viernes, 28 de enero de 2022

Javier Amaya: historias de ida y vuelta


Primer viaje


Toda vida es un viaje de ida  y vuelta, aunque al final no se regrese y, en el fondo, sólo demos vueltas alrededor de nosotros mismos.

De esos viajes nos hablan dos libros del escritor, historiador y académico  Javier Amaya( Pereira, Colombia, 1956), emigrado a Estados Unidos  hace cuatro décadas, en una de esas oleadas de exilios que siempre  tienen múltiples razones. Se trata Crónicas desde Seattle (2004), selección de 166 páginas prologada por Gustavo Álvarez Gardeazábal, en la que convergen crónicas, reportajes , entrevistas, reseñas y artículos de opinión publicados en distintos medios independientes desde mediados de los años ochenta.

El otro título corresponde a la novela El fusil para qué, del año 2006.

Amaya es, además, autor del libro Cuentos de amor y distancia (2001) y de la biografía del médico y líder político comunista Santiago Londoño Londoño, publicada en 2020 con el título Santiago Londoño Londoño, el hombre y la leyenda.

A través de las crónicas asistimos a momentos claves en el devenir del mundo, luego de la caída del Muro de Berlín,  el fin del imperio soviético y la consiguiente entronización de una idea sobre la que el capitalismo tardío y sus expresiones políticas  afirmaron su control planetario. Según esa teoría, la historia habría terminado,  de acuerdo  con lo planteado por el profesor Francis Fukuyama en su célebre y  a menudo mal interpretado libro titulado El fin de la Historia.

Porque pronto confirmamos que, lejos de haber terminado, en muchos lugares de la tierra la historia ni siquiera había comenzado, como se desprende de los análisis del escritor  Javier Amaya cuando se  aproxima a los grandes conflictos que afloraron y se intensificaron en el mundo al finalizar el siglo XX y a lo largo del XXI.

Las guerras y los procesos de paz en Centroamérica, truncos todos, si uno se atiene a la turbia realidad  actual en El Salvador, Honduras, Nicaragua y Guatemala. La doble moral de la guerra contra las drogas impulsada por los norteamericanos, que al final sólo ha conseguido incrementar la rentabilidad del negocio, y con ella los niveles de corrupción y violencia en los países productores y distribuidores. El eterno  dilema de Colombia, atrapada en  un conflicto interno que todas las partes involucradas han sabido  aprovechar para sus intereses  particulares, ya sean políticos, económicos o militares.

Dando  un giro al mapamundi, la mirada de Amaya nos lleva a  Oriente Medio, agitado siempre por la codicia de las potencias globales, que  atizan el fuego de viejos conflictos tribales para disimular sus verdaderas razones: el control de los recursos petrolíferos y la situación estratégica de la región. Ligada a eso, va la necesidad de inventarse un enemigo que remplace al extinguido comunismo como justificación para  trazar líneas  de política exterior en consonancia con las nuevas maneras de  ver el mundo: la tan citada aldea global sobre la que los Estados Unidos y sus aliados ejercen pleno control, a través de la combinación de todas las formas de lucha: políticas, económicas, culturales y  militares, todo ello soportado  en un sofisticado aparato  de propaganda elevado a  la enésima potencia por los avances de las tecnologías   digitales.


Acaso para equilibrar un tanto las cargas, en Crónicas desde Seattle encontramos un par de reseñas sobre arte y literatura. Una sobre la obra del pintor mexicano José Luis Cuevas y otra sobre  Del amor y otros demonios, la novela Gabriel García Márquez.


Toda propuesta  periodística debe incluir,  de una u otra manera, las voces de los protagonistas. En el caso de este libro encontramos, entre otras, las de la guatemalteca Rigoberta Menchú y el sudafricano Nelson Mandela, ambos  reconocidos en distintos momentos con el Premio Nobel de Paz. También aparecen el escritor mexicano Carlos Fuentes y el político colombiano Lucho Garzón. Con ellos, Javier Amaya teje este caleidoscopio de textos que nos ayuda a entender lo sucedido  en el mundo  durante el último medio siglo.


