lunes, 23 de diciembre de 2019

La dictadura de la lechuga




I
Parábolas


Sucedió el martes 3 de diciembre en mitad de la Plaza de Bolívar de Pereira.

Llevaba por lo menos diez años sin verla y sin embargo no se permitió la mediación de un saludo.

Indignada como un líder de los  Chalecos Amarillos franceses en su momento más alto  de ruido y furor, me abordó mientras trataba de escapar al asedio de uno de  esos mimos absurdos que extorsionan a los transeúntes, so pena de ser caricaturizados en vivo y en directo  ante decenas de mirones ocasionales.

¿Te puedes imaginar semejante abuso? Me  espetó a la cara, manoteando como una de las  Furias de la mitología clásica.

De inmediato  pensé que había sido víctima de los abusos del Esmad o de alguna otra fuerza policial, de los que fueron tan frecuentes en  la seguidilla de protestas y marchas desatadas desde mediados de noviembre.

Pero no. Como suele suceder, la ofuscación  de Miriam- así se llama mi antigua compañera de estudios- tenía orígenes mucho más domésticos y, por lo tanto, más letales.

Sucede que su hijo médico residente en Barcelona le anunció desde noviembre una de esas visitas navideñas que de inmediato reavivan en los clanes familiares  el mito del hijo pródigo de regreso a casa.

De modo  que Miriam  se consagró a preparar  el recibimiento con esa  clase  de fervor solo posible en una madre solícita.

Voy con mi nueva novia, Almudena, le advirtió su hijo a través del teléfono móvil.

Aunque, de entrada, el nombre le generó suspicacias  las obvió con rapidez.

Nuera es nuera, así se llame Almudena, se dijo en un principio y siguió comprando sábanas nuevas, toallas, vinos, jamones, quesos y toda la artillería de ingredientes que exige la  tentadora gastronomía típica colombiana.

Pasó el penúltimo mes del año y  “Llegó diciembre son su alegría, mes de parranda y animación”, según reza el estribillo de  esa canción que es casi otro himno de navidad.

Llegada la hora, Miriam tomó  su automóvil  tipo mujer-luchadora-de-clase media-media y, devorada por la ansiedad, partió  con destino al Aeropuerto Matecaña.


Como es de rutina, al bajar por la escalerilla del avión, el hijo buscó a su mamá con esa mirada ávida de reencuentros propia de quien pasa largas temporadas lejos de casa.

Ya en tierra, mamá Miriam lo despertó del Jet Lag con una de esas  arremetidas impúdicas  de pellizcos en las mejillas,  a las que las madres acostumbran  someter a sus críos, tengan cinco o cincuenta años.

De momento, ni siquiera  advirtió la  presencia de la muchacha flaca  que caminaba detrás de su hijo arrastrando una maleta color limón y sosteniendo  en el regazo un pequeño huacal con un todavía más pequeño animal que movía sus diminutos ojos negros con una curiosidad próxima al pánico.

Educada por el cine, como todos los de nuestra generación, Miriam asociaba a las españolas con la imagen de esas actrices ricas en carnes que se tostaban  al sol en las películas filmadas después de la caída de Franco.

Ustedes ya saben: esas hembras desbordadas de las películas de Almodóvar.

Por eso, en principio, no vio a Almudena.  Su blancura se aproximaba a la de esos ángeles casi transparentes que se ven en las natividades de algunos pintores flamencos.

II

Iluminaciones

Y  a esta altura del cuento llegamos a las razones para la indignación de mi antigua compañera.

Una vez instalados en casa, su hijo buscó un sitio propicio y soltó la noticia con el aire de quien formula una revelación.

Tengo que decirte algo, mamá. Advirtió en un tono de nervioso sigilo.

¿Voy a ser abuela? Preguntó  Miriam,  dando saltitos de alegría.

No mamá, quiero decirte que mi novia es  vegana.

Un frío  letal descendió sobre la casa, haciendo estremecer a María y José, a la burra y el buey, que esperaban impacientes la llegada del niño en su pesebre.

¿Qué dices, mijo? ¿Me puedes decir qué vamos a hacer con los jamones, los perniles, el lomo de res, las pechugas de pollo, los chorizos, la morcilla y los callos que tengo almacenados en la nevera?

¡Pero si me gasté la prima  de fin de año comprando  comida para atenderlos!  Ahora le va a tocar a usted comerse todo eso solo, porque a mí ya se me quitaron las ganas! Exclamó  mamá Miriam, levantando el dedo índice como un ángel exterminador.

Lo siento tanto,  mamá, pero no puede ser: yo también soy vegano, fue la única respuesta de su retoño.


