lunes, 24 de octubre de 2022

Hijos del ruido

 

                                               



                                                 “Cmon feel de noize”

                                                 Canción de Slade (1973)

                                                 

Cada vez que escucho un mensajero oficial anunciando el inicio de una campaña para prevenir y mitigar los altos niveles de ruido que nos aquejan, pienso en la irremediable inclinación humana hacia las causas perdidas.

Controlar el ruido no es asunto de campañas y sanciones. Está en nuestra condición ser ruidosos. El ruido nos ayuda a escapar del silencio. ¿Y qué es el silencio, en últimas? Es estar a solas con nosotros mismos y eso ya de por sí es una experiencia pavorosa. Usted cierra los ojos, mira hacia adentro y lo que ve es el vacío, la nada, la negrura: pequeñas muestras gratis de la Gran Muerte, la definitiva. De inmediato corre a encender el televisor, la radio, el aparato de sonido, el teléfono, la computadora: cualquier cosa que lo   haga sentirse a salvo de ese encuentro con lo inexorable.

Por eso son cada vez más las personas que prefieren estar conectadas las veinticuatro horas a cualquier cosa, antes que correr el riesgo de abismarse en esas profundidades.

El gran arte siempre ha tenido un sesgo premonitorio. Es como si sus artífices pudieran ver más allá del aquí y el ahora. Recuerdo una película de 1976, dirigida por Sidney Lumet, protagonizada por Faye Dunaway, William Holden, Peter Finch y Robert Duvall. Su título en inglés es Network, traducida al castellano como Poder que Mata. Se refiere, claro, al poder de los medios de comunicación. En algún momento, uno de los personajes le dice a su interlocutor “El infierno acaecerá sobre la tierra cuando todo el mundo esté conectado”.

El personaje en cuestión dice estar citando a uno de los protagonistas de 1984, la distopía concebida por el genio de George Orwell, publicada por primera vez el 8 de junio de 1949.



He buscado en distintas ediciones en español y en inglés la frase mencionada y nunca he podido dar con ella. Le he preguntado a los oráculos de internet y, faltando a su costumbre, no responden ni media palabra. Hagan el ensayo y me cuentan si corren con mejor suerte.

A lo mejor es apócrifa, como tantas citas célebres de Borges. Eso poco importa: las citas apócrifas suelen ser las más certeras. Den una vuelta por el Antiguo o el Nuevo Testamento y verán. Lo esencial es que no sólo ya vivimos en el mundo prefigurado por el escritor británico, sino que pasamos de largo.  Piensen en el ritual cotidiano de ponerse los audífonos de un teléfono: es lo primero que mucha gente hace al comienzo de la jornada. Uno los ve en el transporte público, en la calle, en el trabajo o en el parque y se diría que están ensimismados en lo más hondo de sus pensamientos.

Grave error: están conectados a ese ruido imperceptible que fluye como una corriente que recorre el globo, se estrella contra una roca y desanda el camino en un ir y venir sin fin. En mis tiempos de profesor tuve una estudiante que faltaba a menudo a clases porque estaba tratándose con un especialista su adicción a la tecnología: si no estaba conectada era presa de la angustia y el pánico. Supe que le pagaba una fortuna al experto de marras. A lo mejor su negocio residía en que los pacientes no se curaran. Pero ese es un terreno que no quiero transitar ahora.

Quiero volver es al ruido. A esa necesidad de aturdirse para no escuchar los rumores que nos hablan desde muy adentro. A lo mejor nos advierten de cosas que no estamos en condiciones de soportar sin caer en los círculos concéntricos de la locura. Preferimos la locura que nos llega del mundo exterior.



Esa necesidad de ruido es la clave de la moderna industria del entretenimiento. Ese llamado constante que se nos hace para que nos volquemos hacia el espectáculo como droga. La oferta está diseñada para que cada quien encuentre la dosis justa a la medida de su desesperación.  De su tedio. De la certeza de que atravesamos el tiempo y estamos atravesados por él: esa convicción engendra la necesidad del pasatiempo. De ahí la constante renovación del portafolio: viajes, películas, gimnasios centros comerciales, deportes convencionales y extremos, conciertos, comidas, vestuarios, músicas y cultos religiosos.  Con seguridad ustedes se habrán fijado en el detalle: el formato de los cultos religiosos se parece cada vez más al de la industria del espectáculo.

Por supuesto, la incitación pasa por el hecho de que la gente esté siempre conectada.  El estímulo hacia el consumo y el derroche está anclado allí. Poco importa si se trata de ropa, música, sexo o tendencias ideológicas. El mecanismo es igual para todos. Tipos como Donald Trump o el presidente Bukele de El Salvador lo conocen muy bien.

