera de las noticias antes de que sucedan y no estoy haciendo un juego de palabras: todo apunta a que la noticia del la muerte de  Michael Jackson un veinticinco de junio de 2009 se conoció varios minutos antes de que se apagaran todos sus signos vitales. Sucede que alguien ( ¿Un médico? ¿Una enfermera?) con los suficientes criterios clínicos para determinar que su situación ya era irreversible, filtró la información al exterior , y en  cuestión de minutos el planeta  se enteró del  fallecimiento del llamado “ Rey del pop”.



La carrera por esos segundos preciosos significó ganancias  millonarias para las empresas informativas y, eventualmente, para quien suministró la información original desde la clínica.

Desde esa fecha hasta hoy, los medios digitales- y con ellos las redes sociales- se han desarrollado a una velocidad que produce vértigo.

Como pasa con  los cambios de algunas tecnologías y el surgimiento de otras, su utilización no tarda en generar  cuestionamientos éticos. ¿ Todo vale  a la hora de recopilar y transmitir  información con tal de llegar primero? ¿ Las exigencias del  mercado nos autorizan a pasar por encima del dolor de  una familia?

En fechas más recientes tuvimos el caso de la muerte de Diego Maradona. En medio del frenesí mediático desatado por  la agonía del futbolista nos enteramos de un hecho que indignó hasta a los más indolentes: la forma como el empleado de la agencia funeraria tomó una imagen del cadáver de Maradona y la replicó,  acaso con fines de lucro  o en busca de sus  quince minutos de de fama.

Para el efecto da lo  mismo. En cualquier caso se trató de una violación a la privacidad. Después de todo,  la propia muerte  es  en últimas lo único que nos pertenece en este mundo inasible. Eso para no hablar de su familia,  lesionada por el morbo ajeno, justo en el momento más duro   de un drama de vieja data.


¿El derecho a la información nos autoriza a saltarnos las barreras que hasta  hace unos años protegían la intimidad de las personas y sus allegados?

Entiendo que el concepto de intimidad ha cambiado, hasta el punto de que  mucha gente no ve reparos en divulgar en las redes sociales escenas de su vida sexual.

Pero debe de haber un límite más ético que legal.  De no ser así, todo esto nos estallará entre las manos, con impredecibles consecuencias.



Volvió a suceder   con la muerte del cantante Álex Casademunt  en un accidente de tránsito acaecido el martes 2 de marzo en Barcelona. Uno de los funcionarios de la ambulancia  que atendió el caso no se fijó en gastos. Una vez se enteró de quién se trataba procedió a registrar la imagen en su teléfono y la echó a rodar por las redes sociales.

No es difícil imaginar el estupor y la indignación experimentados por el primer familiar que vio las imágenes en las redes sociales. No es para menos : todos los diques del respeto habían saltado por los aires. No hubo tiempo para la llamada privada de un médico o de un funcionario de tránsito.   La nueva forma de locura derivada de ser el primero  en transmitirlo  todo a cualquier precio alcanzaba así un nuevo punto de degradación.

Con un agravante: todo  indica que se trata de un punto de no retorno.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

https://www.youtube.com/watch?v=oRdxUFDoQe0



martes, 23 de marzo de 2021

Y Don Juan se hizo a la mar

                                                                 


                                                    

A  los  once años, mi único contacto con la poesía habían sido  esos versos almibarados y plagados de  moralinas dirigidos más a aconductar  y controlar el pensamiento que a propiciar su liberación.

Hasta que llegó Miriam, a quien Dios tenga en su gloria donde quiera que se encuentre. Era nuestra profesora de Música en el colegio Deogracias Cardona  de Pereira. Entre solfeos, negras, blancas, corcheas y semifusas, un día puso en mis  manos dos casetes. Por uno de esos misterios que a menudo definen el curso de nuestra existencia , me eligió como destinatario de un puñado de canciones interpretadas por un tipo de voz entrecortada, mas bien asmática, que se acompañaba de una guitarra.

Eran los versos de don Antonio Machado y de Miguel Hernández. Al comienzo no les presté mayor atención. Pero una tarde de domingo sin fútbol tropecé con esta imagen: “ Al fin una pulmonía/ mató a don Guido  y están/ las campanas todo el día/ doblando por él/ tin tan”. Ese fue el inicio de una historia de amor que no cesa de crecer.