La realidad en clave de ficción




Ya nos lo han advertido muchas veces : a menudo la  ficción constituye la mejor manera de aproximarse a la realidad. O, mejor dicho, a las realidades que , en el caso de Colombia, están marcadas por aquello que el escritor José Eustasio Rivera supo precisar tan bien en el título de su novela La Vorágine. A su vez, Javier Amaya  le dio a su novela  un título que, de entrada, ya es político : El  fusil para qué. Como puede leerse, el narrador  no formula  pregunta alguna que le deje un resquicio a la esperanza : lo suyo es la certeza de la decepción frente a toda vía de lucha armada. La  falta de signos de  interrogación nos habla de un mundo  donde las utopías revolucionarias no tardaron, como en todo tiempo y lugar, en   conducir hacia amargas  realidades.

Después de todo el paso siguiente a toda revolución es la reacción.

La historia es sencilla: un grupo de hombres y mujeres, alineados en uno y otro bando- al final da igual a cuál pertenecen-, viven, sueñan y mueren en una guerra cuyo escenario puede ser Colombia o algún otro país del tercer mundo. Ramona, Preciado – cuyo nombre de guerra es Martín- y Eva en las filas de la guerrilla. Tinieblo, el general Contreras y algunos políticos en el bando del gobierno y sus fuerzas de seguridad.



Todo sucede alrededor de un lugar  llamado Barrancal. Una ciudad tan real y tan imaginada como pueden serlo la Santa María de Juan Carlos Onetti o el  Yoknapatawpha County de William Faulkner. En últimas, los límites entre esos mundos son apenas convencionales. Lo importante es el destino errático  y trágico de estos personajes que se mueven por el mundo empujados por fuerzas que los superan : la fe  en las utopías revolucionarias o la defensa a ultranza del establecimiento y sus poderes.

En cualquier caso, estas criaturas de ficción participan de algunos códigos de la llamada novela negra. Siempre conspirando y espiándose unos a otros, frecuentan prostíbulos y bares  ubicados en   extramuros sórdidos. Su mundo es la noche.  Es en esas horas cuando se  pueden dar los encuentros esenciales: los que les revelan las cartas marcadas de la vida y la muerte.



A lo largo de las 148 páginas de la novela se nos entregan algunas pistas que nos ayudan a ubicarnos en el tiempo y el lugar del relato. La toma de una  embajada por guerrilleros que que se cuelan en una fiesta de diplomáticos vestidos  como cantantes de un coro. La  entrada del narcotráfico como fuente de corrupción y traiciones. Campesinos sin convicciones políticas atrapados entre la intimidación de uno y otro bando. Políticos jugando a la eterna ruleta de intereses personales disfrazados de búsqueda del bien común. Y, sobre todo, el idealismo de una generación que, ilusionada por el triunfo de la Revolución Cubana y aupada por la propaganda llegada de China y la Unión Soviética, no dudó en  regar con la propia sangre y la ajena las montañas de la que creían una patria.

A modo de colofón, una suerte de declaración de principios que  Ramona le inculca a  Martín en los días de su iniciación en la guerra, después de entregarle su pistola Smith & Wesson: “Debes grabarte dos reglas de oro: la primera, no apuntarla a nadie,  a menos que decidas disparar. Y la segunda, no halar nunca del gatillo aunque te hayan dicho que está descargada, a menos que decidas disparar . Puedes salvar la vida de tus compañeros y la tuya propia, mientras no olvides las reglas, que al final se reducen a una”.



Así de sencillo y terrible es el asunto: los sueños y la vida de estas personas enfrentadas penden de la decisión de   halar o no el gatillo.  Es la guerra, dicen algunos. Es el absurdo, piensan otros. Con todo, al final de la novela  el narrador deja entrever un destello de esperanza: Preciado y Eva, una campesina que se hizo su amante durante una de sus visitas a la montaña,  escapan hacia el exilio en  un país desconocido, cuyo nombre,  más que un lugar geográfico, es una promesa de redención.

A lo mejor todavía  estén a tiempo. Al fin y al cabo, son sobrevivientes y comparten una especie de conjuro, resumido en cuatro  palabras: El fusil para qué.


PDT. Les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:

https://www.youtube.com/watch?v=-gc-19xAfag





viernes, 21 de enero de 2022

Corazón delator




                                          “…  Entonces llegó el hada protectora

                                           Y viendo que Pinocho se moría

                                           Le puso un corazón de fantasía

                                            Y Pinocho sonriendo despertó…”


                                                Canción infantil.

                      

                              

                                                              


En  muchas sagas de mitos y leyendas, el héroe trata de apropiarse de las virtudes  asignadas por los humanos a los animales. La valentía del león, el olfato del lobo, la osadía del águila, la sagacidad del lince. Uno de los casos más citados en la historia es el de Ricardo I de Inglaterra, hijo de Leonor de Aquitania , conocido como “ Ricardo Corazón de León”.