El resultado final será siempre la alienación, la pérdida de uno mismo y, por lo tanto, de los otros. La enajenación de nuestra parcela de silencio, nuestro único paraíso posible sobre la tierra, como lo han advertido siempre los místicos y los grandes poetas.


Prefiero pensar que no todo está perdido. Que existe una manera de cerrar los ojos y mantenerlos así, sin sucumbir al tedio o a la desesperación, que al final resultan ser lo mismo. Que todavía podemos encontrar  atajos para atravesar el laberinto de las conexiones infinitas sin  morir en el intento.


PDT. Les comparto enlaces a dos bandas sonoras para esta entrada:

https://www.youtube.com/watch?v=uTEGxVDHpGU

https://www.youtube.com/watch?v=QDPx1DzuK_s

 

 

lunes, 10 de octubre de 2022

La mirada de la bestia

 


 

La lógica de la guerra es simple y eterna: los políticos encienden la chispa, los militares y los medios de comunicación atizan el fuego, los empresarios hacen negocios  y, en el medio, combatientes y civiles  mueren destrozados por las bombas o enloquecen como única manera de soportar el horror.

 

Es un callejón sin salida que sólo puede conducir a  otro callejón sin salida. Un juego  de espejos enfrentados: el laberinto perfecto presentido por los poetas y soñado por una divinidad perversa. Dicho de manera más prosaica, por la máquina de matar que es , en últimas, toda forma de poder.

 

El escritor norteamericano Joseph Hellers se propuso desmontar las piezas de esa máquina para desnudarla en toda su brutalidad. Para ello, hizo de su experiencia en el frente material literario. El resultado es Trampa 22, una novela que desde su publicación no ha cesado de cobrar dimensiones legendarias. Estamos  en la Segunda Guerra Mundial. Desembarcados en Europa, los Estados Unidos de América reafirman  su dominio planetario con el noble pretexto de preservar la paz, la libertad y la democracia… aunque en realidad, como sucede  con todos los imperialismos, sus intereses apunten en otra dirección.

 

Los protagonistas de la historia tienen como base a Pianosa, una pequeña isla italiana  en el Mar Adriático, desde donde parten a cumplir las misiones rutinarias de toda guerra: destruir puentes y pistas de aterrizaje del otro bando, bombardear aldeas,  plantar banderas y capturar o matar enemigos para reforzar  las estadísticas de los altos mandos . En suma, la contabilidad de la muerte.




 

Todos los personajes son militares  y están desquiciados. Se llaman Cathcart, Aarfy, Korn, Dreedle, Joe el Hambriento Kraft, Jefe Avena Loca, Milo o Yossarian. Este último viene a ser la conciencia de todos los demás, atareados  como están en una pugna sin tregua con las  propias ambiciones que los conducen a luchas internas en las que el odio y la envidia suelen ser tan letales como el  enemigo que responde con baterías antiaéreas.

 

Luego de descubrir el absurdo de la guerra y su entramado de falsos ideales, empezando por la dañina noción de patria,  Yossarian decide que el único pretexto noble en las trincheras   se reduce a la lucha por la propia supervivencia. A  partir de ese momento tendrá que concentrar todas sus fuerzas  en  mantenerse  lejos del alcance del enemigo, de los superiores y de los compañeros de filas.  Eso para no hablar del combate con los demonios interiores: el sexo, el miedo, el resentimiento.  De ese modo comprende que el enemigo más letal no está en el otro bando sino en las entrañas de su propio contingente, en las  altas jerarquías del ejército, en el  poder abstracto que gobierna su país.

 

A su manera, todos han mirado de frente los ojos de la bestia y después de eso nadie vuelve a ser el mismo. Todos han sido tocados sin saberlo por la certeza del absurdo. Esa lucidez es lo más parecido a lo que Yosssarian siempre sospechó que era la locura.

 

¿ Qué hacer entonces  cuando uno está loco y todos los que le rodean también lo están? Simple:  fingir que se está cuerdo. Generales, tenientes, cabos, coroneles y soldados rasos van como almas en pena tratando de prolongar la vida un minuto, una hora, un día, acaso una semana y nada más. Después de tanto matar y ver morir, al fin han comprendido lo que ya sospechaban los viejos sabios: que la eternidad puede caber en un segundo.