De modo que  eso era la poesía: los eventos de la vida  cotidiana trasplantados a otra dimensión. Guiado por el instinto,  el lunes siguiente  me robé de la biblioteca “Ramón Correa Mejía”, entonces ubicada en  el edificio de la alcaldía y dirigida por el escritor  Silvio Girón Gaviria, una Antología Poética de  Machado, publicada en una colección de Editorial Salvat.

Todavía  conservo el ejemplar: es mi cuerpo del delito.

El milagro  apenas empezaba .  En una de sus páginas leí : “No sé si era un limón amarillo/ o el hilo de un claro día/ lo que tu mano tenía/ Guiomar en dorado ovillo/ tu boca me sonreía” y el mundo- mi mundo- siguió ensanchándose.

Cuando mi  madre me descubrió en esas    andanzas su desazón  no pudo ser mayor:  ella esperaba para mí un destino de médico, como el de sus queridos primos Marín Grisales. Pero eso de la poesía  se inclinaba peligrosamente hacía la locura, el robo callejero o cosas peores.



Pero la suerte estaba echada. Ese mismo año de  1972  , durante una visita a la casa de un compañero de estudio llamado Pedro Vicente Ramírez , se cruzó en mi camino un disco de larga duración de tapas amarillas, cuyo autor resultó ser el mismo fulano   que interpretaba con voz quebrada los poemas de Machado y Hernández.

Con una diferencia: en este caso, a excepción de Vencidos, un homenaje al poeta León Felipe,  toda las canciones eran de  su autoría.

Recuerdo la tapa del disco: con el pelo en hombros y mirada desafiante, Joan Manuel Serrat le presentaba al mundo- así lo pienso hoy- su declaración de principios, basada en  una fe absoluta en la belleza como camino para conocer el universo y para reconocerse en él. La belleza que igual puede cruzar una canción de amor, la descripción de un paisaje o una toma de conciencia política.

Ustedes ya lo han adivinado: el disco se llama Mediterráneo, y medio siglo después sigue más vigente que nunca, porque esa es una de las bondades de la poesía: su capacidad de trascender el tiempo y nombrar de manera distinta el mundo, adaptándose a los ires y venires de las generaciones.



En Mediterráneo uno encuentra un amplio espectro de inquietudes: desde crónicas como Pueblo Blanco, hasta declaraciones de amor de la índole de Lucía, o tributos a la hija que parte de casa en Qué va a ser de ti, pasando por la sencillez de las cosas irrecuperables en  Aquellas pequeñas cosas o la ironía  de Tío Alberto, hasta llegar  al poema que le da el título  al álbum, toda una afirmación de identidad construida  a partir de la recreación lírica  de los paisajes amados.

“Qué le voy a hacer si yo/ nací en  Mediterráneo”, nos dice Serrat  al cierre de una canción que, como toda vida, transcurre entre el alba y el crepúsculo, en una travesía que nos hace a todos parientes del infatigable Odiseo en su búsqueda del camino de regreso a Ítaca.

Devoto lector de la poesía del Siglo de Oro Español, así como de las generaciones del 98-  la  de la Guerra de Cuba- y la del 27- la de La guerra civil española- Joan Manuel Serrat no tardó en convertirse en compañero de viaje de varias generaciones. Su posición política de izquierdas- que  le valió el veto de las dictaduras de Franco, Videla y Pinochet-, su amor por  los buenos vinos- en su madurez se convirtió en propietario de viñedos-  y su pasión por el Fútbol Club Barcelona dan cuenta de su decisión  de  transitar siempre por el  sendero  más amable de la  vida.

“ En realidad, lo que me empujó a tomar la guitarra y cantar fue la idea de que así podía  tocar con más facilidad el culo a las muchachas”, le respondió  Serrat a  mi hermano, el periodista Juan Carlos Pérez Salazar, en una entrevista para el periódico El Mundo de Medellín, durante una de sus muchas   visitas a Colombia.

No sé , pero  sospecho que  a buena  parte de mis amigos- empezando por el entrevistador de marras- y a mí por supuesto, las canciones de  Serrat  también nos han permitido  tocar con mayor facilidad el culo a algunas muchachas.