Supongo que en ese siglo XII ni al más iconoclasta de los hombres se le hubiera ocurrido llamarlo “ Ricardo Corazón de Cerdo” , sin correr el riesgo de ser detenido y atravesado  por la espada de  los esbirros del soberano.

Al fin y al cabo el cerdo fue siempre objeto de desprecio. No sé de cultura alguna en la que se le haya adorado como al gato, el toro o la serpiente, según se desprende de relatos orales y escritos. Así,  en Homero, la maga Circe convierte a  Odiseo y sus hombres  en cerdos, dejando claro el concepto que tenía de  unos y otros.

Asimismo, en los libros del Génesis y el Levítico se prohibe a los hebreos el consumo de  la carne de ese animal, por  considerarla  impura y símbolo del pecado. De igual manera, la ortodoxia católica utilizó la  palabra marranos para referirse a los judíos conversos. De modo que en ninguna parte el cerdo sale bien librado.


Al menos hasta el viernes   7 de enero de 2022, cuando el mundo se enteró de que cirujanos de la Universidad de Maryland, en Estados Unidos, habían conseguido trasplantar el corazón – modificado genéticamente- de un  cerdo al cuerpo de un hombre de 57 años llamado David Bennet. Al momento de publicar esta entrada el paciente seguía vivo.

El punto de partida lo marcó el doctor sudafricano Christian Barnard, quien practicó el primer trasplante de corazón en una clínica de Ciudad del Cabo el 3 de diciembre de 1967. Aunque el paciente sólo vivió  18 días, la intervención marcó  un antes y un después en el camino de la ciencia médica.  Pasados 55 años de ese acontecimiento se practican de manera habitual trasplantes de órganos- no sólo de corazón- de humanos a humanos.


En el caso del corazón de cerdo, la fecha clave se remite a 1996, cuando empiezan los trasplantes experimentales de corazones  de cerdo modificados genéticamente al cuerpo de seres humanos.

Por lo visto, nos toca empezar a revisar el estigma que nuestros paradójicos atavismos habían arrojado sobre la figura de este animal: de un lado lo concebimos como símbolo de suciedad, al tiempo que nos damos descomunales banquetes con su carne, sobre todo en las fiestas de final y comienzo de año. De paso, me cuentan que el caricaturista Matador anda atareado  tratando de modificar  sobre la marcha su concepto gráfico que asocia la figura del actual  presidente de Colombia con un cerdo: con el prestigio recién adquirido del animal  quedaría anulado el efecto político de  la  caricatura porcina.


Sospecho también que la culpa anda rondando la conciencia de uno de mis vecinos, especializado en la matanza herodiana de cerdos durante la temporada navideña.  Desde el 7 de enero lo veo con el ceño fruncido, profundas ojeras y un tono cada vez más bilioso en la piel. Creo que padece insomnios prolongados, preferibles en todo caso al sueño: apenas se duerme lo asaltan pesadillas en las que los aullidos de un cerdo agonizante torturan sus oídos como trompetas del juicio final.

Pero son sólo conjeturas mías: a lo mejor al hombre le hicieron  una cirugía en la que le trasplantaron el corazón de un animal llamado  jefe paramilitar.  Si es así, eso lo volvió insensible al dolor de cualquier ser vivo. Su  angustia sería fingida, aparente:  una pose dictada por la corrección política.


Desde Darwin, nos acostumbramos a hablar del mono como nuestro pariente más cercano. Pero el parecido resultó ser más superficial de lo que pensábamos : puras monerías.  En realidad  , si juzgamos por la similar estructura  y funcionamiento de los órganos internos,  nuestro familiar más cercano es el cerdo. De modo que , como hacen en oriente con las vacas, haríamos bien en  empezar a reverenciarlos y a pedirles disculpas por las vejaciones a las que los hemos sometidos a lo largo  de los siglos. Una buena dosis de  perdón y olvido sería saludable para todos en este momento. De mi parte, ya separé cita en un consultorio atendido por veganos  y vegetarianos.

Nunca es tarde y nada se pierde, reza el refrán.

Al fin y al cabo nadie está exento de que en cualquier instante- como en las canciones románticas- después de un trasplante  de urgencia su corazón se vuelva delator.