Fue ese el momento en el que Miriam salió a la calle, dispuesta a unirse a  la primera marcha de protesta que se le cruzara en el camino.

Había caminado unas  veinte cuadras desde el barrio Providencia cuando nos encontramos.

Yo, que no puedo ver una vaca  sin pensar en un buen churrasco y que imagino el paraíso como un rodizio, fui  todo comprensión y solidaridad para con mi antigua compañera de aula.

Tanto, que me dediqué dos horas a escuchar su letanía, sentados a la mesa de un café al paso frecuentado por putas prepago que  pregonaban las maravillas de la silicona.

El problema de fondo -empecé a modo de consuelo- reside en que, arrinconados por esa obsesión contemporánea con la salud y la asepsia de quienes se niegan a envejecer y a morir, estamos sometidos a la  dictadura de la lechuga.

Momento en el que Miriam  “abrió unos ojos como platos”, según suelen decir los malos traductores de literatura gringa.

Animado por su interés le dije que, hasta  finalizar los años noventa, este tipo de manías eran exclusivas de los Hare Krishna  y de unos cuantos prosélitos de las sectas Nueva Era.


Uno podía identificar a los primeros por sus túnicas color blanco y azafrán, a los segundos por su empeño en bautizar a los  niños con nombres de planetas y a los dos por el tono de  piel propio de los que consumen  mucha lechuga y poco sexo.

Esta última idea solo consiguió reactivar su estado de indignación.

De modo que continué: Pero al despuntar el nuevo siglo el asunto se masificó. Como había matado  a Dios  apenas una centuria atrás,  he aquí que la gente se dedicó a inventarse pequeñas religiones portátiles a la medida  de la propia desesperación.

Paganos redivivos, empezaron a idolatrar  toda  entidad viviente  o inanimada: gatos, perros, toros, bicicletas, tatuajes, pircins, barbas,  vegetales, árboles: cualquier cosa a la que aferrarse en medio del naufragio.

Y, como todos los conversos, se volvieron fundamentalistas y se dieron a la tarea de lanzar anatemas contra todo el que no adhiriera a sus cruzadas. Así que olvídate por ahora de la unidad familiar.  Es cuestión  de paciencia y amor filial: a lo mejor para el año próximo un cuadro severo de desnutrición les devuelva la sensatez  digestiva.


Revolviéndose en la silla, Miriam tuvo su propia iluminación, resumida en una pregunta:

Y, mientras llega el otro año… ¿No me recibirías ese montón de carne?

En una reacción primitiva, y sin consultar con  su enemigo el cerebro, mi estómago respondió que sí, que sí.

Y aquí  estoy, tratando de  neutralizar mis excesos con dosis dobles de Atorvastatina genérica.

Todo por solidarizarme con una víctima de  la dictadura de la lechuga.

PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada




jueves, 19 de diciembre de 2019

Tantas caleñas tan lindas que hay




Descubrí el texto gracias al médico venezolano Evaristo Bohórquez, uno de los miles de estudiantes formados en Cuba durante la primera etapa del gobierno de Hugo Chávez.

Hasta hace unos días estuvo hospedado en casa de mi vecino, el poeta Aranguren, mientras esperaba la confirmación de un empleo en un hospital de Guayaquil, Ecuador.

Durante una larga tertulia amenizada con ron  Tres Esquinas y canciones de  Felipe Pirela, surgió el tópico del venezolano más admirado por los asistentes.

-          Simón Bolívar, dijeron unos.

-          El músico Gustavo Dudamel, sentenciaron otros.

-          El escritor  Arturo Uslar Pietri, aseguró un  veterano profesor, borracho como un corsario

-           ¡Pastor López!, exclamé con una vehemencia que dejó en silencio al auditorio.

“¡Coooñññoooo!  Por allí tengo algo que te va a gustar", respondió el médico y en el acto se dirigió a una de las habitaciones del fondo. Esa donde el poeta Aranguren pintó un mural de caimanes, micos y guacamayas que conviven en medio de una plantación de marihuana.

A su regreso traía un ejemplar amarillento de la revista Perfiles, que se editaba en Caracas al finalizar los años ochenta del siglo anterior.

Las dos terceras partes estaban dedicadas a una crónica perfil de  “El indio” Pastor López, ese músico excepcional que animó la vida de varias generaciones con  canciones elementales pero cruzadas por unas cadencias capaces de hacer dulces las penas más amargas.

 El texto estaba firmado por un autor llamado Christian Martínez, que para la época contaba veinticinco años, según  la breve reseña biográfica publicada al final de la crónica.


