miércoles, 26 de diciembre de 2018

Otros infiernos






Tal como lo conocemos, el mundo es en sí mismo una distopía: una sumatoria de lo no deseable.

Por eso, las distopías literarias lo son por partida doble: obras como  1984 o  Fahrenheit  451 proponen universos cuyas dimensiones cobran siempre la forma de una pesadilla donde los hombres devienen forjadores de infiernos.

El cuento de la criada, la novela de la canadiense Margaret Atwood, pertenece a esa categoría.

Los Estados Unidos de América y las instituciones que le dieron sentido se han disuelto en medio de una  de esas sacudidas de  la historia que no dejan, como suele decirse,  "piedra sobre piedra".

En su lugar ha surgido Gilead, una teocracia en la que cada uno de los actos humanos es controlado con monomaníaca puntillosidad.

Corre el mes de junio de 2195. En la universidad de Denay, Nunavit, se adelanta el Duodécimo Simposio de Estudios Gileadianos. En una de las sesiones, el  profesor James Darcy Piexioto deja caer sobre el auditorio un dato inquietante: la autenticidad de un manuscrito conocido  bajo el título de El cuento de la criada, un brutal testimonio sobre  las condiciones  de vida de las mujeres en Gilead.

En realidad no se trata de un manuscrito. En un cajón abandonado por el ejército fueron encontrados treinta casetes en los que,  disimuladas entre canciones de Elvis Presley, Boy George y    Twisted Sister  fluyen las palabras de una mujer que da cuenta de su confinamiento en un lugar que funciona a partes iguales como cárcel y como centro de lavado de cerebro, o de reeducación, como les gusta decir a los campeones de la corrección política.

De modo que estamos ante una difícil transcripción, con todos los riesgos que eso implica. 



Si se quiere,  El  cuento de la criada es un palimpsesto, en el que los lectores deben arreglárselas para discernir el testimonio que palpita entre la música, las letras de las canciones y el relato propiamente dicho.

Para empezar, lo narrado por la autora puede haber sucedido en los años cincuenta del siglo veinte, durante el inicio del reinado de Elvis Presley, o en los sofisticados ochentas, cuando la ambigüedad sexual de Boy George y los Twisted Sister hacían de las suyas en los videos de MTV.

El relato, entonces, transcurre en un  territorio de sombras: nada hay claro en  el infierno.

La narradora misma vive en una frontera donde la  humillación es parte de una doctrina que apunta todo el tiempo a la degradación del ser.

En Gilead, las mujeres son apenas vientres para la reproducción. El resto es miedo, sangre, penumbras, como nos lo hace saber la narradora en la página 359 del libro:

“Lamento que en esta  historia haya tanto dolor. Y lamento que sea en fragmentos, como alguien sorprendido entre dos fuegos o descuartizado por fuerza. Pero no puedo hacer nada para cambiarlo.

“También he  intentado mostrar algunas de las cosa buenas, por ejemplo las flores, porque ¿ adónde habríamos llegado sin ellas?”

En Gilead las cosas buenas son apenas una reminiscencia. Un eco de mundos remotos y perdidos.

                                                Margaret Atkwood


La realidad es una sociedad donde la infamia es reproducida y prolongada a través de  estructura de castas cuyo único propósito es  atizar el descenso a través de las distintas escalas de  la degradación: Ojos que vigilan, Tías que controlan, criadas que deben prestar sus vientres para  garantizar la reproducción, Comandantes  esclavizadores y esclavos a la vez, como ha sucedido siempre a lo largo de la historia. 

La narradora lo evoca de esta manera:

“ O recordarías historias que habías leído en los periódicos sobre mujeres que habían aparecido- a menudo eran mujeres, pero a veces también hombres, o niños ,lo cual es terrible- en zanjas, o en bosques, o en neveras de habitaciones alquiladas o abandonadas, con la ropa puesta o no, vejadas sexualmente o no; asesinadas, en cualquier caso. Había lugares por los que no querías caminar, precauciones que tomabas y que guardaban relación con las cerraduras de ventanas y puertas, con el hecho de echar las cortinas y dejar las luces encendidas. Cada uno de estos actos era una especie de plegaria;  esperabas que te salvara. Y en gran medida lo hacían. O si no eran ellos debía de ser otra cosa; podrías asegurarlo por el hecho de que aún  estabas viva.”

Estar vivo, sentir que la sangre palpita en las sienes constituye en  todos los casos el único  anhelo de los hombres y mujeres que surcan las cuatrocientas doce páginas de esta novela. De este descenso a los infiernos que, en últimas, alimenta el decurso de toda distopía.



Aunque a veces, en las frecuentes noches de desvelo, los deseos van un poco más allá:

“Aparto la sábana y me levanto con cautela; voy hasta la ventana, descalza para no hacer ruido, igual que un niño; quiero mirar. El cielo está claro, aunque la luz de los reflectores no permite verlo bien; pero en él flota la luna, una luna anhelante, el fragmento de una antigua roca, una diosa, un destello. La luna es una piedra y el cielo está lleno de armas mortales, pero qué hermoso es de todas formas, por Dios.