PDT. Les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

https://www.youtube.com/watch?v=jad11Q-ZCyw







martes, 11 de enero de 2022

Walter Benjamin y el hombre como alegoría






Exiliado en Portbou, en  el Mediterráneo catalán, y degustando a plenitud su propia extinción, el filósofo  Walter Benjamin ( Berlín, 1892, Portbou, 1940) contemplaba y padecía el desplome de un mundo que soñó con el mejoramiento constante de los instrumentos forjados por la razón y sus  hijas naturales: la ciencia y la técnica.

Desde Aristóteles hasta la Revolución Industrial, pasando por el Renacimiento y la Ilustración, la historia parecía de veras conducir hacia nuevas conquistas en el terreno de la filosofía, la ciencia y la política como soportes de un mundo mejor.

Pero todo se vino abajo. El arco había empezado a descender con las revoluciones de la segunda mitad del siglo XIX, continuando con la Primera Guerra Mundial y la caída del Imperio Austrohúngaro, hasta de desembocar en el cataclismo de la segunda gran guerra que redujo a cenizas el viejo sueño humanista.

Como todo gran pensador de su tiempo, Walter Benjamin se  encargó de tomarle el pulso a los acontecimientos. Para lograrlo, estableció unas líneas de estudio que le permitieron fijar el  método adecuado para orientarse en un mundo marcado por la confusión.





Esas líneas, a las que volvió una y otra vez a lo largo de su obra están ancladas en unas ideas básicas que desarrollaría hasta su máxima potencia: la multitud como  enseña de lo moderno, la pérdida del aura de la obra de arte a resultas de su reproducción técnica, el flaneur como hijo de la Revolución Industrial y el advenimiento de la mercancía como superstición, al punto de que los objetos devienen alegoría de asuntos tan esenciales para las motivaciones humanas como las ideas de felicidad, bienestar, libertad y prestigio.

El hombre de la multitud

Federico Engels fue uno de los primeros en advertirlo con toda claridad: el rebaño humano  que invadía las calles de Londres rumbo al trabajo en fábricas, almacenes y oficinas, o en busca de esos mismos trabajos, trenzaba con sus pasos una urdimbre en la que era posible adivinar por igual ambición y desesperanza. En suma, el destino del hombre urbano que abandonaba los valores del mundo feudal.

La impronta de esa nueva especie de hombre es la insolidaridad, la indiferencia ante el dolor y las angustias de quienes comparten con él la incertidumbre propia de los nuevos tiempos. Para Engels, incluso en las colmenas y hormigueros se dan formas de reconocimiento y cooperación ausentes por completo en los habitantes de la city.




A su vez, en su célebre texto titulado El hombre de la multitud, Edgar Allan Poe da un paso más y se da  de bruces con otra manifestación del mismo  fenómeno: la soledad de quien anda y desanda las calles una y otra vez, sin encontrar respuesta a su llamado. Ni una mirada, ni una palabra, ni un gesto. Todos van abismados. Incluso las iglesias han sido abandonadas en tanto fuente de consuelo. De ellas sólo sobreviven las formas de la piedra, olvidadas de Dios y de los hombres.

Pero falta todavía un nuevo giro: el del paseante, el flaneur que deambula sin propósito aparente, porque ya ni siquiera alcanza a ser testigo de lo que pasa: es un átomo más en el organismo de la multitud.
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Las flores del mal

La obra del poeta Charles Baudelaire (1821-1867), se convirtió en la más valiosa compañera de viaje de Benjamin en su intento por descifrar algunas de las claves de esa nueva clase de hombre. Situado por fuera del sistema sin dejar de gravitar a su alrededor, Baudelaire hace de la transfiguración poética del outsider su buque insignia. Es  su manera de sortear los meandros de una urbe que se le antoja un  mar turbulento que todo el tiempo arroja desechos a sus orillas. Esos desechos, tanto objetos como personas, venían a materializar el concepto de reificación postulado con tanta claridad por Karl Marx, otro de los grandes estímulos para el pensamiento de Walter Benjamin.

El poeta iba y venía en su barca como un ángel de la soledad, un satanás, un rebelde,  un Lucifer en el sentido más preciso de la cosmovisión cristiana. De ahí su vindicación literaria de figuras tan ilustrativas de la ciudad como la prostituta, el  trapero ( reciclador) el borracho y el criminal. Todos ellos caros a las huestes proscritas del capitalismo en tanto amenazas latentes para el ciclo de la producción y el consumo.