En su relato,  Martínez cuenta que acompañó a Pastor López y su banda durante una gira decembrina por veinte ciudades  grandes, medianas y pequeñas de Colombia empezando, cómo no, por Santa Marta, Barranquilla y  Cartagena, hasta finalizar en los Carnavales de Blancos  y Negros en Pasto.

En el recorrido todos, empezando por el cronista, pisaron a fondo el acelerador de la bohemia: rumba, alcohol, drogas y mujeres, muchas mujeres.

Esa correría le sirvió a Martínez para corroborar una vieja intuición: que los hombres buscan la fama porque siempre llega acompañada de sexo.

“El  cronista se comió a más de una  a cuenta de la fama de Pastor López” dijo el médico Bohórquez .

A continuación empezamos a leer el texto, turnándonos  para hacerlo en voz alta.

Dueño de un estilo exquisito y de un ritmo heredado de las canciones de la Billo´s Caracas Boys, Christian Martínez describe paisajes, lugares, ambientes, rostros, sabores  y formas de bailar, mientras intercala apreciaciones sobre los estados de ánimo del músico, a menudo bastante alejado  de la dicha perpetua sugerida por su cancionero.

El indio vivía una pena de amor perpetua” leímos en uno de los capítulos de la crónica.

“El asunto es sencillo: como en cada lugar tenía mínimo una novia, resulta que siempre había sido abandonado o estaba a punto de ser abandonado por alguna. Y aunque a muchos les resulte inconcebible, a todas las amaba y les entregaba lo mejor de sí mismo, aunque fuera durante esa clase de eternidad que mediaba entre un concierto y otro”.


El relato me devolvió de golpe una imagen del final de mi adolescencia: un hombre de tez morena, parado en la puerta del Hotel Soratama, ubicado en la Plaza de Bolívar de Pereira.

Lo recuerdo ataviado de una manera bien singular: camisa roja estampada de flores de todos los colores, pantalón amarillo, mocasines blancos sin calcetines y  enormes anillos dorados en todos los dedos de las manos.

A cada mujer  hermosa que pasaba- y, por lo visto, todas le parecían hermosas- le obsequiaba un piropo.

Unas se sonrojaban, a otras parecía indignarlas, y a veces algunas cruzaban la puerta del hotel y abordaban el ascensor rumbo a las habitaciones del cantante.

Dulce colegiala

Reiniciamos la lectura de la crónica con un fragmento en el que Martínez pone a prueba su destreza narrativa.

“Un año antes de la gira en la que lo acompañé, Pastor López sedujo a una quinceañera, hija de un ganadero de Montería. Uno de esos patriarcas que no dudan en pistonearse a la hija del vecino pero están dispuestos a matar si les tocan la propia.

“Cuando el padre se enteró, el cantante ya estaba fuera de Colombia. Con paciencia de  padrón vengativo esperó su regreso a  Montería. Al llegar el día del concierto, desde muy temprano comisionó a dos de sus guardaespaldas con la orden expresa de matarlo y escapar luego  rumbo a  San Andrés, donde podrían vivir a todo timbal durante una temporada.

“En efecto, los pistoleros  entraron desde muy temprano al lugar donde se realizaría el concierto. Muy pronto escogieron pareja, bailaron y se emborracharon. A la madrugada se  acercaron a la tarima… pero a pedirle autógrafos  al autor de Colegiala. Dice la leyenda que esa canción la compuso a la adolescente morena que durante años lo visitó en sueños en  las habitaciones de hotel donde acababa de ponerle fin a su último romance”.


Dice Martín Caparrós que un gran cronista es un gran mentiroso.

No sé si Martínez lo sea, pero recuerdo a un par de mujeres, vecinas del barrio Corocito de Pereira, que presumían de haber amanecido en los brazos de Pastor López. A modo de  prueba, exhibían  dos de esas viejas fotografías Kodak  en las que el cantante las besaba mientras alzaba una copa que daba destellos ambarinos.

A lo mejor no fueron tantas mujeres, pero si las suficientes para inspirar  la canción que  le  dio título a la crónica: “Tantas caleñas tan lindas que hay…”.

PDT: les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:

jueves, 12 de diciembre de 2019

El rostro de la noche






I

Arenas  movedizas

En las páginas finales de Huguenau o el realismo, la última de las novelas que conforman la  Trilogía de los sonámbulos, del escritor vienés  Hermann Broch, Alemania arde en llamas. Los resplandores anaranjados del fuego iluminan  los pasos erráticos de quienes intentan escapar o aproximarse a lo que suele  llamarse  Teatro de los hechos.

Estamos en noviembre de 1918, durante uno de los coletazos más feroces del fin de la Primera Guerra Mundial.