“Me muero por tener a Luke a mi lado. Deseo que alguien me abrace y pronuncie mi nombre. Quiero que me valoren como nadie lo hace, quiero ser algo más que valiosa. Repito mi antiguo nombre, me recuero a mí misma  lo que hacía antes, y cómo me veían los demás.

“Quiero robar algo.”

Recuperar el antiguo nombre. La identidad como mujer y como perteneciente a la dimensión de lo humano: he ahí el sentido de El cuento de la criada. Una parábola sobre el tránsito de hombres y mujeres por los círculos del infierno en busca de la redención.

PDT: les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada



lunes, 17 de diciembre de 2018

Matarás a tu padre





 La muerte real o simbólica del padre, como paso indispensable para construir la propia  identidad, es un anhelo que atraviesa todas las culturas.

Y, por lo tanto, todas las literaturas.

En  la tradición judeocristiana ese anhelo choca de frente con el precepto bíblico de Honrarás a tu padre y a tu madre. Por  esa razón, produce una desgarradura que deviene culpa cuando se instala en los pliegues de la conciencia.

En ese sentido, La carta al padre, de Franz Kafka, es uno  de los textos más célebres, aunque no el único.

El escritor noruego Karl Ove Knausgard decidió transitar ese camino en la novela La muerte del padre, primera de una saga de seis, titulada Mi lucha.

Su padre es el típico  pequeño burgués, sólo en apariencia satisfecho con su lugar en el mundo. Profesor de instituto, casado, padre de familia, instalado  a comodidad en medio de una sociedad próspera.

Hasta que las   fisuras de su vida interior y exterior se vuelven grietas y se hacen visibles.

En ese momento empezará a deslizarse por los desbarrancaderos del alcohol.



El desplome total lo sorprende un su tránsito por los círculos del infierno: en una vivienda de los suburbios, en la que se dedica a beber en compañía de su anciana madre, que un día lo encuentra muerto.

Ese es el escenario adonde llegan sus hijos Yngve y  Karl, que a su vez llevan a cuestas una vida marcada- como todas- por las sombras de muchos  desencuentros.

Luego de conocer la noticia de la muerte del padre, los hermanos abren la puerta de su casa y se adentran en un reino de mugre, basura y descomposición, en el que las botellas vacías se acumulan por todas partes, hasta desbordar los límites de la vivienda: cerveza, vodka, vino, Whisky, marcas de bebidas que en la mente del padre se arremolinaban  a modo de conjuros contra una desesperación sin remedio.

Porque no hay consuelo para quien ha apurado hasta las heces el cáliz de la derrota.

                                             Karl Ove Knausgard


Todos estábamos advertidos: la primera frase del libro se desliza en los pensamientos del lector como un puñal de hielo: “La vida es sencilla para el corazón: late mientras puede. Luego se para”.

Así de simple. Y de inapelable.

El lenguaje soso y bobalicón de los libros de auto  ayuda privilegia lo que sus autores llaman “Adultos con corazón de niños”. Algo así como una legión de idiotas grandes que llegan a la vejez sin haber sido alcanzados por las corrientes devastadoras de la vida.

En la novela de  Karl Ove Knausgard sucede  a la inversa: hasta los más jóvenes se las arreglan para tener el corazón abatido por la lucidez.

Empezando por el propio  Karl Ove, que a lo largo  de  las casi quinientas páginas de  un libro marcado por la ferocidad despliega en toda su dimensión lo que un heterónimo de   Fernando Pessoa resume en un verso: “Somos cuentos que cuentan cuentos. Es decir: nada”.

La nada no sólo nos rodea sino que nos habita. Nuestros más heroicos actos son intentos fallidos de refutar esa certeza. Poco importan los mitos  forjados alrededor de esa nada. Para una muestra, en la página 272 encontramos este monólogo:

“Tal vez sea verdad que el día del Juicio llegará. Que todos esos esqueletos y calaveras enterrados en el transcurso de los miles de años que ha estado viviendo gente en la tierra recogerán sus huesos, se levantarán sonrientes hacia el sol, y Dios, omnipotente e inmenso, los juzgará arriba en su cielo, con una pared de ángeles encima y otra debajo de él. Sobre la tierra, tan verde y maravillosa, retumbarán las trompetas, y de todos los prados y valles, playas y llanuras, mares y lagos, se levantarán los muertos caminando hacia el Señor su Dios, siendo elevados hasta él, pesados y lanzados a las llamas del infierno o pesados y elevados hasta la luz del  cielo”.

Es posible pero poco probable, nos responde la errática parábola vital de estos personajes  abrumados bajo el peso de sus propias decisiones.