PDT . les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

https://www.youtube.com/watch?v=_w2WOHs9wG4&list=PLXiBcUq7qvxNObSb-ogeqGpnJi8nMncxn

miércoles, 17 de marzo de 2021

Thomas Pynchon, D.F Wallace y la distopía norteamericana




Imaginemos los últimos minutos en la vida de un magnate neoyorkino de cuarenta años llamado Bill  Symanski, dueño de una cadena de televisión digital que controla el mercado del entretenimiento en el centro oeste de los Estados Unidos de América.

Está recostado sobre mullidas almohadas en la suite de un hotel de lujo de su propiedad ubicado en Manhattan. Los médicos le acaban de diagnosticar  una enfermedad incurable y el hombre ve allí la oportunidad de su vida. Con ayuda de  ingenieros, expertos en tecnología de alta gama y especialistas en  cirugías no invasivas , se hace instalar diminutas cámaras y conectores en cada uno de los órganos del cuerpo, incluidos los rincones más recónditos del cerebro.

Cada uno de esos minúsculos artefactos transmite imágenes que son proyectadas en tiempo real en una enorme pantalla líquida suspendida en la pared.

Lo que  Symanski ve es una muy personal concepción de la dicha terrenal: su propio organismo moribundo destilando a cuentagotas humores mortíferos convertidos por la  tecnología en hologramas de inusual belleza.  Las glándulas activan su programa de autodestrucción, las enzimas se ponen en marcha y los ácidos empiezan a deshacer lo que encuentran a su paso.

El  potentado asiste así al momento supremo de su existencia: el espectáculo de su propia  disolución convertido en mercancía televisiva, asegurándose así millones de audiencias conectadas   en toda la superficie del planeta.

La imagen podría ser parte de una novela de Thomas Pynchon o de David Foster   Wallace, los escritores que mejor han sabido narrar el curioso  psicodrama  pluridimensional  que protagonizan los habitantes de su país desde la llegada de los primeros peregrinos a territorio norteamericano.



Cada pueblo alimenta su particular ideario colectivo. La estructura que le permite avanzar a  lo largo de su historia y afirmarse ante otras sociedades. Al contrario de lo que nos han han dicho siempre, para Pynchon y Wallace el ideario  de Norteamérica no es la libertad, ni la democracia ni la afirmación del individuo tan promocionada por el liberalismo económico.

Según ellos,  el  destino manifiesto de Estados Unidos consiste en convertirlo todo  en espectáculo, desde lo más sublime  hasta lo más terrible. En novelas  como V., Vineland, Contraluz, Al límite o Vicio propio en el caso de Pynchon o la desmesurada La broma infinita en lo que corresponde a D.F Wallace , el  planeta entero es una gran pantalla en la  que sus contemporáneos se ven a si mismos tratando de conjurar sus miedos y obsesiones, como quien asiste a una  final del Super  Bowl, ese  curioso  ritual que parece resumir  en el público, los jugadores, las porristas, la publicidad y los  músicos invitados la quintaesencia del espíritu de ese país  que después de la  Segunda Guerra Mundial el  mundo  escogió como modelo a seguir, en una suerte de metástasis imparable.

Y , suspendida sobre las cabezas de todos, la omnipresencia de la CIA, el FBI , el Pentágono, la DEA y la Agencia de Servicios No Especificados: los gendarmes del imperio.



Son tantas las inquietudes comunes, que a veces la obra de Wallace parece la continuación de la de su antecesor, salvo las diferencias de voz y estilo. Ambos vuelven una y otra vez a esa  demencial trama social, histórica, política, económica y cultural  de unos Estados Unidos que parecen gravitar siempre al filo del delirio. La misma trama que aflora en manifestaciones de la cultura popular como el cine,  la música, los cómics, los deportes y, por supuesto, la televisión como forma decantada del entretenimiento.

En La broma infinita, los Estados Unidos que absorbieron a México y Canadá están gobernados  por J. Gentle, un antiguo crooner errático y en  constante desvarío. Su  presencia nos recuerda que    los ciudadanos  del mundo real una vez eligieron como presidente a Ronald Reagan, un mediocre actor de cine y, en tiempos más recientes, a un presentador de televisión como Donald Trump. Eso para no hablar de los californianos,  que le asignaron al mismísimo Terminator  la tarea de gobernar  la quinta economía del mundo.

¿ Confundían acaso la historia con el entretenimiento? Por lo visto, si. Después de todo, los sociólogos nos han mostrado cómo un creciente número de  televidentes en el mundo carece de los elementos básicos para diferenciar  entre un dramatizado, un mensaje publicitario o las imágenes de un lejano país devastado por el hambre y las guerras. Para esos  seres despojados de sentido crítico los planos se superponen y quedan  convertidos en  simple espectáculo.

En ese universo distorsionado, un  genocidio tiene el mismo valor que una propaganda  de loción para después de afeitarse.




Es por eso que a muchos lectores Donald Trump, sus seguidores y lo que ellos representan, se nos antojan salidos de una novela de Pynchon o de Wallace. No es que los escritores se hayan “ inspirado “ en ellos.  Todo lo contrario:  se escaparon de esas páginas donde campea la lucidez más atroz.

Uno y otro descorren el velo tejido por los biempensantes y se asoman a los mundos de pesadilla que perfilan el  verdadero rostro del sueño americano: las seducciones del consumo, las mentiras de los políticos, la alienación de los deportes en masa, las infamias de los potentados que diseñan la política exterior ( lo que Wallace llama el experialismo).




El resultado de todo eso es la locura, la ansiedad, la depresión, la monomanía de las armas propia de una masa paranoica y, por lo tanto, agresiva. No es  solo coincidencia que las   novelas de ambos autores estén plagadas de alcohólicos, de drogatas, de desquiciados sexuales , de criminales y de gente que va al siquiatra dos veces por semana. Es el precio que deben pagar por tanta pulsión exacerbada.

No  por casualidad al final de La broma infinita  D.W Wallace nos presenta un catálogo de las drogas consumidas por los protagonistas, desde el crack callejero hasta los fármacos producidos por los grandes laboratorios que controlan  la oferta mundial de  medicamentos.

En las obras de Pynchon y Wallace  todo está nimbado de una luz enfermiza : el tono verdoso de la niebla que se desprende de millones de aparatos de televisión encendidos día y noche. Esa niebla es el vaho, la respiración del sueño americano.

Porque, dormidos o despiertos, los habitantes de  este país desvelado por Pynchon y Wallace están atados  de pies y manos  al mástil de un fastuoso barco que naufraga.


PDT . Les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
https://www.youtube.com/watch?v=oG6fayQBm9w



martes, 9 de marzo de 2021

Goles y carteles

                                                                       



                                           Todo el dinero que gané en el fútbol lo invertí

                                            en mujeres, autos y  whisky. El resto lo dilapidé.

                                                                  

                                                            George Best, futbolista irlandés.

            

¿Qué tienen en común el Deportivo Pereira y el Fútbol Club Barcelona?. Salvo la fidelidad de dos hinchadas clamorosas, nada. O casi nada. El primero es un modesto equipo de provincias sin título alguno en su haber. El segundo es una multinacional del deporte, con sus vitrinas repletas de trofeos.

Sin embargo, algo los hermana por estos días. Ambos atraviesan su propia  tormenta perfecta, a resultas  de  violentas pugnas por el poder, que en el caso del Pereira han estado rodeadas por amenazas de  muerte contra dirigentes y jugadores y en el Barcelona por sucesivos escándalos de corrupción, incluida la captura de un expresidente  en medio de una turbulenta campaña de sucesión.

¿Qué sucedió entretanto para que el fútbol cobrara  semejantes dimensiones geopolíticas?

Bueno, son tantas cosas que es mejor ir de a poco. En primer lugar, el espíritu romántico  de deportistas proclives a la bohemia, alentados sólo por el goce de una gambeta, de una atajada, de una sucesión de  pases bastante cercana a la armonía  de la música y de  golazos próximos a la condición irrepetible  de las obras de arte, desapareció para   convertirse en un negocio  de dimensiones billonarias.



Como sucede con todas las formas de riqueza,  la codicia no tardó en medrar. De futbolistas que  durante la semana se ganaban la  vida trabajando en fábricas y oficinas, pasamos sin darnos cuenta a un entramado donde la publicidad, los derechos de televisión y las demenciales cifras de sueldos y trasferencias, engendraron un mundo sofisticado y corrupto, que convirtió a los equipos en máquinas de facturar y a las federaciones  nacionales, encabezadas por la  poderosa FIFA, en auténticos carteles, con capacidad para situarse por encima de los gobiernos.

En otras palabras, el fútbol pasó a ser clave en el negocio  del espectáculo, esa sociedad anunciada por el filósofo Guy Debord, que en poco tiempo sobrepasó las previsiones del pensador.

Recuerdo que, de niño, al abordar el bus para el colegio a las seis de la mañana, a menudo me cruzaba en el camino con tres   grandes futbolistas del Deportivo Pereira: el portero  Hernando García, el volante Oswaldo Calero y el más que talentoso mediocampista Jairo Arboleda. Los tres solían frecuentar un sitio de rumba dura llamado Copacapana, cuya propietaria sabía domesticar  a los borrachos contumaces utilizando el lomo de un  machete aleccionador.

                                                Jairo Arboleda


No había dilemas morales : los futbolistas jugaban y bailaban, bebían y volvían a jugar y no se cansaban de hacer goles o de impedirlos. No les pasaba por la cabeza la idea de que pudieran  volverse millonarios haciendo cabriolas con una  pelota.

De hecho, a muchos niños  y jóvenes de hoy les resulta imposible conjugar la idea de un futbolista pobre, sin autos de lujo, sin mansiones, sin  contratos de publicidad  y sin mujeres glamorosas.

Fue en los años ochenta del siglo XX cuando los cambios se empezaron a sentir. Los entrenadores , siguiendo el ejemplo de César Luis Menotti en el Mundial Argentina 78, comenzaron a usar traje y corbata.  Con ese acto en apariencia secundario dejaban claras dos cosas: que se mostraban para las cámaras de televisión y que pasaban a ser gerentes de poderosas empresas con un propósito financiero definido.

A partir de entonces se empezó a exigir a los  jugadores que lucieran las medias ajustadas a la altura de la rodilla. Desaparecía así ese  humilde símbolo de rebeldía  y desparpajo resumido en las medias   caídas sobre los tobillos.

Acto seguido, los jugadores fueron objeto de otro tipo de exigencias. Como toda empresa, los clubes debían cuidar su inversión a mediano y largo plazo. Las puertas se cerraron para los disolutos y bohemios, acostumbrados a jugar con horas de fiesta en el cuerpo y el alma.  De ahí en adelante solo habría cabida para los que cuidaban  su principal  patrimonio y el más importante activo de la corporación : el   propio cuerpo.

La censura moral no tardó en caer sobre ovejas descarriadas tan brillantes como el peruano Sotil, el argentino Houseman, el salvadoreño “ Mágico” González o los colombianos  Víctor Campaz, Javier Tamayo o el ya mencionado Jairo Arboleda. Poco importaba ya que los aficionados los veneraran:  ante tanto desenfreno, su cotización en el mercado era nula. El valor de uso y el valor de cambio se hacían uno solo.


La nueva situación acarreó otro fenómeno: la multiplicación de academias y escuelas de fútbol cuyo propósito es  formar productos capaces de abastecer unos mercados en permanente expansión . ¿ O alguien se imaginaba que  países tan disímiles como Estados Unidos, China y Japón se apropiarían rápidamente  del juego como parte clave en el negocio del entretenimiento?

Atraídos por ese señuelo, niños y padres abandonaron desde temprano la idea del fútbol como actividad lúdica:  un día empezaron a considerarlo opción de vida y fuente de enriquecimiento. De ahí que surgieran legiones de  especuladores e intermediarios dispuestos a invertir grandes sumas en  esa suerte de feria donde las transferencias lindan peligrosamente con el tráfico de personas, según consta en las denuncias sobre  el creciente abandono de niños y jóvenes en ciudades remotas, luego de que  no pasaran las pruebas en clubes saturados de talentos provenientes de todas partes.

Ese  es el punto que aproxima al modesto Deportivo Pereira y al poderoso Barcelona : los apetitos desatados por un negocio en constante crecimiento, que no admite medianías  y hace tiempo dejó claro que las pasiones  de los hinchas son apenas  una parte ínfima del producto a consumir.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
https://www.youtube.com/watch?v=zSZQ8iFRvUA

martes, 2 de marzo de 2021

Las arañas de Marte


En las fantasías de algunos poetas, Marte es una suerte de reino prometido, de  lugar de redención donde ponerse a salvo de  los estropicios causados por los humanos en la tierra.

En Crónicas  Marcianas, de Ray Bradbury, los hombres recién arribados presienten un zumbido cósmico: la respiración de un insecto invisible- acaso arácnido- y  gigantesco, que al final resulta ser una de las formas de sus propios miedos.

En  La guerra de los mundos, de H.G Wells, los  marcianos invaden  la  tierra, materializando antiguos horrores  humanos frente a  lo extranjero, lo desconocido.

En el primer caso nosotros somos los alienígenas. En el segundo son los marcianos. En ambos las formas del  temor son las mismas , con distinto ropaje.


Para los antiguos romanos, tan inclinados a invadir tierras de bárbaros, Marte era la divinidad que inclinaba la balanza a su favor en los combates. Debe ser por eso que los Estados Unidos de América “ Destinados por la Providencia para plagar de miserias al mundo en nombre de la libertad”, según la célebre proclama  de Simón Bolívar, han cultivado una fascinación especial por ese planeta, coronada ahora con la llegada del robot Perseverance a territorio marciano.

El robot explorador, sujetado por una  “ grúa celestial”, alcanzó su objetivo después de recorrer cerca de 480 millones de kilómetros, en un viaje iniciado el 20 de julio de 2020.

El tiempo de ingreso y descenso en la atmósfera marciana fue calificado por los científicos de la NASA  como “ Siete minutos de terror”.


Como ustedes habrán advertido, hay  claras reminiscencias religiosas en el lenguaje utilizado. La misma palabra Perseverance tiene entre los protestantes un profundo sentido  ontológico. Eso para no hablar de la grúa celestial o los siete minutos de terror que, según algunos,  anteceden al juicio final.

Hay en esa obsesión con Marte algo  crispado, nervioso: es la exaltación de quien busca con afán un  amuleto extraviado entre sus cachivaches.

Ni siquiera, Venus, con sus obvias connotaciones sexuales, ha merecido semejante atención.

Pero ¿ Cuál es ese amuleto?  Todos los indicios apuntan a la palabra agua, ese elemento clave para la supervivencia de los seres vivos, al menos  en estos confines del universo. “ Misiones previas constataron que antes de convertirse en un planeta helado , Marte fue lo suficientemente caliente como para albergar océanos de agua líquida”, expresó uno de los muchos científicos entrevistados por los medios de comunicación.

De modo que la búsqueda de agua está detrás de esta colosal inversión. No es el simple y romántico  espíritu explorador que los consumidores  de información creen ver en este tipo de acciones prometeicas. Las viejas conjeturas de un planeta inhabitable en el que la contaminación, las basuras y el desabastecimiento  amenazaban la supervivencia de las especies ha empezado a hacerse realidad.


No por casualidad el agua cotiza en la bolsa de valores, al lado del petróleo, el oro y los cereales : cada día escasea más y, por lo tanto, se hace más valiosa.

La gran literatura siempre ha sido visionaria.  Abundan los ejemplos de escritores   y obras que se anticiparon a su tiempo. Pero su don tiene  que ver menos con la adivinación que con la lucidez:  ésta última es la capacidad para  escudriñar con los ojos bien abiertos en los pliegues de la realidad y descubrir en ellos los  primeros esbozos  del rumbo que tomarán los acontecimientos grandes y pequeños.

Un ejemplo de  ello es La broma infinita, la colosal novela del  autor estadounidense David Foster Wallace(1962-2008). En sus más de  mil páginas, Wallace  postula una Norteamérica futura en la  que Estados Unidos ha absorbido a sus vecinos y utiliza su territorio, entre otras cosas, para arrojar millones de toneladas de basura altamente tóxica, que no tarda en ocasionar malformaciones en humanos y animales.

En uno de sus delirios con drogas duras, un indigente que cruza como un fantasma por la  novela, se asoma al borde de su lucidez y se pregunta si no llegará el día en que  ya no habrá donde arrojar las basuras, porque la tierra y los mares están envenenados y entonces los exploradores saldrán a buscar planetas   para convertirlos en algo así como vertederos galácticos de basura y surtidores de agua.

A lo mejor no estemos tan lejos de ese momento, y el alborozo por el arribo del Perseverance a Marte es apenas otra manera de disimular los temores que se multiplican con cada paso que damos sobre la tierra.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

https://www.youtube.com/watch?v=rfrOlB6pXNI