jueves, 30 de octubre de 2014

Vuelve McCarthy





Leo y escucho la noticia de manera reiterada: la Asociación Estadounidense de Biliotecas insiste en que, atendiendo a reparos de los padres,  se tengan en cuenta sus recomendaciones sobre libros  que no deberían ser leídos por los niños y  jóvenes consultantes. Es más: la asociación elabora cada año, desde 1982, un listado de  obras de dudosa reputación entre las que se cuentan desde libros de consumo hasta clásicos como El guardián entre el centeno,  Las uvas de la ira, Beloved, Ulises o  El gran Gatsby.
Algunas de las razones son, si no justificables, al menos predecibles: sexo explícito, violencia, lenguaje vulgar y pobreza, aunque siempre queda abierta  la pregunta acerca de quiénes y bajo qué criterios delimitan esos conceptos. Pero hay algo todavía más inquietante: entre los argumentos esgrimidos por los gestores de la propuesta figura  “la posibilidad de que  la lectura de esos libros lleve a niños y jóvenes a contradecir las creencias religiosas y políticas de sus padres”.

En este último punto las cosas  pasan de castaño a oscuro: disfrazada de la preocupación porque un libro determinado pueda “herir la sensibilidad del lector”, según  las expresión al uso, se esconde un viejo propósito del poder en  todas sus manifestaciones: cercenar  de raíz cualquier posibilidad de  disidencia.
Más grave todavía resulta que la idea  se propague desde un país en  cuya  Constitución Política se consagra desde la primera enmienda el derecho de  acceso a la información y el conocimiento para todos los ciudadanos.
Guardadas proporciones de tiempo, lugar y método, resulta ineludible  evocar la  figura del Index,  o lista de aquellas publicaciones que la iglesia consideraba peligrosas para sus fieles. En ese  catálogo se mezclaban de forma indiscriminada manuales de brujería con la obra de grandes pensadores, científicos  y escritores del talante de Descartes, Copérnico, Rousseau, Rabelais  o Victor Hugo. El engendro  fue uno de los resultados del Concilio de Trento, firmado por el papa Pío IV el 24  de marzo de 1564.

Guardadas proporciones. Porque en el fondo se trata de la misma corriente  que a lo largo de los siglos ha intentado neutralizar la libertad de pensamiento o al menos reducirla a la mínima expresión. A mediados del siglo XX tuvo una de sus encarnaciones en el senador  republicano Joseph Mc Carthy, empeñado en ver una  conspiración comunista en cualquier forma de disidencia.  Décadas más tarde, el  enemigo mutaría  del comunismo al  terrorismo y tendría en gente como  Ronald Reagan y la familia Bush a algunos de sus más conspicuos voceros.


En  muchos sentidos esa forma  de censura es heredera de una corriente  surgida de las culpas coloniales y empeñada en no llamar las cosas por el nombre.  En su lógica a  las anomalías de la realidad no se responde con soluciones sino con asepsia y mordazas.  Así, si el sexo banalizado, la violencia y la pobreza reinan en el mundo, la salida es pedirles a los escritores que no se ocupen  de asuntos tan escabrosos. Si desobedecen, entonces habrá que impedirles a los potenciales  lectores el acceso a sus obras. En cualquiera de los casos tendremos un mundo mutilado y vaciado de sentido.
Si esas prácticas surgieran en un régimen totalitario no provocarían tanto asombro. Pero viniendo de una nación que, como los Estados Unidos, se promociona a sí misma como paladín de la democracia, no se puede menos que pensar  en el sentido último de aquél viejo proverbio: “Dime de qué presumes y te diré que te hace falta”.

jueves, 23 de octubre de 2014

Esos viejos rollos



                                                     Fotografía :  Yadith Ávila

Fernaín Hernández, el último sobreviviente de los viejos proyeccionistas de cine, cuenta una anécdota deliciosa. En alguna ocasión le tocó  proyectar una película para un colegio  religioso en el teatro de su pueblo natal. La escogida por las monjas rectoras fue Superman, que por esos días batía todas las marcas de taquilla. El teatro se  llenó de adolescentes  y la función empezó, pero no duró más de un minuto: el tiempo que necesitó Fernaín  para descubrir que, en efecto, se trataba de Superman pero... en versión  porno. De inmediato las monjas se lanzaron hacia la cabina y ordenaron  suspender la proyección,  indiferentes a la protesta de las muchachas, que ya empezaban a entusiasmarse.
Esas   cosas pasaban a menudo cuando los  teatros utilizaban los viejos proyectores de 35 milímetros, hoy en vía de extinción ante la avanzada de la tecnología digital.  Muchas veces los  funcionarios de las distribuidoras confundían el material y a un cinéfilo que empezaba  viendo las obsesivas imágenes de  Persona, de Ingmar Bergman, le tocaba conformarse con el final de  Zorba el Griego, pues así lo determinaban las prisas de los despachadores. Los rollos venían  numerados y para una persona encargada de remitir películas a todos los rincones del país era muy fácil  confundirlos. Otras veces acertaban el título y  el número preciso de rollos pero  enviaban  el material al lugar equivocado: mientras  en Santa Rosa de  Osos esperaban con ansia la cinta, esta llegaba puntual... pero a Santa Rosa de Cabal.


Podría escribirse una crónica completa sobre las aventuras y desventuras de esos viejos rollos.  En un retén ilegal de la guerrilla, a los muchachos del Cine Club Borges les robaron una copia de El mártir del  calvario, que esperaban pasar durante la Semana Santa en el Teatro de Comfamiliar. Ya me imagino a los hombres de Tirofijo, desconcertados ante la repentina  irrupción de lo religioso, encarnado en la figura de  Enrique Rambal, en un mundo tan descreído como  el suyo.  A lo mejor se trataba de algún mensaje del cielo que prefirieron ignorar.
Por la misma época,  cada vez que se sentían al borde de la  quiebra, los  responsables del Cine Club  Vamos Juntos proyectaban Nueve semanas  y media, el culebrón erótico de Kim Bassinger y  Mickey Rourke. Era lleno seguro: durante  una semana  los mirones hacíamos filas que le daban la vuelta a la manzana, hasta que la copia estuvo tan destrozada que los pezones de la estrella femenina se confundían con las fresas utilizadas por  el seductor Rourke para sus faenas sexuales.
El viejo Efraín, ya fallecido, fue durante muchos años proyeccionista del Teatro Caldas,  ubicado en la carrera  octava entre calles dieciocho y diecinueve de Pereira.  En la edificación contigua a la sala funcionaba una escuela de secretariado y  mecanografía en la que estudiaban muchas bellezas de la época. Pues bien, el hombre se las arregló para abrir  un portillo a través de la pared y entre rollo y rollo de la proyección hacía estragos en las muchachas que acababan seducidas  por el poder mágico del dueño de las imágenes.


Evoco estas cosas cuando el cine en 35  milímetros desaparece de las salas para ser reemplazado  por las mismas historias proyectadas desde un servidor digital.  Con los antiguos rollos se esfuma, por supuesto, la figura del hombre encargado de recibir las películas, revisarlas, proyectarlas y devolverlas al distribuidor. En medio de esa tarea pasaban muchas cosas: visitas femeninas furtivas, copas clandestinas y va uno a saber qué otras  aventuras. Porque la cabina de proyección era algo así como un territorio de  transgresiones vedado a  los mortales... o al menos a quienes  no pertenecían a la cofradía.
Algunos nostálgicos  todavía   se niegan a  aceptar esa realidad.  “Esas proyecciones digitales no son cine” me espetó a la cara un sesentón convertido en vocero de los cinéfagos  vieja guardia. Pero qué le  hacemos- le respondí-   Si ya pasaron los tiempos en que ir al cine era todo un rollo.

jueves, 16 de octubre de 2014

El armadillo ilustrado



                                                                 
                                                                               Para Juan Carlos Pérez
                                                              
Como todos los humanos mi vecino, el poeta Aranguren, huía de algo y se dirigía hacia algo cuando   llegó a Pereira en 1994, proveniente de  su   Santa Marta natal.
Al  finalizar el mundial de fútbol de Estados Unidos, que nos dejó para el recuerdo  un fracaso deportivo y un  deportista muerto, el hombre empacó  en su maleta  un par de pantalones de dril, las obras completas de Marcel  Proust, una provisión de ron blanco calculada para durar un año y un  paquete de marihuana Santa Marta Gold, con el que esperaba curarse sus nostalgias del mar Caribe.
Dice que tomó el volante de su Land Rover, que para entonces ya era viejo  y escapó de las que consideraba tres plagas exclusivas de la costa: los mafiosos, los turistas y las reinas de belleza... solo para encontrárselas multiplicadas en su tierra de acogida, porque bien sabemos que esos especímenes son legión, como los demonios del Antiguo Testamento.
Dejé para el final lo más importante: Aranguren viajó en compañía de Nicanor, un armadillo entonces niño que rescató a puñetazo limpio de las garras de unos gringos contrabandistas de animales. Lo alimentó con yucas, ahuyamas y plátanos que  a veces empapaba de dosis prudentes de ron blanco cuando necesitaba de su conversación silenciosa para aliviarse de los recuerdos del viento de la Sierra Nevada, lo único  que echaba de menos en su refugio de La  Gramínea, una vereda  situada a media hora del centro urbano de Pereira.


Conocí al poeta y a Nicanor en una de las mesas de la biblioteca pública Ramón Correa Mejía, cuando funcionaba en el edificio de la antigua estación del ferrocarril, a un costado del parque Olaya Herrera.
El primero leía en jornadas de tiempo completo las novelas de Robert Musil y James Joyce, los tratados de Mircea Eliade sobre historia de  las religiones y los poemas puros y diáfanos de Odysseas Elytis. El segundo dormitaba una siesta eterna escondido en una mochila arahuaca que, por alguna razón insondable, nunca fue requisada por los gendarmes encargados de cuidar la biblioteca. A  lo mejor admiraban la paciencia de ese animal capaz de  aguardar  horas y horas mientras su amigo leía con  una voracidad solo posible en los desesperados.
Una tarde de tragos, Aranguren me soltó de golpe el secreto que lo asaltaba en la alta noche: de tanto visitar la biblioteca, Nicanor llegó a ser  la única criatura viviente capaz de comprender la teoría de los números transfinitos, la misma que condujo a  la locura a su autor, un cruce entre místico, poeta y matemático llamado  Georg Cantor.


Traigo todo esto a la memoria porque, aparte de sabio, Nicanor resultó ser un armadillo longevo. Acaba  de morir  de viejo en su madriguera de La Gramínea.  Desolado y ebrio, el poeta  Aranguren golpeó a mi puerta a las tres de la madrugada para comunicarme la noticia.  Incontables mujeres pasaron  por su cama, pero solo  el armadillo permaneció en su sitio, inconmovible  ante  las protestas de algunas, que abandonaron a su dueño acusándolo de depravado , zoofílico y cosas peores.  Ustedes dispensarán, pero con su muerte, de manera inexplicable una parte de  mi vida también  acaba de despojarse de sentido y no me quedó otro remedio que sentarme a escribir esta elegía.

jueves, 9 de octubre de 2014

Contradanza del viento




 En una de las vertientes del frondoso libro La rama dorada, del escritor James George Frazer, se explora una  faceta del pensamiento mítico cara  al lenguaje poético: la de  las cosas que una vez estuvieron  juntas y al separarse  mantienen tal relación, que lo experimentado por una afecta a la otra.
Allí reside una de las claves de la gran poesía de todos los tiempos: en el propósito de restaurar un hilo roto para volver  al mundo como era en el instante primordial de su fundación. Por eso los códigos de la poesía y la religión se parecen tanto, incluso cuando los poetas  simulan ser apóstatas y a duras penas llegan a la blasfemia.
En su intento de recomponer ese hilo secreto que une todas las cosas del mundo el poeta apela a la metáfora, al símil, a la paráfrasis, es decir, a todo aquello que es una y muchas cosas a la vez.   El  escritor colombiano Gabriel Arturo Castro llama a esa aventura La caza invisible, título de su antología personal condensada en un  libro de 95 páginas, de  impecable edición y publicado por Común  Presencia Editores en su colección Los Conjurados.
Si la materia de toda gran poesía es el lenguaje del mito, Gabriel Arturo Castro aprovecha su condición de antropólogo para  tejer  una sucesión de imágenes bellas y terribles , dirigidas a dejarnos desnudos frente al espejo de nuestra  más pura condición. “Dios escupe insultos / y derrama lágrimas / entre las heces de un mundo perdido” nos dice  en uno de sus versos. Es imposible no evocar las imágenes del  Antiguo Testamento, cuando la pareja primordial es expulsada de un improbable paraíso , que es también el nuestro: el de los habitantes del siglo XXI  que vamos por la tierra  dando tumbos sin más consuelo que un puñado de palabras señuelos gastadas por el uso y el abuso : amor, libertad, perdón.


En esa búsqueda los mortales aprendemos a  a bailar  la contradanza del viento, una suerte de  santo y seña para comunicarnos con dioses  moribundos que nos espían  mientras “Un pedazo de aurora rueda por las cenizas del reloj”.
Esta última imagen nos remite a un viejo compañero de viaje : el tiempo, ese timador que lo promete todo, para roernos  después segundo a segundo hasta dejarnos inermes sobre “ la almohada de polvo de los muertos”, según la conocida cita del Werther de Goethe, ese  breve texto que en su momento llegó a ser algo así como un manual para desesperados.
Porque el el poeta es siempre alguien a la espera, al acecho de una recompensa   escamoteada una y otra vez: el antiguo  reino de la redención.  Por eso no es casual este título de  La caza  invisible. La presa está allí, sospechada y es preciso  atraparla a través de un tejido de palabras o se nos escapará para siempre en medio de “ La noche, tempestad de toros negros” en el lenguaje afilado y certero de Gabriel Arturo Castro.
El castigo para  tamaña osadía serán las  “ amargas moradas del exilio”.  El autor de La caza invisible nos lo recuerda  una y otra vez. A diferencia de los cultivadores de otros géneros, privilegiados por  una industria editorial  anclada en las dinámicas de la oferta y la demanda, el buen poeta sabe que todo aplauso es sospechoso, todo premio un malentendido. Su única y última  recompensa será el  azaroso aunque presentido  encuentro con un  lector remoto  y entrañable a la vez: el portador del otro fragmento del hilo sin el cual será imposible recomponer una vida rota por el utilitarismo y su creencia en un mundo unidimensional : el de la producción  material.


En  La rama dorada, Frazer evoca la leyenda prerromana del rey asesinado ritualmente por su sucesor. En las páginas de  su antología personal Gabriel Arturo Castro sugiere algo  parecido: solo alimentándose de  sus predecesores la gran poesía puede repetir el milagro de permitirnos ver el mundo  como una totalidad en la que las palabras hacen las veces de sortilegio para asomarnos a sus misterios esenciales, porque “ La vida es antigua y redonda, agua inclinada que se rehace y traspone el idioma, el jeroglífico, el cerrojo...”.