En su calidad de testigo, Baudelaire es para Benjamin el flaneur por excelencia, el infatigable caminante urbano que desdeña los viajes hacia tierras remotas tan codiciados por muchos artistas, porque le sobra y basta con las calles, con esos pasajes y vitrinas nacidos de la Revolución Industrial que los necesitaba para exhibir sus mercancías y ponerlas así en contacto con la mirada y el bolsillo  de su más reciente expresión: el consumidor. El espíritu viviente de la moda como lo viejo siempre nuevo que viene a ser otra de las  improntas de la modernidad.

El objeto y la alegoría

En su muy estudiado aparte de El Capital titulado La mercancía, Karl Marx se encarga de analizar en detalle las connotaciones económicas, sociales, políticas , espirituales sicológicas y culturales de los objetos producidos en masa. Fabricados en principio tanto para satisfacer necesidades materiales como expectativas de distinción social, los objetos se convierten ,  merced a la publicidad  y el mercadeo, en auténticos fetiches y por eso mismo en entidades capaces de despertar el deseo, la admiración y la codicia. Mediante ese mecanismo se crean las necesidades artificiales que tan bien ha sabido explotar el capitalismo en su fase tardía.

De todos es conocida la manera como las catedrales fueron desalojadas para trasladar los feligreses a los centros comerciales, donde pueden alcanzar una trascendencia fugaz a través de la contemplación extática  y  la consiguiente adquisición de mercancías.



Siguiendo los pasos de Marx, W. Benjamin advirtió en el nacimiento de los pasajes las primeras formas del Centro Comercial moderno y de sus visitantes como nuevos peregrinos urbanos. Es así como la mercancía se transmuta y empieza a convertirse en alegoría de las eternas pasiones humanas. Pero todavía hay más: el hombre mismo, en tanto consumidor, se  transforma en alegoría de sus propias fuerzas motrices, llevando al límite la idea de cosificación y alienación planteada por Marx. El automóvil como símbolo sexual  constituye desde comienzos del siglo XX  la suprema materialización de esa idea: el hombre-cosa se disuelve en las formas de la máquina y se hace uno con ella.




¿ El fin de la obra de arte?

El paso inevitable para Benjamin lo conduce a formularse la pregunta decisiva:  ¿ asistimos a la extinción de la “ obra de arte” tal como la imaginamos hasta finales del siglo XIX?. El filósofo alemán nos recuerda que, para la tradición occidental, la obra de arte estaba revestida de un  carácter mágico, religioso y por lo tanto irrepetible. La aparición del artista en una convergencia de espacio- tiempo dotaba de entrada a su obra de un aura, algo intangible pero con valor concreto.

En principio sólo los muy ricos( príncipes, papas, reyes) podían permitirse el lujo de tener una obra “ original” en sus catedrales y palacios. Acceder a la contemplación de esas obras suponía una deferencia de parte del poderoso. Quienes asistían al descorrimiento del velo podían sentirse así ungidos.




Pero, con la consolidación del capitalismo, las obras de arte salen al mercado y con ellas aparecen las figuras del intermediario y del falsificador en serie. De esa manera los nuevos ricos pueden poseer una pintura o una escultura que parece pero no es, porque carece del aura exclusiva del “original”. Liberados a las potencias del capital, los productos artísticos empiezan a ser reproducidos en serie.  A partir del desarrollo de la litografía y la fotografía asistimos a una nueva situación: no es que la obra parezca pero no sea, como pasa con la falsificación. En este nuevo mundo de la reproducción técnica en serie la obra es pero no es.

En su primera época, muchos de quienes poseían litografías y fotografías de cuadros célebres en sus casas no se tomaban la molestia de advertir al visitante de que no se trataba del “ original”. ¿Para qué habrían de hacerlo si ya era imposible precisar la diferencia? Al producirlos en serie la tecnología los privó del aura a todos por igual.

Alcanzado ese punto, resultaba ineludible que todos los valores sobre los que se asentó occidente  durante más de dos mil años “ se desvanecieran en el aire”, tal como lo anotara Marx en su célebre sentencia que ha inspirado a tantos pensadores de ahí en adelante.

Las múltiples formas de ese desvanecimiento alentaron la vida y obra de Walter Benjamin, hasta que él mismo se disolvió en el aire un 26 de septiembre de 1940 en su refugio del Mediterráneo catalán.

Había conseguido escapar de los nazis, pero no de sus propios demonios.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
https://www.youtube.com/watch?v=uzjYQuDPi9Q