La guerra, el final de la guerra, es apenas la metáfora de una época que se desploma sobre quienes la vivieron, convencidos de que pisaban terreno firme.

Pero nada es firme en el mundo de los hombres. Y menos esa materia deleznable llamada Historia, esa suerte de ficción urdida por los anhelos y temores de sus testigos y protagonistas.

Fiel a su propósito de llevar hasta el límite los recursos de la literatura como  instrumento para abismarse en los misterios de la vida,  Broch levantó este  edificio narrativo constituido por tres novelas que después fueron bautizadas con el título de  Trilogía de los sonámbulos.

A diferencia  de   obras totalizadoras emprendidas por otros autores, la Trilogía exige la lectura de las tres novelas, pues los destinos de  los acontecimientos  y sus protagonistas se enlazan en una  urdimbre de  la que participan  a partes iguales la poesía, la narrativa,  la teología, la filosofía y la crónica en tanto en cuanto son elementos acuñados por la humanidad  para tratar de comprenderse a sí misma  y a las fuerzas externas que la desbordan.

De modo que Pasenow o el romanticismo, Esch o la anarquía y  Huguenau  o el realismo son los soportes de este trípode sobre el que se alza el espíritu de Broch  para  contemplar el rostro de la interminable noche humana.


El rostro de lo irracional, de lo más primitivo de nuestra condición, apenas   contenido por la estructura de normas  y convenciones que esconden  otras formas de lo irracional.

Lo que en términos teológicos conocemos con el nombre de El Mal.

El narrador de Huguenau o el realismo nos recuerda que las revoluciones son la rebelión del mal contra el mal. Por eso,  salvo las apariencias, no existe diferencia alguna entre el comunismo  y el capitalismo. Ambos modelos están basados en “la decisión de elevar las máquinas a objetos de culto, haciendo sacerdotes de los ingenieros y de los demagogos”.

II

Las insignias del valor

Así las cosas, lo que se desintegra tras la Primera Guerra Mundial no es un modelo político o económico, como creen los historiadores: es una concepción del mundo soportada en un sistema de valores que las aristocracias rurales y su expresión militar y eclesiástica creían  eternos: el honor, el valor, el orden. De hecho, en la última parte de la trilogía, Broch emprende una serie de digresiones sobre la naturaleza de esos valores.

Por lo pronto, en la primera página  del libro, encontramos al joven Joachim von Pasenow a punto de enrolarse en el ejército. Su padre está convencido de que todo ese mundo de orden y  obediencia, de desfiles, uniformes, charreteras y cantos marciales es lo único capaz de mantener en su sitio al universo.

Fiel a esos principios, Joachim duda pero obedece,  y eso lo precipita en los abismos de la Historia, de los que no lo salvarán ni un matrimonio de conveniencia  ni los violentos alegatos de su padre, como el que encontramos en la página 145:

“Aquí hay que restablecer el orden. Señor  notario, ¿se han ocupado de usted? ¿Le han preguntado si bebe vino  blanco o tinto? Solo veo tinto. ¿Y por qué no han servido champán? Un testamento hay  que regarlo con champán”.

Sobre ese tipo de convenciones se asienta la vida entera de  la sociedad.

 A modo de contraparte, la vida de Joachim tiene en Bertrand una especie de  duende maligno que, a despecho de los valores rurales, decidió emprender el camino de la industria, el dinero y la especulación: símbolos de un mundo que, como el de la burguesía, se abate con su pragmatismo sobre unas vidas que temen al cambio como a la peste: detrás de su sortilegio se esconde el rostro de la noche.

De las tinieblas  y sus siempre devastadoras sorpresas.

Para conjurar esas sorpresas los futuros suegros de Joachim deciden  instalar un gong en su casa rural:

“El criado Peter estaba en la terraza de la casa señorial de Lestow y hacía sonar el gong. La baronesa había introducido la costumbre de anunciar así las horas de las comidas, desde que estuvo en Inglaterra con su marido. Y aunque el criado Peter se servía de este instrumento desde hacía varios años, sentía siempre un poco de vergüenza  al provocar aquel ruido pueril, sobre todo porque el sonido llegaba hasta la calle del pueblo y le había valido el sobrenombre de Tamborilero”.


Más adelante, en las páginas de  Esch o  la anarquía,  encontraremos al próspero y sibarita   Bertrand, descreído de cualquier cosa que no sea placer, disolviéndose él mismo en un torbellino que Esch pretende conjurar  alentando cada día el sueño, solo  el sueño de escapar a una América de leyenda  donde todavía es posible la quimera de la felicidad.