Ni la vida familiar ni los logros profesionales  les brindan una estructura lo suficientemente sólida para para concederse una ración de dicha terrenal. Es lo que siente  Karl Ove cuando contempla por última vez el cadáver de su padre:

“Esta vez estaba preparado para lo que me esperaba, y su cuerpo, cuya piel había oscurecido aún más en el transcurso de las últimas veinticuatro horas, no despertó ninguno de esos sentimientos que el día anterior me habían desgarrado. Ahora lo que vi fue lo inánime. Vi que ya no había diferencia entre lo que mi padre había sido y la mesa sobre la que yacía, el suelo sobre el que ésta descansaba, el enchufe de la pared debajo de la ventana, o el cable que iba al aplique de al lado.

“ Porque los seres humanos no son más que una forma entre otras formas, expresadas una y otra vez por el mundo, no sólo en lo que vive, sino también en lo que no vive, dibujado en arena, piedra y agua”.

Por  eso no hay nada ni nadie en el mundo que nos ayude a cruzar esa densa noche de tinieblas: sólo la misma muerte que intentamos aplazar con los más inusitados juguetes puede prodigarnos algo parecido al sosiego.

PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada


jueves, 13 de diciembre de 2018

La vuelta de El ciclón






El día del alumbrado estaba de regreso, borracho, lúcido y feliz.

Aunque, tratándose del poeta Aranguren, esto último es una redundancia.

Tocó a mi puerta la noche del  siete de diciembre cuando ya las últimas velas del alumbrado estaban a punto de extinguirse.

¡Coooññoooo, compadde, podd fin mi Unión Maddalena del alma volvió a la primera divijjión!

Gritó, blandiendo una botella medio vacía de  ron Tres Esquinas.

Yo, que  me declaré apóstata desde que el crimen organizado se apoderó del fútbol, intenté desviar la conversación  hacia el más reciente absurdo: que la final de la Copa Libertadores Boca- River se jugara a diez mil kilómetros de  casa, en ese templo de la asepsia, el clasismo y el racismo llamado estadio Santiago Bernabeu.

La vida es sabia y da lecciones, poeta- le dije-. Al tiempo que el presidente Macri  recibía a sus colegas del G20 con la esperanza de recoger algunas migajas, la dirigencia deportiva de su país era incapaz de organizar y controlar dos partidos de fútbol.

Un aguacero primero y una pedrada después hicieron trizas el hiperbólico lenguaje de los periodistas porteños, que hablaban de El partido del siglo y anunciaban- apocalípticos- que el perdedor de  ese juego  desaparecería de la faz de la tierra por lo menos durante veinte años.

¡Qué Boca ni qué Rived, coooññooo!Te  estoy hablando del Unión Maddalena, replicó, dispuesto a echarme las manos al cuello.



Y sí. Como siempre, Aranguren tenía razón. El equipo cantado por Carlos Vives y por más de un juglar vallenato está de  regreso  a la primera división, después de un  calvario  de trece años en la B.

Salió campeón en 1968, con una nómina en la que brillaban el gran Alfredo Arango, Aurelio Palacios  y el paraguayo Ramón Rodríguez, entre otros.

A partir de ese momento empezó a desvanecerse, cuando cayó en las garras de una  familia de  mafiosos que lo utilizó para lavar dineros provenientes del  tráfico de marihuana plantada en la Sierra Nevada de Santa Marta.

En 1979 , una década después de alcanzado  su único título,   disputó las finales con el América de Cali, que también estaba en manos de otro clan de narcos, el de los Rodríguez Orejuela.

Luego cayó en picada hasta las tinieblas de la segunda división.

Durante todo ese tiempo, como corresponde a los nacidos para perder, vivió del recuerdo de haber visto surgir en su   cantera al grandísimo Carlos “El pibe” Valderrama.



Pero  el poeta Aranguren, romántico al fin y al cabo, nunca dejó de amarlo.

Durante sus periódicos viajes a la costa caribe, lo siguió por pueblos más o menos perdidos que lo acogieron durante su exilio de equipo sin estadio.

¡Miedddaaa, podfin volvijte a  la senssatej! Me dijo, ya calmado, como uno de esos fanáticos   religiosos que recuperan la cordura cuando uno les dice que sí, que sí, que tranquilos, que su Dios es el único Dios verdadero.

No es para tanto, viejo- le respondí- De cualquier manera, no  puedo evitar pegarles una puteada de vez en cuando a esos que secuestraron el juego que aprendí a amar desde el remoto día de mi infancia en que mi  abuela Ana María, alma bendita,  me regaló la primera súper bola número cinco que cayó a mis pies.

Todos esos Infantinos, Domínguez, Bedoyas, Vélez y Jesurunes me provocan una acidez estomacal que solo puede aliviar uno de esos tragos largos de ron Tres Esquinas que el poeta  Aranguren desembarca por cajas  luego de sus viajes a Santa Marta.



La Santa Marta de sus versos, sus vallenatos, sus mulatas y su “Ciclón Bananero”.

Así le decían al Unión Magdalena en  sus  breves tiempos de gloria.

Aunque, la verdad, hoy no sea más que  un vientecillo incapaz de empujar la más ligera embarcación.

Pero eso  a Aranguren no le importa.

Al menos por ahora.


PDT:  les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada