viernes, 26 de junio de 2015

Mundo puto

                           Para Ovidio, Alicia, Diego, Carlos Andrés, Mauricio  y Julio César

Llegué a la casa de Ovidio González el viernes  26 de junio a las 10:30 de la mañana. Iba convencido de que  vería por última vez a ese zapatero ateo, anarquista, bohemio amante del tango y los boleros que en mi ya lejana  adolescencia me sorprendió fumando marihuana mientras escuchaba Paranoid, de Black Sabbath y corrió presto a denunciarme ante el tribunal inflexible de mi madre. Curiosamente, esa delación condujo a que, con el paso de los años, aprendiera a quererlo: como todo el mundo, el hombre también tenía su propia vida secreta de la que me volví cómplice.
Dueño de un humor negro inapelable, siempre vivió convencido de que la coherencia con las propias dudas y certezas es lo único capaz de darle sentido a la vida: uno debe vivir como piensa o no pensar en absoluto.
Aquejado  de un  tumor maligno  en el vestíbulo de la boca, resistió los embates de la enfermedad, las quimioterapias, y todas esas manipulaciones que la dictadura del poder clínico suele llamar  “calidad de vida”. Hasta que un día no resistió más  el dolor que sitiaba tanto su organismo como su sentido de la dignidad.
Con la solidaridad  y el amor sin límites de su mujer Alicia, y sus hijos Carlos Andrés , Diego, Mauricio y Julio César- el caricaturista Matador- y con la asesoría legal de la valiente abogada  Adriana González , emprendió una lucha  contra el aparato burocrático judicial y contra los carteles que controlan el negocio de la salud en Colombia.


Se trataba de hacer valer lo establecido en la sentencia Nº C- 239 /97, proferida por la Corte Constitucional. Uno de los artífices de esa sentencia fue Carlos Gaviria Díaz, un hombre indomable y lúcido que también consiguió que se legislara sobre el derecho al aborto en circunstancias especiales y a la dosis personal de drogas. Todo  lo anterior basado en el principio filosófico de la autonomía del individuo y el libre albedrío, amparados en la disposición constitucional del libre desarrollo de la personalidad. Invocando el derecho  fundamental de petición consagrado en el artículo 23 de la Constitución Política y en la resolución 1216 de 2015 expedida por el Ministerio de Salud para dar cumplimiento  a la orden emitida por la Corte Constitucional mediante la sentencia T-970 de febrero de este año,  Ovidio González consiguió  al fin que le fuera aplicado el protocolo para la práctica de la eutanasia y se le respetara así el derecho fundamental a morir dignamente. La fecha  para la práctica del procedimiento fue fijada para el viernes 26 de junio de 2015, a las 2:30 pm en  la sede de Oncólogos de Occidente, ubicada en la calle 50 con Avenida de las Américas de Pereira. Como se contaba además con la aprobación de la junta médica y  científica, quienes queremos a  Ovidio respiramos con alivio: el tiempo interminable de sus sufrimientos y humillaciones-  el cáncer devoraba con avidez una parte de su cara- tocaba a su fin.


De modo que el resto de esa mañana lo pasé a su lado: brindé a su salud con cerveza en lata,  devoré uno de los sancochos de fábula de su  mujer Alicia, escuchamos canciones de Agustín Magaldi, Julio Jaramillo, Olimpo Cárdenas y Alberto Gómez. Al final me regaló, autografiada, una de las joyas de su tesoro musical: un disco en vinilo del mítico cantante rioplatense Charló. Durante ese tiempo recibió la visita de parientes y conocidos, se despidió por teléfono de una familiar radicada en España y de pronto soltó una de sus perlas: cuando alguien le preguntó cómo se iba a vestir para recibir  su muerte, le respondió con una serenidad y una claridad que ya desearía yo para la mía: “Me voy a ir de luto para despedirme de ese mundo puto”. Esa lucidez provenía de una certeza: en cuestión de horas mataría dos pájaros de un tiro: se pondría a salvo de su infinito dolor y de paso escaparía de las garras de esa entidad ominosa que controla  la industria de la salud.
Así que el golpe nos tomó por sorpresa: a las 2:15 de la tarde  de ese viernes 26 su hijo Diego recibió una llamada: el procedimiento quedaba  suspendido. Un oncólogo llamado Juan Pablo Cardona, que fungía como evaluador externo, determinaba  desde la ciudad de Manizales, sin haberlo visto una sola vez, que el paciente todavía podía recibir medicamentos  para el dolor. Es decir, que  decidía prolongar de un solo tajo su tortura. Pero además se invocaba un absurdo  jurídico: la decisión que amparaba la eutanasia estaba demandada. Pasaban así por encima del hecho de que mientras no se falle en derecho su nulidad, los efectos de una norma siguen vigentes.

                                                        Ovidio González

Lo que era serenidad y tranquila aceptación de las cosas se convirtió de repente en desconcierto. Sin  necesidad de pensarlo mucho todos llegamos a una conclusión: la larga cola de sacristán del procurador Ordóñez  tenía que andar por allí cerca. Todos sabemos de  su  obstinación en manejar  los asuntos públicos con la vara del Santo Oficio. Para ese hombre famoso por quemar libros y condenar herejes, eso de los sagrados derechos del individuo,  empezando por el de decidir sobre la propia muerte, es asunto del demonio. O del  comunismo. Da igual. Y  el caso de Ovidio González sentaría una jurisprudencia imposible de aceptar: equivaldría a dejar una puerta abierta para el paso de los libertinos.



Indignados, humillados y ofendidos, emprendimos el regreso a casa. Ovidio estaba trémulo. La serenidad de una hora antes se esfumó. Alicia, su compañera de toda la vida, que ya se había hecho a la idea, volvió a ser presa de la angustia. Por las calles circulaban legiones de hombres, mujeres y niños ataviados con camisetas amarillas: Colombia enfrentaba esa noche a la Argentina en la Copa América. Así  que ¿a quién putas podía importarle el dolor, la desazón y la impotencia  de un hombre al que el fanatismo religioso le negaba el derecho a descansar en paz?
Y ahora tratamos de empezar de nuevo: una acción de tutela, la solidaridad de los medios. Consuelos de esos. Tanto discurrir en abstracciones para venir a descubrir que  la lucidez, la serenidad y el estoicismo tienen nombre y rostro propios: Ovidio González, zapatero, anarquista, bohemio y, sobre todo, un buen hombre. Por sí solas esas cosas exigen no quedarse en  silencio.
Al  caer esa tarde, por decir alguna cosa que rompiera el bloque de silencio  instalado entre nosotros le pregunté: y qué, Ovidio ¿ al final  le tocó ver el partido?

-          Pa lo que hay que ver, me respondió, y se metió en un taxi.

PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta historia.
https://www.youtube.com/watch?v=Pz8D5q9a6s0


jueves, 18 de junio de 2015

Los dioses de la ira




 Finaliza la segunda década del siglo XX.  Franz Biberkopf acaba de abandonar la cárcel donde  cree haber purgado el asesinato de su amante y  se dispone a ser un hombre nuevo: “Bueno y limpio” , según se dice a sí mismo al pisar tierra firme. En ese momento cree entrar al reino de su redención personal. Pero la vida, o el destino, como lo llaman algunos, le deparará otras cosas, entre ellas un camino de regreso a los infiernos empedrado con sus buenas intenciones.
Estamos en el Berlín  de entreguerras. Alemania no acaba de curarse las heridas dejadas por la primera guerra  mundial y ya se prepara para recibir las estocadas de la segunda. En las calles  todo es un derrumbar de viejos  edificios, mientras  el estrépito de las  máquinas excavadoras   prefigura el rostro de la ciudad  moderna. Sin embargo, algo siniestro alienta entre las banderas de comunistas, nazis y otros  movimientos políticos   que van  y vienen   por las calles agitando el aire con  sus consignas y amenazas. Franz Biberkopf  opta por ignorarlos y decide emplearse en un oficio de  vendedor de periódicos, que considera  puede ser el primer peldaño para su nueva vida. Pero algo falla. La vida... o el destino lo pondrán en en contacto con  los bajos fondos de la ciudad, entre los que medra  un  delincuente apellidado Reinhold, vinculado a redes de ladrones, asaltantes, estraperlistas y proxenetas.


Creyendo hacerle un favor a  ese amigo, que se revelará después como su peor enemigo, Biberkopf es arrojado de  un auto en marcha y en el accidente perderá su brazo. Aparte de exconvicto,  desde ese día será también el manco Franz, que va por las calles  como una herida ambulante: expulsado del paraíso vagabundea  en compañía de la serpiente  que ha descendido del árbol del bien y del mal y  envenena  los sueños  de los hombres.
De ese cruce de caminos: el de la historia y el de los individuos, se ocupa la novela Berlín Alexanderplatz, del escritor alemán Alfred Döblin. A primera vista puede ser otra obra etiquetada bajo el sello de novela negra: el desfile de asesinos,  soplones, policías, putas y ladrones resulta bastante sugestivo. Pero, aparte de gran escritor, Döblin es un médico que en el ejercicio de su profesión ha  experimentado su propio  viaje a ese reino donde los hombres se debaten en la eterna batalla perdida con la muerte. Por eso mismo el narrador,  lejos de ser un testigo impasible, viaja    al lado de los personajes y asiste incluso como   mirón impúdico a  la exhibición de las funciones más primarias de sus cuerpos.


“No hay que darse importancia con el Destino. Soy enemigo de la fatalidad. No soy griego, soy berlinés”, afirma la voz interior   de uno de los protagonistas y se echa a las calles donde las rutas de trenes son en realidad líneas de la vida y la ciudad toda la palma de una mano en la que se hacen y deshacen las pequeñas y terribles anécdotas de unos seres que se aferran al  frágil y fugaz consuelo del sexo antes de despeñarse en un abismo en el que no hay   dios, a pesar de que a veces creen sentirse acompañados por ángeles guardianes... que los abandonan al  llegar la hora decisiva.
Es el momento en  el que descubren que los dioses de la ira alientan en el propio corazón de los mortales.  Lo confirma   Franz  cuando Reinhold, no contento con asesinar a la mujer  con la se sentía feliz, se las arregla para  acusarlo del crimen y entonces la noria vuelve a girar. El antihéroe de la novela de Döblin ha olvidado el undécimo mandamiento: no dejarse deslumbrar. Por eso está enganchado otra vez al tren del desastre, condenado  a escuchar por toda la eternidad la sentencia de un ratón sabio, hijo de sus delirios, que resuena en sus oídos como el legado de un heraldo de la lucidez: “ El  hombre es un animal odioso, el mayor de los enemigos. La criatura más repulsiva que existe sobre la tierra, peor aún que los gatos”.

PDT : les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

jueves, 11 de junio de 2015

El anacronismo del ser



 Sin mediar  palabra, el tipo se aproximó a la mesa de la universidad donde disfrutaba un café y me espetó a la cara: “ Somos una multinacional y tenemos algo importante  para usted”. Acto seguido abrió un maletín con un logo en el que se adivinaba un pájaro volando de revés y se  sentó sin pedir permiso. Supongo que las agresivas políticas de ventas de su empresa autorizan esa suerte de  intrusiones en la vida del prójimo. Ya lo sabemos: “El fin justifica los medios”. 


Sobra advertir que su abordaje resultó  un fracaso: estoy vacunado contra los efectos de la publicidad, el mercadeo, las fuerzas de ventas y otros organismos peores.  De modo que el  sujeto decidió emigrar a la mesa contigua, donde cuatro muchachas de piernas bronceadas y pechos operados  escribían mensajes de texto en las pantallas de sus teléfonos.
A salvo de la invasión alienígena y proclive como soy al ocio pensativo,  le dediqué los minutos restantes a reflexionar sobre algunos aspectos curiosos del suceso. El primero ya es habitual : muchas personas  omiten esa parte tan  refrescante de la convivencia que es el saludo : lo consideran una antigualla, así como una pérdida de tiempo y van al grano. Es más: si uno los  saluda no le responden.
El segundo aspecto conduce a meandros más inquietantes. Sí se fijaron bien, el fulano prescindió de su nombre, lo que no es un asunto menor  “ Somos  una multinacional”, dijo,  en el mismo tono lapidario con que- según los cronistas- los demonios del Antiguo y Nuevo Testamento dicen “ Somos legión”.


 Entonces empecé a comprenderlo : la  antigua voluntad de disolverse en una masa, en un   cuerpo  compacto que  brinde seguridad, como el ejército o la iglesia, se desplazó en estos tiempos hacia la figura de las  grandes corporaciones. Si su alcance es planetario, mayor será la sensación  de invulnerabilidad. De  ahí  el fervor supersticioso que inspira el concepto de globalización ¿ Se han fijado  en el sentido último de expresiones tan cotidianas como “ Tomar el control del televisor”'?  Bueno, por ahí va el asunto:  quien pasa los canales del cable y en cuestión de minutos  va de China a Madagascar y de California a Manchuria sucumbe con facilidad a la ilusión de tener el mundo entero en las manos.
Pero aferrarse a ese tipo de certezas conlleva riesgos mortales. Durante  un minuto imaginé  la escena : el tipo que renunció a su nombre  y se  define a sí mismo como el fragmento  infinitesimal de una empresa de talante  global es llamado un viernes a las  cinco de la tarde a la oficina de su jefe inmediato ( Boss, le dicen los  anglohablantes). “Señor X,  después de un análisis a sus habilidades y competencias hemos concluido que su perfil no se ajusta a los nuevos desafíos corporativos. Así que hemos decidido contratar en su remplazo al joven Y. Puede pasar a partir del lunes por sus prestaciones.”. Ni siquiera la compasiva palmadita en la espalda( otra antigualla) y entonces “todo lo sólido se desvanece  en el aire”- para copiar una afortunada frase de Karl Marx- o , como decimos por estas tierras : todo se fue al carajo. La sensación de seguridad se ha hecho trizas. Un sudor frío recorre la  espina dorsal del ahora ex exitoso. “¿ Qué les diré  a  mi madre, a mi mujer, a mis hijos, a mi amante- moza le decimos  en Colombia a esa figura entrañable-, a mis amigos, a mis vecinos ?" En su curiosa jerga, los  expertos en desarreglos de la conducta dirán que nuestro hombre ha perdido la autoestima.


Pero los dioses no abandonan a sus criaturas. A modo de recompensa por  la  repentina pérdida, mientras   examina en el espejo del ascensor  - que ahora es en realidad descensor-  su rostro desencajado, acontece el milagro : el tipo del maletín y los malos modales recuerda de súbito que tiene un nombre: podría  ser James Cristiano, para rendirle tributo a la divinidad bifronte que reina en el cielo de los televisores por estos días. Y detrás de todo nombre hay una historia. Alegre a veces,  casi siempre amarga. Y detrás de cada historia se esconde  ese anacronismo  resumido en  el verbo ser. Lo cual no es poco cuando un hombre se enfrenta a la tarea de reinventar el propio destino.