En principio, este Esch se gana la vida como Contable y tiene  su particular tabla de valores:

“Para un contable el debe y el  haber son dos pilares que sostienen el universo entero. Así, si una sola cifra no está en su sitio, el universo entero empieza a tambalearse”.

Estamos ante algo así como  la filosofía de la contabilidad por partida doble que constituye la esencia del espíritu burgués.

El mismo espíritu que se expresará más tarde en la figura del  ingeniero teniente Jaretzki, un soldado que perdió su brazo izquierdo en la guerra, y como está obsesionado con la simetría desearía que le amputaran también el derecho.

De hecho,  el día en que a Jaretzki le instalaron la prótesis se sintió como  “Una máquina recién nacida”.

A su modo, con esas palabras estaba expresando el espíritu de los tiempos. Ese espíritu que ya no viaja al ritmo alado del caballo sino a la velocidad metálica del tren:

“Pero ellos son como personas a las que se hubiese despertado excesivamente pronto del sueño, llamándolas a la libertad para que alcanzaran puntuales al tren. Por eso sus palabras son cada vez más inseguras y soñolientas, hasta terminar en un confuso murmullo. Uno  u  otro añade aún que prefiere cerrar los ojos a una velocidad tan delirante, pero los compañeros de viaje, refugiándose en el sueño, ya no le escuchan”.

Arrojado, igual que sus contemporáneos, al vértigo de las máquinas, cuya expresión más demencial es la guerra, Jaretski está convencido de que los hombres sólo pueden entenderse cuando están borrachos. Por eso pide que le den una borrachera de cualquier cosa: de morfina, de patriotismo, de comunismo…de algo que emborrache del todo. De algo que despierte en todos un sentimiento de solidaridad.

III

El  cero absoluto

Broch nos dice así que la Historia se ha desbocado y con ese acelerarse los valores alcanzan su máximo nivel de degradación, porque   “Al que se haya frente a la muerte se le concede la libertad de  permitírselo todo”.

Y eso es lo que hace el cínico protagonista de Haguenou o el realismo,que se permite incluso   el asesinato y el engaño, porque  en el mundo de los antivalores esas cosas ya no son crímenes sino anécdotas, datos para una biografía.

A esa altura del camino comprendemos que “La soledad del ser humano es tan grande, que nadie, ni siquiera Dios que lo ha creado, sabe  nada de él”.


El espíritu de la época ha migrado hacia el dinero y las máquinas, esas manifestaciones que para el narrador constituyen la quintaesencia de  lo infernal, del hombre arrojado a los brazos del sinsentido.  Por eso, en el mundo de lo íntimo “La relación entre Hanna  y su esposo está fundada en una felicidad puramente anatómica, pobre recompensa para quien busca el absoluto”.

Y ya no hay absoluto en este mundo.

Salvo el cero. Porque  en un mundo absolutamente racional no puede existir ningún sistema de valores trascendente. “Es una época tan racional que de continuo ha de estar huyendo”.

Ya no hay asidero: ni siquiera la vieja tabla de salvación ofrecida por protestantes, judíos y cristianos.

Para los judíos, por ejemplo, todo  son símbolos. La misma diáspora, que a los ojos de los demás supone un drama, para ellos  es símbolo.

Solo que para el hombre máquina de los sistemas  engendrados por la Revolución Industrial los símbolos se han extinguido. ¿El resultado? el valor ético del acto y el valor estético de lo realizado pierden su sentido.  De esa manera, un mundo que solo haya equilibrio en la rapidez se vuelve invisible hasta para el filósofo.

Y para el narrador la única actividad verdadera es la actividad contemplativa del filósofo.

En la página 698 de la  Trilogía, el narrador nos da cuenta de ese estado de cosas:

Hubo un hombre que huyendo de su propia soledad buscó refugio en la India y en América. Pretendía resolver el problema de la soledad con medios terrenales. Era un esteta y por ello tuvo que matarse”.

Lo que alcanza a intuir resulta pavoroso: en últimas, la guerra es también una manera de resolver el problema de la soledad.

De restaurar el sentido de la comunidad.

A todo eso contribuye el carácter fragmentario  y ficcional del Yo, condición que nos revela lo quimérico de toda improbable identidad individual. Porque intuyen eso, los hombres se refugian en la masa y se entregan a los caudillos: es el último y desesperado recurso contra la disolución del ser.

Por eso, en  Huguenau  o el realismo no cesan de advertirnos:

“Piénsese lo que se piense de la actividad filosófica,  comparado con ella el mundo exterior seguirá siendo cada  vez menos digno  de atención y  más insignificante”.
                                                          Hermann Broch


IV

El llanto del soldado

Al final de la saga, el joven soldado Joachim es ahora el mayor von  Pasenov. Antes que en lo material su derrota es espiritual.

Por eso, como todos los vencidos que se rehúsan  a propinarse la propia muerte, busca en la palabra del buen  Dios alguna clase de consuelo para sus desventuras.

“Después de todo, el mayor von Pasenow  era un hombre que anhelaba profundamente recuperar la confianza en la Patria, que anhelaba hallar una confianza visible en las cosas invisibles”.

Ante la irrupción de lo irracional de la razón, que algunos personajes llaman “El asalto de los de abajo”, frente a la intuición de esas formas de lo infinito todos somos sonámbulos.

Y sólo el lenguaje, escamoteado por todos los poderes, puede devolvernos el habla.  De una manera u otra, los protagonistas de la Trilogía viven a la espera de ese instante, incluido Huguenau, acaso el más alienado de todos.

 “Esperar es como tener un alambre de púas en el espíritu”, reflexiona el narrador de la tercera novela. Lo cual es otra manera de decir que recuperar el habla, el lenguaje es resucitar de entre los muertos.

En esa espera, el mayor von Pasenow se pregunta adonde han ido  a parar sus valores cuando, al escuchar la Sonata para Violonchelo  en Mi menor, de Brahms, una lágrima se desliza por su mejilla. Pero no nos llamemos a engaño: no llora por las ineludibles devastaciones de la guerra: llora por ese mundo irrecuperable que el músico supo interpretar tan bien: el mundo de claroscuros de los sonámbulos.

Solo entonces comprende, aunque tarde, que la guerra es en realidad nuestro segundo y, acaso, verdadero rostro: el rostro de la noche pues, como ya se ha dicho antes:

“Las revoluciones son insurrecciones del Mal contra el Mal, insurrección de lo irracional contra lo racional, insurrección de lo irracional- bajo la apariencia de razón liberada de sus cadenas- contra las  instituciones racionales que, para mantener su estabilidad, apelan, muy satisfechas de sí mismas, al irracional valor del sentimiento que reside en ellas; las revoluciones  son la lucha entre la realidad y la irrealidad, entre la violencia y la violencia”.

Justo en ese punto, Broch nos recuerda que esa fuerza invisible que nos empuja es, de todos modos, algo que ha salido de nosotros mismos.

PDT . les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada


jueves, 5 de diciembre de 2019

Las alas rotas de El Halcón Maltés





En el año de 1530 los Caballeros de la Orden de Malta le regalan al emperador Carlos V una estatuilla con forma de halcón que, según la leyenda, contenía en su interior una o varias piedras preciosas.

Igual que hoy, así  se jugaba al poder político en esos tiempos.

Cuatro siglos después, en la soleada  San Francisco, el detective Sam Spade le sigue el rastro a una  banda de forajidos que a su vez  persiguen la pista de la joya.

Como bien sabemos, El Halcón Maltés  es la más celebrada novela del escritor norteamericano Dashiell Hammet. La  obra fue llevada al cine por John  Houston en 1941,  en plena  Segunda Guerra Mundial.

El poderoso efectismo del cine hizo que desde entonces asociemos a Sam Spade con el rostro inteligente, duro  y cínico del actor Humphrey Bogart.

Pero Sam Spade es mucho más que eso: es el símbolo de una época en la que las ilusiones de progreso incesante, gestadas desde el  Renacimiento y apuntaladas  por la Revolución Industrial se venían abajo.

Entre una guerra mundial  y otra se produjo el desastre económico de los años treinta y se abrieron las puertas para  que a la alegre y despreocupada década del veinte le sucediera un encadenamiento de pesadillas que ya no  tendría fin.

El sueño americano resultaría ser tan  seductor, elusivo y frágil como  El  Halcón Maltés.


Pero ¿Quién fue este Dashiell  Hammet?

A revelarnos sus múltiples rostros dedica la escritora Diane Johnson las cuatrocientas páginas de su libro Dashiell Hammet, Biografía, publicado en español por Seix Barral en 1985.

Autora a su vez de cinco novelas, Johnson  se consagró a escudriñar en la vida  y obra de Hammet  con  agudeza y paciencia dignas del mismo Spade.

Desde los días de infancia   del escritor, los conflictos con su padre y su permanente persecución de un algo que siempre se le escapa de las  manos, Diane Johnson teje una trama que muy pronto trasciende los modelos de la  biografía convencional para  adentrarse en un universo que es a la vez el de la mente de Hammet, lúcida y atormentada, y el estado de conciencia de un país poseído por la corrupción y asediado por el fantasma del comunismo.

El mismo fantasma  que anunciaran Marx y Engels en su célebre Manifiesto Comunista.


Como Spade, Dashiell Hammet fue  un hombre convencido de que se debe vivir como se piensa o no pensar en absoluto.

Por eso,  su  biógrafa nos lo muestra paladeando las delicias de su éxito como escritor y guionista de cine, al tiempo que se enfrenta sin miedo a  la cacería de brujas desatada por el Comité Nacional para las Actividades Antiamericanas, que acabaría llevándolo a la cárcel durante una temporada.

Eran los días más duros del maccarthysmo.

Algunos personajes de sus novelas y cuentos dejan ver esa característica de la personalidad de Hammet: su irrenunciable vocación de ser coherente, sus convicciones políticas y su voluntad de   mantenerse honrado en un mundo que olía a podrido por todas partes.

Para documentarse a fondo, Diane Johnson  habló con  la ex esposa del autor, con sus hijas, colegas, antiguos compañeros de Hollywood, camaradas de luchas políticas y vecinos.

Consultó además antiguos archivos, sobre todo los de los juicios que se le siguieron y eso le permitió aproximarse a los sentimientos del americano promedio durante esos días de  paranoia en los que,  como en cualquier Estado totalitario, el vecino que compartía la cena con uno la noche anterior era capaz de denunciarlo ante el todopoderoso FBI a la mañana siguiente.


De sus tiempos tempranos como detective de la agencia Pinkerton, Hammet aprendió dos cosas que ya no lo abandonarían: que frente a los embates del poder la vida humana vale menos que nada y que detrás de las vidas en apariencia exitosas alienta siempre esa clase de sordidez que es la expresión más humana del sinsentido de todo.

Es decir, la misma clase de certezas que deja entrever un autor como Albert Camus en todas  sus  obras.

Esa desconfianza  en el mundo hizo que a  Hammet  no le importaran ni el dinero ni la gloria.

Por eso, cuando   los alcanzó, los dilapidó a manos llenas hasta  volver a la pobreza y el anonimato iniciales.

Para él esa vuelta al camino constituía la única forma posible de redención.


Nunca le importó si ese viaje implicaba ahogarse en litros de alcohol o perderse en el mundo sin ilusiones y por eso mismo tan sincero de las putas.

Al final el libro de Diane Jonhson nos muestra a Hammet agonizando en su cama de hospital, mientras la leal y estoica Lillian Hellman, escritora, amante y amiga del novelista lo ve contemplar con horror el rostro de la nada.

Con las alas ya del todo rotas, El Halcón Maltés alcanzaba  finalmente un  instante de sosiego.

PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada








jueves, 28 de noviembre de 2019

Pereira fue una fiesta


                                          Fotografías de Rodrigo Grajales


I

A la hora señalada

A las tres de la tarde  del jueves 21 de noviembre, la Plaza de Bolívar de Pereira lucía como   en unas  fiestas de agosto, o durante un partido de la Selección Colombia: banderas rojas, azules y amarillas, camisetas, banderas rojo y oro del equipo local y hasta banderas de Panamá, Bolivia y de los movimientos indígenas.

En el fondo musical, nada de las quenas y los charangos llorones de varias décadas atrás. El aire era pura batucada tronando con sus tambores desde el corazón de una multitud que no paraba de llegar de todas  partes: de Dosquebradas, de Cuba, de San Luis, de Belmonte y de varios municipios de Risaralda, incluso desde lugares tan distantes como el corregimiento de Irra, en la zona minera de occidente.

Ignorando las admoniciones a menudo terroríficas de los voceros del  establecimiento, a la marcha se dieron cita los más diversos sectores  sociales: obreros, estudiantes,  maestros, funcionarios públicos, trabajadores de la salud, mujeres, campesinos corteros de caña, rebuscadores callejeros y hasta músicos de la banda sinfónica.

A un costado de la plaza, las puertas de   la Catedral de la Pobreza estaban cerradas, consecuentes con las invocaciones lanzadas desde el púlpito a lo largo de la semana, para que los feligreses se cuidaran “de los peligros encarnados en los bandidos que pretenden dañar Colombia”.

Supongo que los bandidos  éramos todos los asistentes a la marcha.

Fue así como los curas se atrincheraron en los altares.

Coherentes con sus sermones, al fin y al cabo.

Un denso olor a marihuana con aroma jamaiquino surgía de algunos corrillos y salpicaba el aire con un toque retro.

Disuelto en medio de la  colorida multitud vi  y palpé de todo y para todos.


Vi un par de antiguos comunistas, ya instalados cómodamente en el sistema, que lucían anacrónicos con sus mochilas arhuacas, mientras rumiaban-  a lo mejor- nostalgias de antiguas convicciones enterradas.

Vi banderas multicolores y vi también gente de todos los colores: negros, cobrizos, mulatos,  trigueños y hasta rubios mochileros europeos ávidos de color local, tostándose bajo  el  sol de la tarde.

Vi una pobre vieja de unos ochenta años, arrastrando un carro de paletas para ganarse la vida.

En un mundo menos atroz, la anciana debería estar en casa acariciando a sus nietos. Pero bueno… por eso marchábamos.

Había muchas otras cosas.

En medio del barullo, me topé con un desconocido que sin mediar motivo me espetó su peculiar declaración de principios:

“Me gustan las marchas porque se ven muchas viejas chimbas”.

Y si: esa también es una buena razón para marchar.

II

En el corazón de la fiesta

A las cuatro de la tarde la plaza rebosaba de vida.

Desde los edificios vecinos, ancianas temerosas de Dios y de los hombres oteaban la escena a través de los visillos, igual que si estuvieran   frente a la pantalla del televisor.

También  descubrí carteles que rezumaban  lucidez, poesía y humor.

Va una breve muestra:

“Con esas pensiones  ya no podré ser un Sugar Daddy”

“Un pueblo sin piernas, pero que camina”.

Otro  portado por un sicólogo, trabajador en el sector de la salud:

“Violento es tener atención sicológica una vez al mes, con diagnóstico de depresión”

Y un reclamo:

“¿Dónde están los 11.645.000 votos contra la corrupción?”

A modo de respuesta, Colombia les ofrece a sus hijos millones de razones para estar deprimidos.

A pesar de todo, bailan.


Porque esta multitud   integrada por varias generaciones celebraba a su manera la fiesta de la vida.

Así que la música de fondo iba de Violeta Parra al reguetonero Maluma, pasando por los muy ochenteros Quiet Riot.

Contra todo pronóstico, encontré varios compañeros de generación a  los que suponía derrotados del todo.

Después de saludar a varios, me  encontré con un cartel cuya pregunta lapidaria me  dejó estaqueado en la mitad de la plaza:

“¿Qué cosecha  un país que siembra muertos?”

Abrumado,   me dirigí a  la estatua del  Bolívar desnudo  en  busca de alguna repuesta, pero el fulano, bañado  en mierda de palomas, prefirió mirar para otro lado.

Por fortuna, por  allí andaba un grupo de poetas diciendo sus palabras como heridas sin cicatrizar.

Los poetas, al contrario de lo pregonado por el gran Holderlin, se hacen doblemente  necesarios en tiempos de penuria.

De súbito, como atendiendo a un llamado secreto, cientos de palomas revolotearon en el aire.

Un detalle significativo: se coreaban más consignas  contra Uribe que contra Duque. Eso confirmaba dos cosas: el  talante ambiguo  y difuso del  presidente y la certeza de que padecemos el tercer periodo de la  Seguridad Democrática, con todo lo que eso significa.

Sentados en la terraza del Centro Comercial Bolívar Plaza, grupos de contertulios  bebían café, al tiempo que tomaban fotografías a distancia: tan lejos se sienten de las duras realidades de su país.

Habíamos partido al promediar el día desde el barrio San Luis bajo uno de esos soles mordientes de invierno. A la altura  del Terminal de Transportes nos recibió uno de esos sorpresivos aguaceros que son el santo y seña de Pereira. En cuestión de minutos volvió  a salir el sol y de nuevo asomaron los nubarrones.

Pero la gente no  se movió de  su sitio. Todo lo contrario: seguían llegando de todas partes hasta abarrotar la plaza.


Tenían suficientes razones para cruzar la noche entera bailando,  cantando y haciendo sonar sus vuvuzelas.

Dichoso, un vendedor  callejero que acababa de agotar el surtido de golosinas de sal se lanzó a gritar a todo tren:

“¡Que vivan las marchas!”

Y   ni un asomo de violencia cuando ya despuntaba la noche.

Sospecho  que a todas esas, los profetas del desastre debían estar comiéndose sus uñas virtuales en Twitter.

III

Fin de fiesta

Ah… y lo  último pero no menos importante: vi detectives apostados en las cuatro esquinas de la plaza,  registrándolo todo en sus  modernas cámaras.

A esta hora deben estar evaluando cada rostro, cada gesto, cada movimiento de los asistentes.

Pero ignoro de donde van a sacar razones para justificar sus delirios, si en las marchas del jueves 21 de noviembre, de principio a fin, Pereira fue una fiesta.

PDT . les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada