jueves, 26 de septiembre de 2013

Palabras y palabrejas




En inglés existe un bello vocablo, tan lleno de matices, que solo puede ser traducido mediante un concepto. En principio se utilizó casi de manera exclusiva  en el lenguaje de la investigación científica, para extenderse después a  otras facetas de la vida. Se trata de  Serendipity. En  un sentido amplio puede  traducirse como un error afortunado o un accidente feliz ¿Cómo es eso? Al emprender  su trabajo los científicos  se formulan un conjunto de preguntas, seguidas a su vez de una serie de hipótesis. Mediante  el desarrollo de estas últimas intentan responder a las primeras. Pues bien, en su recorrido, muchas veces por distracción o  manejo erróneo de un experimento, suelen encontrar algo que no buscaban  pero al final resulta ser más provechoso en términos  personales, profesionales y sociales. Así se han descubierto vacunas,  adelantos tecnológicos y métodos de gestión social. Aun sin su traducción, la palabra serendipity contribuye  a enriquecer nuestro universo mental, así en lo individual como en lo colectivo: nos ayuda a ver el mundo de otra manera. Es en ese punto donde los lenguajes se fortalecen unos a otros. La presencia de los árabes en España durante ochocientos años  es pródiga en ese tipo de ejemplos. Parece una simple anécdota,  pero la noción moderna de almohada se la debemos a ellos. El castellano la incorporó a su acerbo por física necesidad
También en inglés existe una palabreja, utilizada  hasta el abuso por técnicos, periodistas, expertos y académicos. En español tiene al menos tres sinónimos  o expresiones que se aproximan a su sentido último. Entre ellos están: listado, escalafón o clasificación. Sin embargo, por físico esnobismo, muchos prefieren utilizar la  cacofónica Ranking para aludir a la publicación de los resultados  de una encuesta o  a la posición de  un seleccionado de fútbol en el concierto mundial. “Colombia,  cuarta en el ranking mundial” o “ Ranking de noticias”, leo en el periódico La Tarde, medio que me acoge como columnista desde hace más de una década. Alentados por el lenguaje de los tecnócratas, periodistas y medios de comunicación  hemos contribuido a multiplicar el vicio hasta la exasperación. Así, cluster acabó por suplantar a cadena productiva, marketing a mercadeo y tip a consejo o recomendación. En cualquiera de los casos el recurso del  vocablo anglosajón resulta innecesario.
Cosas inevitables de la globalización, dirán algunos lectores y les asiste mucho de razón. Solo que en el intercambio de bienes, ideas y servicios  facilitado por la apertura de fronteras no todo resulta bueno. En  lo tocante a  la lengua utilizada para comunicarnos y entender el mundo, el fenómeno puede enriquecer o empobrecer. En el primer caso, la  década de los sesentas  legó para la  antropología y la sociología un término tomado de la   nomenclatura del jazz. Se trata de hip, que significa  sabio o iniciado. Incorporado al  idioma español, contribuyó a poner en situación un fenómeno cultural surgido a modo de protesta frente a las aberraciones de la sociedad de consumo: el “hippismo”. En el segundo, las palabras utilizadas  sin  necesidad en la comunicación diaria ya bastan para editar un diccionario completo del absurdo. “Twitear” podría encabezar la lista sin problema alguno. Después de todo, el verbo trinar  existe en  castellano incluso antes de la evolución de los canarios. En segundo término propongo Outlet. En mi ya lejana juventud se hablaba de  “imperfectas” o “saldos de  fábrica”, para referirse  a las tiendas donde  uno podía adquirir  mercancías a menor precio por la misma razón enunciada en el aviso. Hoy en los Oulets le venden lo mismo pero con apariencia de mejor familia. Si no estoy mal, a eso lo llaman publicidad engañosa.
No me refiero aquí, desde luego, a esas espontáneas adopciones y modificaciones de palabras  extranjeras  acuñadas por el lenguaje popular. Todavía me parece hermoso  eso de “Guachimán” para nombrar a los  viejos vigilantes de cuadra. Como ustedes bien lo saben, proviene de la  expresión inglesa   watchman que, transmutada,  le dio  un toque romántico al oficio de esos hombres que fingen vigilar mientras duermen el sueño de los justos. Ese tipo de apropiaciones pasa por un meridiano distinto del que separa de modo irremediable a las siempre bienvenidas palabras ajenas  de las palabrejas inútiles  ¿ Okey?

jueves, 19 de septiembre de 2013

Viejos trucos





Desde los tiempos de Herodoto se sabe  que  armar  un zafarrancho verbal con los vecinos o inventar una guerra real es el recurso más efectivo para sacar de apuros a un caudillo caído en desgracia con su pueblo. El truco produce varios efectos inmediatos. El  primero de ellos es el reavivamiento del nacionalismo, el   patrioterismo o cualquiera de esos sentimientos nacidos de la comprensible necesidad humana de sentirse parte de un gran proyecto  colectivo.  Derivado del anterior, el segundo consigue desviar la atención : del malestar  ante  los yerros de  su líder, la pasión de la masa se traduce en animadversión frente  al enemigo recién descubierto. Por ese camino, el caudillo en cuestión se convierte en  guía salvador.
Bien asesorado por expertos en mercadeo político, el presidente colombiano Juan  Manuel Santos parece haber optado por esa salida providencial. Apabullado por encuestas que  amenazan sus aspiraciones de  reelección, el gobernante  decidió desempolvar  un conflicto de límites   marítimos con Nicaragua como posible salvavidas político ante un malestar nacional  atizado por  la inusitada multiplicación de movimientos de protesta social registrada en los últimos meses.
De la validez técnica y jurídica  de las medidas adoptadas se han ocupado con profusión los expertos y legos con ínfulas desde un par de semanas atrás.  Por su lado, los políticos en campaña  han hecho de las suyas  manifestándose  a favor o en contra de la decisión.  Pero pocos se han preguntado si a esta altura del camino no existen al menos media docena de problemas de más urgente solución para  una amplia masa de colombianos que, por lo visto, malviven por fuera de la retórica de la prosperidad y de los alegres indicadores económicos difundidos mes tras mes.
Para empezar, son legión  los nacionales  cuyas  tribulaciones de salud están por encima del archipiélago de San Andrés y Providencia completo. Frente  a ese drama real se toman decisiones dirigidas más a maquillar el problema  y  a proteger los intereses de poder de quienes se lucran  con el negocio  que a cumplir con el mandato constitucional donde se consagra la salud como un derecho fundamental. O  si no nadie se explica cómo esos lugares donde se  realizan tomografías, ecografías y procedimientos  similares obligan a sus  usuarios    a comprarles  medicamentos cuya importación y distribución  monopolizan ellos mismos, sin que autoridad alguna se  digne apersonarse del asunto.
De los campesinos hemos escuchado hablar bastante por estos días . “Bienvenidos al futuro”,  dijo el político César Gaviria Trujillo al posesionarse como presidente de la República el 7 de agosto de 1990. Pues  bien, hoy asistimos a  la materialización de ese futuro : consolidación de  los grandes monopolios económicos, quiebra  de  amplios sectores  industriales , así como la ruina,  ya no de pequeños y medianos propietarios de tierra, sino incluso  de terratenientes golpeados  por la apertura de mercados a productos altamente subsidiados en sus países de origen. En una de las marchas de protesta adelantadas un mes atrás escuché  a varios de esos grandes propietarios gritar consignas que   hace  apenas cinco años hubiesen bastado para tildarlos de terroristas, bandidos  y cosas peores.  Leer a columnistas de la más pura ortodoxia conservadora protestando por la “ invasión indiscriminada de capitales foráneos” resulta  a esta altura del cuento una experiencia bastante aleccionadora.
Podríamos seguir enumerando  y la  lista empezaría a hacerse interminable.  El sacrificio de la calidad de la educación en aras de las coberturas. El empeño en producir profesionales y técnicos acordes con las demandas del mercado ( “pertinencia”, le llaman a eso), renunciando de paso a la responsabilidad de formar ciudadanos  autónomos y reflexivos, como clave para la construcción de un modelo más digno de sociedad. Sumo y sigo : los pequeños mineros piden que no se  les imponga  un régimen diseñado a la medida de las grandes corporaciones del sector y de inmediato se les acusa de actuar en connivencia con grupos y armados y delincuencia común. De allí a ponerlos en la mira de los asesinos media  solo un paso.  Las anteriores y  muchas otras son razones suficientes para  pensar que el repentino fervor patriótico del alto gobierno no pasa de ser una salida de última hora  para revertir la  al parecer imparable caída en los niveles de calificación de la gestión presidencial.