 

Para alcanzar algo de sosiego apelan a los recursos ya conocidos: la oración, el sexo, el whisky barato, los escasos momentos de camaradería. Pero esos consuelos duran poco. Mientras su país perfecciona la máquina de matar, ellos se vuelven más cínicos, más escépticos, más crueles, con la crueldad amoral propia de la  gente enfrentada a situaciones extremas. Para ilustrarnos sobre los límites a los que conduce ese estado del alma, el narrador no ahorra descripciones como esta:

 

(…) Un chico con una fina camisa y unos finos  pantalones andrajosos salió de la oscuridad, descalzo. Tenía el pelo negro y necesitaba un buen corte, zapatos y calcetines. Su rostro era enfermizo, pálido y triste. Sus pies hacían ruidos suaves, horripilantes, chapoteantes en los charcos de la acera y su pobreza inspiró a Yossarian una piedad tan profunda que sintió deseos de machacar con el puño aquella cara pálida, triste y enfermiza porque le traía a la memoria a todos los niños pálidos, tristes y enfermizos de Italia que aquella misma noche necesitaban un corte de pelo, zapatos y calcetines. Le hizo pensar en todos los tullidos, en los hombres y las mujeres con hambre y con frío, y en todas las madres pasivas, atontadas y entregadas que aquella misma noche amamantaban a sus hijos con ojos catatónicos y las heladas ubres animales al aire, insensibles a aquella lluvia glacial. Vacas(…)

 

Todos esos seres también están sometidos por la Trampa 22, ese colosal aparato burocrático en el que cada uno de los eslabones de la sociedad es parte de una cadena que acaba por alienar a la gente de  si misma. ¿Pero qué es la Trampa 22? . Sorteemos la tentación fácil de decir que es un artefacto  de estirpe kafkiana. Digamos más bien que la Trampa 22 es la esencia del sistema.  Es una forma de sometimiento que se basta a si misma, como un  animal enloquecido que se muerde la cola. Veamos  el ejemplo que nos propone el narrador:  uno de los artículos del reglamento militar  establece que los combatientes tienen derecho a regresar a casa después de cumplir un número determinado de misiones… salvo que el superior inmediato o una instancia más alta decidan lo contrario, lo que quiere decir que el regreso no se producirá nunca, porque siempre habrá alguien  con potestad para incrementar hasta lo infinito el número de misiones. La novela abunda en trampas como esa.

 

Pero  es apenas un ejemplo. En la práctica, todas las acciones están determinadas por ese tipo de lógica. Por eso todos enloquecen : los militares, los civiles, los gobernantes que ni siquiera tienen control sobre sus decisiones, porque el poder es un mecanismo ciego que tritura cuerpos y almas en una secuencia infernal que sólo el desquiciamiento total puede conjurar. Eso explica que, de principio a fin, la novela sea un torrente de situaciones disparatadas y un desfile de personajes  alucinados. Esa es la otra trampa, en la que parecen haber caído tantos críticos y lectores: creer que el objetivo del relato  es provocar hilaridad a partir del encadenamiento   de  situaciones desopilantes. En realidad , lo que pretende es arrojarnos de pies y manos en el abismo de la guerra, en la dimensión precisa de sus pesadillas.

 

Para que no olvidemos el talante de esas pesadillas, el narrador  nos empuja a situaciones como esta, que nos describe la agonía de uno de los personajes:

 

(…) Pero Snowden siguió meneando la cabeza y señaló la axila con un movimiento de barbilla apenas perceptible. Yossarian se inclinó para mirar y descubrió una mancha de color extraño que atravesaba el mono justo por encima de la sisa del traje protector. El corazón le dejó de latir y a continuación le golpeó con tal violencia en el pecho que a duras penas podía respirar. Snowden estaba herido por dentro del traje protector. Yossarian le arrancó los automáticos y se oyó gritar desgarradoramente cuando las entrañas de Snowden rodaron hasta el suelo en un montón apelmazado y chorreante(…)




 

Eso es lo que deja la guerra. Toda guerra : despojos. Muertos definitivos y muertos vivientes. Yossarian lo entiende de esa manera :

 

(…) También él tenía frío, y temblaba sin poder controlarse. Notó que se le ponía carne de gallina al contemplar, desalentado, el macabro secreto que Snowden había desparramado por el sucio suelo. Resultaba fácil interpretar el mensaje de sus entresijos. El hombre es materia: en eso consistía el secreto de Snowden. Arrojadlo por una ventana y caerá. Prendedle fuego y se quemará.  Enterradlo  y se pudrirá, como cualquier otro desperdicio. Una vez desaparecido el espíritu el hombre es basura. En eso consistía el secreto de Snowden. La madurez lo es todo(…)

 

Y en eso consiste el secreto de esta novela: la risotada que surca sus  quinientas noventa páginas  nada tiene que ver con la risa dichosa de otras historias. Lo suyo es el furor  demoníaco de quien está obligado a mirar lo innombrable con los ojos  bien abiertos porque ha caído en una trampa mortal.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:

https://www.youtube.com/watch?v=7heXZPl2hik