miércoles, 11 de septiembre de 2013

Monedas de ceniza





Según  relata el poeta Robert Graves, en los mitos griegos  Aqueronte era uno de los cinco ríos del Inframundo. En sus aguas todo se hundía, excepto la barca de Caronte. Este último  transportaba  las almas de los difuntos  a cambio de monedas de ceniza que se ponían en los ojos  de los muertos a modo de pago.
A juzgar  por los  bellos y terribles versos de su libro Ataúd tallado a mano, el poeta colombiano Flóbert Zapata es un hombre acostumbrado desde siempre a  las transacciones pagadas con ese tipo de monedas. Desde el primero  hasta el último de los poemas la materia es la misma, amasada de cien maneras distintas: la  muerte como forma  suprema en la que se diluyen y concretan todas las formas.
Si hay algo falto de originalidad en este mundo es la creación literaria. Tanto que resulta fácil precisar  sus tópicos: el amor, la soledad, la guerra, el poder, la ambición y, por supuesto, la muerte que lo redondea todo y le da sentido a la extraña  aventura de estar vivo. Lo que resulta de verdad original es la experiencia vital del creador, el camino recorrido para llegar a la obra. Es  eso lo que define su estilo, la inconfundible impronta de su voz personal.
La voz de Flóbert Zapata es la de  un Aqueronte redivivo cada día en ese leve temblor del aire que es la existencia de todo hombre. Por eso siempre formula una eterna  y única pregunta destinada a descifrar el sentido de los pasos de las criaturas sobre la tierra. Desde el comienzo sabe que solo la poesía puede ayudarle a encontrar la palabra precisa para aproximarse al misterio: “La vida siempre se negó a decirme / las cosas que sabía”, confiesa el poeta, pero acto seguido reinicia la tarea con la tozudez de un Sísisfo indómito empujando su piedra cuesta  arriba. Si todo está perdido nada se pierde con intentarlo otra vez
No hay dioses  en el universo poético del autor. Por eso tampoco puede haber esperanzas. La voz que canta es la de alguien convencido a fuerza de infortunios de  que el tiempo, la vida y la muerte son apenas ilusión  que surge y se desvanece en un teatrino de sombras chinas. Por eso mismo solo el relámpago de la palabra precisa  puede iluminar la breve eternidad de esa puesta en escena. “Somos huesitos con recuerdos”, afirma, aunque sería mejor decir que somos apenas huesitos sostenidos por la ficción de un recuerdo: después  de todo, lo que llamamos  historia  personal resulta ser una antología de recuerdos  inventados a la medida de la necesidad.
Un poeta enorme, Friedrich Holderlin, optó por consagrar su corazón “a la tierra grave y doliente”. Hijo de una tierra herida por la zarpa de muchas violencias, el escritor de Ataúd tallado a mano, emprende un camino similar. Mientras Empédocles, el personaje  de Holderlin, se arroja al cráter del volcán Etna en un intento de comunión suprema, el cantor solitario de Zapata hace su recorrido entre tumbas: la del padre asesinado, las de sus hermanos, la del amigo vencido por la enfermedad, las de los muertos por  venir, que en un abrir  y cerrar de ojos son ya presente y pasado.
Las viejas sabidurías de oriente recomendaban a cada hombre  tallar a mano su propio sarcófago. Es más: según esa cosmovisión, no  existe tarea más noble y difícil en este mundo. No sé si Flóbert Zapata conoce las resonancias milenarias del título de su libro. En realidad no importa. Acaso sin saberlo viene  haciendo  juicioso su tarea desde el momento en que tomó por primera vez la pluma o la máquina de escribir. Para probarlo tenemos este  puñado de versos  escritos con el tono de quien, como los grandes iniciados, descendió a los infiernos, a las insondables moradas del silencio y  regresó para contarlo.
Esa experiencia le permite hablarnos con toda autoridad de “ese instante justo de silencio absoluto”. La gran poesía está hecha de esa sustancia, de lo que alienta  entre dos  instantes de silencio. Por eso, un par de versos más adelante nos remite a “la obstinada insistencia del calor en lo triste”. El calor, la vida, el polvo enamorado de Quevedo, los huesos febriles de aquél poema de Octavio Paz, en suma, la colección de monedas de ceniza con que los mortales debemos   recompensar el impagable  milagro de haber vivido. En todo caso, la lectura de los poemas de Flóbert Zapata puede ser una buena manera de  emprender el aprendizaje de ese duro oficio.

miércoles, 4 de septiembre de 2013

Hombres en tránsito






 Con motivo de la celebración de lo s 150 años de Pereira, comparto con ustedes esta reflexión sobre la obra de tres de nuestros  más valiosos narradores.

I

 La tierra éramos nosotros.

“Río Quindío, río Quindío” es la  voz interna y a la vez remota que a manera de señuelo anima los pasos de los personajes   de El río corre  hacia atrás, la novela de Benjamín Baena  Hoyos que supone uno de los momentos más destacados de la  llamada literatura de la colonización antioqueña.  Escrita en un lenguaje del todo ajeno a los  alardes verbales de una época signada por el efectismo y por lo tanto estropeada por la excesiva adjetivación,  la historia nos narra la aventura  vital de unos hombres  y mujeres  quienes, al tiempo que disfrutan y padecen la belleza  y las asperezas del paisaje, exploran  un universo interior surcado de símbolos, de  ambiciones y de las grandezas y miserias propios de los seres en trance de hacerse a un territorio.

El tiempo es  el de finales del siglo XIX; el espacio una sucesión  de ríos y montañas que un día se antojan promesas y al siguiente se convierten  en obstáculos insalvables. Los protagonistas, un puñado de aventureros forjados en el fragor de las guerras civiles y curtidos en las lides de las esperanzas aplazadas. Con ellos, el narrador reconstruye    uno de los momentos que en muchos sentidos  definieron el perfil mental y moral de una generación de colombianos que hicieron del acto de descuajar montañas y plantar  su simiente  en el vientre de hembras milenarias  un resumen de su propia cosmovisión.
Autor del volumen de poemas  titulado Otoño de tu ausencia,  Baena Hoyos logra sustraerse   a las seducciones  del romanticismo tardío propio de su época, para forjar  una serie de personajes que  por momentos  se emparentan con las criaturas  de   un universo recreado por esa clase de literatura que dejó su impronta en el tránsito del siglo XIX al XX :   la del naturalismo que intentaba dar cuenta del carácter épico de unos pueblos  todavía anclados en los códigos y valores  de un pasado reciente, mientras el mundo se debatía en medio de las transformaciones ocasionadas  por la   Revolución Industrial en cuyo seno se forjaron pensamientos tan vigorosos como los de  Federico Nietzche y Karl Marx.


En el caso de  El río corre hacia atrás, los arquetipos son los de la tierra hostil y pródiga a la vez. Sobre  ella se teje y se desteje el destino de esas mujeres primordiales,  estoicas y silenciosas en su tozudez, cuya máxima expresión sería la desmesurada  Úrsula  Iguarán creada por el genio de García Márquez. A su  lado caminan y libran su propia  batalla los  hijos de esa tradición católica y conservadora tan ligada a la propiedad rural, que en el caso de los colonizadores  no es otra cosa que la expresión de  la fe en su capacidad para transformar la naturaleza y apropiarse de  sus frutos.  Es  por eso que las metáforas sobre la siembra y la cosecha abundan  en sus páginas, así se hable de la conquista de una mujer, de las pugnas políticas  o del resultado de una riña de gallos. De cualquier  manera es el destino lo que se juega en cada uno de esos territorios.  Con todo y los riesgos propios de este tipo de experiencia narrativa, el escritor  logra sortear el más peligroso de los escollos: el de convertir a sus personajes  en meras caricaturas de una realidad  social  que las sobrepasa en su complejidad. Nada  de eso: los  que habitan la novela de Baena Hoyos son seres humanos ambiguos  y contradictorios anclados en la encrucijada de un destino personal y colectivo del que apenas  pueden ser dueños a ratos: cuando escuchan la tonada de un tiple,  al disfrutar el aroma del sancocho hirviendo en la  cocina, cuando acarician el lomo de un perro o al presentir la  respiración de la mujer amada en la habitación contigua.
Entre  esos grupos   humanos enfrascados en una batalla sin tregua por domeñar la naturaleza surgió un sistema de valores que literatos y políticos por igual, no tardaron en convertir  en seña de identidad: palabras como pujanza, gesta, titanes, casta y raza devinieron pronto  un diccionario sobre el que se acuñó la idea de una hipotética vocación colonizadora  y mercantil. De allí surgió la creencia en una supuesta singularidad de los habitantes de esta zona y sobre todo de la ciudad de  Pereira, en lo que corresponde a su habilidad para el comercio, olvidando de paso- acaso  porque era conveniente a la hora de forjar el mito- que todos los pueblos avocados a la tarea de conquistar un territorio acaban por desencadenar dinámicas comerciales  más relacionadas con la supervivencia que con algo parecido a una suerte de destino manifiesto.

II
  

Estaba la Pájara pinta…

La década del sesenta del siglo pasado representó para los colombianos afincados en los centros urbanos la posibilidad de asomarse, aunque fuera  a través de los visillos, a los cataclismos que transformaban al mundo. La revolución sexual, las utopías revolucionarias y la carrera por la conquista del espacio afectaron de muchas maneras la forma de ver el mundo de las miles de  personas que alimentaban el crecimiento de las grandes ciudades. Muchas  de ellas  incluso habían  participado en las jornadas de colonización que ampliaron  las fronteras agrícolas en distintas direcciones, para  acabar  alimentando la periferia de las  capitales luego de que  fueran despojadas de las    parcelas  que , al hacerse productivas, representaban una tentación irresistible para los dueños del capital.


En el ámbito literario, asistimos a la irrupción del llamado boom  latinoamericano, fenómeno  ilustrado con profusión de detalles. Entre la nutrida lista de autores de esos días figura  Albalucía Angel, una escritora  nacida en Pereira a quien su condición de andariega  ha llevado varias veces a darle la vuelta al mundo. Entre su rica producción narrativa, para el  caso que nos ocupa merece especial atención la novela Estaba la pájara pinta Sentada en el verde limón, una historia  ambientada en la Colombia y la Pereira de  los tiempos de la guerra entre liberales y conservadores. Más allá de la atrevida propuesta  novelística-  que algunos no dudaron en calificar de experimental- resulta significativo como la autora recrea el mundo, su mundo particular  rescatando las palabras y giros lingüísticos propios del universo de su infancia. Esa infancia transcurrida entre  familias que, al igual que muchos integrantes de las élites locales de ese entonces, creían  haber accedido a  la modernidad y se sentían ilustradas porque viajaban a Europa en barcos transoceánicos y regresaban con pianos, lámparas de Murano y vestidos  a la usanza de París  que marcaban su diferencia con el resto de la población habitada por zambos y mulatos. Esos privilegios fueron posibles  gracias a la acumulación de capital generada por la producción de café, que en el ámbito urbano se tradujo en un conglomerado comercial constituido en esencia por almacenes de telas y tiendas de alimentos. Pero de repente, esa especie  de  pequeño paraíso de lujos y  exclusiones saltó en pedazos como consecuencia de una violencia  partidista que era en realidad la expresión visible de las viejas y siempre renovadas pugnas por  el monopolio de la tierra. Por eso podemos decir que estaba la pájara pinta sentada en el verde limón cuando las ínfulas de prosperidad se derrumbaron en medio de las muchas formas que los colombianos hemos acuñado  para reimplantar la barbarie. Una vez, más se truncaba el mito de la pujanza y el progreso sin límites: seguíamos siendo buenos salvajes dispuestos a descuartizarnos ante el menor síntoma de desavenencia.

III




 Mucho tiempo después.

Décadas después de escrita y publicada  El río corre hacia atrás, el  ensayista y narrador risaraldense  Rigoberto Gil Montoya le  apuntará a la  invención de otra épica en un  paisaje  no menos hostil, aunque el escenario  ya no serán las montañas si  no el cemento y el bullicio urbano. Los  protagonistas bien podrían ser los descendientes d e esos hombres    y mujeres que un siglo antes atravesaron los caminos del Quindío buscando un lugar  para fundar su propia tierra prometida. La  novela en cuestión lleva el título de   Perros de Paja, en un explícito reconocimiento  a la influencia del cine en su ya rica producción literaria. Una  mujer llega hasta las calles sinuosas del barrio San Judas  con la idea de hacer  un registro fotográfico de la peripecia vital de sus habitantes, que durante todo el tiempo tendrá como contrapunto la referencia a   Perros de paja, película  dirigida por Sam  Pekinpah, considerado por muchos como el sumo sacerdote de la violencia cinematográfica. Desde ese momento  resulta claro que la  relación textual no es  un simple  truco narrativo :  de hecho hay demasiados elementos comunes entre la obra del director norteamericano y esos personajes  duros y  ásperos  que cada día se juegan el  pellejo en medio de un  laberinto configurado en varios sentidos como  una ciudad aparte.
San  Judas es,  si se quiere, la contracara de ese universo  de “ allá arriba” : la otra ciudad que se postula como una réplica de las bondades  de la modernidad  y la globalización  reducidas a  la capacidad para el derroche  y el consumo. A este lado del mundo o, mejor dicho “ aquí abajo” malviven los que se quedaron por fuera del pastel y amasan entonces su destino con una mezcla de rabia y frustración  que, como en todos los lugares de la periferia, no tardará en encontrar en  los reinos de la trampa  y el delito la única posibilidad de redención, como si las utopías de igualdad y justicia soñadas por los jóvenes  de dos generaciones atrás solo fueran alcanzables por el camino de la transgresión   de la ley ,mas no por el de la revolución política, como se soñó alguna vez.
Especialmente atraído por ese tipo de marginalidad y de exclusión que es hija natural de las injusticias sociales y económicas el  escritor crea su propia  gesta de malandrines que por momentos recuerdan el compendio  atrabiliario y barriobajero de las novelas del argentino  Roberto Arlt, ese cronista de la otra cara de una Buenos Aires  encandilada por el brillo de oropel de una burguesía  confeccionada a la medida de la metrópolis. Sin embargo, el reto de Gil Montoya va más allá, pues el suyo es un intento por darle categoría estética   y existencial  a unos tipos humanos apenas reconocidos por las secciones judiciales de los periódicos.  Es  por eso que elige el cine  y no otro género como punto de inflexión.   Después de todo, el llamado arte del siglo XX fue desde un comienzo el escenario natural para la recreación de esas vidas cultivadas en la sombra, que estallan de repente como materialización de  las ambiciones y miserias de una sociedad. De Dillinger  a Bonnie and  Clyde  y de  Bugsy Siegel a los amos latinos del crimen  en la Nueva  York contemporánea, el cine  sigue alimentando su propia saga de aventureros y arribistas, auténticos como nadie en la desmesura de sus  ambiciones.


Por las 164 páginas   de esta novela breve e intensa se pasean, además de esa inquietante muchacha cuyo verdadero nombre solo conoceremos al final, personajes tan  duros  y tiernos a la vez como Coringa, Cantinflas, Carrroñato y  Carecrimen,  hijos del asfalto y la necesidad  cuyos apodos denuncian la esencia misma de su condición. Con un manejo de las técnicas narrativas que es  por momentos parodia de los formatos periodísticos, el narrador explora los códigos culturales propios  de la sociedad de masas, al tiempo que invita a echar una mirada al fondo de esas almas roídas por  el desasosiego y poseídas por la certeza de que la muerte siempre acecha a la  vuelta de la  esquina y bien puede habitar en los ojos de una muchacha que baila como ninguna en las discotecas del centro  de la ciudad.
Pero hay más, claro. Porque los personajes de Gil Montoya, al igual que los de  Baena Hoyos y Albalucía Ángel, van por  el mundo en pos de  unas quimeras  que a ratos se hacen carne viva y palpitante bajo las faldas de una mujer. Debe ser eso lo que los hermana: la sospecha del amor y la inminencia de la muerte como telón de fondo de unas historias que tienen más en común de lo que puede parecer a primera vista. Al fin y al cabo las tres son un  intento de aproximarse al alma de un puñado de hombres en tránsito.