lunes, 14 de julio de 2025

Ensayo a las tres

 




Al final de una entrevista para la televisión el interlocutor le preguntó a Al Pacino:

Llegada la hora de su muerte ¿Qué palabras esperaría de Dios a modo de saludo?

La respuesta del genial actor italoamericano no se hizo esperar:

 Esperaría que el buen Dios me dijera: mañana tenemos ensayo a las tres.

De ese tamaño es su devoción por el teatro y, sobre todo, por la obra entera de Shakespeare; una pasión que ya en la escuela secundaria lo llevó a interpretar papeles en los que empezaba a vislumbrarse ese talante obsesivo que, con el paso de los años, se convirtió en su seña de identidad.

Hijo de una familia de clase obrera, Alfredo James Pacino nació en el sur del Bronx el 25 de abril de 1940 en el vórtice mismo de la Segunda Guerra Mundial, de modo que conoció muy temprano la dureza de la vida. De esa atmósfera aprendió un sentido de la lucha y la solidaridad que ya no lo abandonó nunca y que vació en cada uno de sus personajes. Una muestra de ello es la película Dog Day Afternoon (Tarde de Perros) una producción de 1975 sobre el asalto a un banco, dirigida por Sidney Lumet, en la que Pacino actúa junto a su amigo John Cazale. El guion está construido sobre una noticia que los medios de la época transmitieron en directo, inaugurando en muchos sentidos el negocio de la información como producto de consumo masivo.




Pudo haber sido otro asalto más… a no ser porque al final Leon Shermer, amante de Sonny (Al Pacino) llega y cuenta que Sonny es padre de dos hijos y que se ha separado de su esposa Angie. El robo tiene como finalidad pagar la cirugía de cambio de sexo de Leon. La historia era audaz, aun para esos días convulsionados por los estertores de los sesenta y Pacino la asumió con un respeto y una intensidad que de inmediato le valió la atención de directores proclives a construir personajes inadaptados y siempre a punto de lanzarse al abismo. Mejor dicho, hechos a la medida de un actor desgarrado entre la fama, la soledad y un escepticismo a toda prueba que lo puso a salvo del sistema de estrellato sobre el que se sustentan los valores de Hollywood. Ese desarraigo expresado en su concepción del mundo y de la actuación de cierto modo marcó el rumbo de otros actores de origen italiano como Robert de Niro y Joe Pesci.

Claro, antes de Dog Day Afternoon estuvo la primera parte de la saga de El Padrino, dirigida por un Francis Ford Coppola en estado de gracia y con la presencia de otro actor moviéndose siempre al filo de la cornisa: Marlon Brando, que con su formación en la escuela del Actors Studio alumbró en buena medida el camino de Al Pacino.




Ese camino remite a los días cuando, sin trabajo y muchas veces durmiendo en las calles, Al Pacino se formó como actor, primero en el HB Studio y luego en el Actors Studio, con sus reputadas técnicas de actuación conocidas como El Método. Ese recorrido paciente y tortuoso le abrió las puertas para actuaciones tempranas en Broadway que poco a poco atrajeron la atención de algunos representantes de la industria del cine. Fue por esos días cuando Francis Ford Coppola, director también de origen italiano, tuvo las primeras noticias sobre el que después se convertiría en uno de sus actores fetiche. En 1971 Pacino actuó en el drama The Panic in Needle Park, donde encarnó a un adicto a la heroína.  Y ahí se produjo el gran salto:  el estreno de El Padrino I en 1972 fue el comienzo de una carrera marcada por momentos de angustia y depresión que lo condujeron a su adicción al alcohol, hasta que el director Brian de Palma- también de ascendencia italiana, cómo no- lo llamó para que interpretara el papel del mafioso Tony Montana en su muy personal versión de la ya clásica Scarface  (Howard Hawks, 1932).

El Scarface (1983) de Brian de Palma reveló a un Al Pacino en la plenitud de su madurez. Sobrio, intenso, hasta en los momentos más brutales de la película es capaz de mantener una fría y calculada calma que recuerda al Marlon Brando de sus mejores tiempos. Y eso lo vuelve más terrible: la suya no es una violencia animal, sino una furia en la que subyace el indignado reclamo de quien se sabe señalado por una sociedad de doble moral. ¡Mirénme, señálenme con el dedo, soy el malo y ustedes son los buenos! Les grita en la cara a los ricos parroquianos de un restaurante, paralizados ante semejante andanada.

Con Tony Montana, Al Pacino a lo mejor allanaba el camino para lo que sería el gran tributo a su maestro Shakespeare: En Busca de Ricardo III (1996), una película que entremezcla el documental y la ficción para mostrarnos las facetas de ese hombre jorobado y resentido que fue rey de Inglaterra durante dos años a finales del siglo XV . Por momentos uno siente que el Tony Montana de Scarface es la personificación de ese Ricardo III que en la película acaba apoderado- en el sentido literal- del espíritu de Pacino. Era su mejor manera de rendir homenaje a la vida y obra de quien consideraba el más grande entre los grandes. No sé quién soy, si Al Pacino, Shakespeare o Ricardo III, confiesa el protagonista al final de la película, abrumado por tantos siglos que pesan sobre sus hombros.




En 1993 Al Pacino recibió el Oscar por su actuación en la película Perfume de Mujer, dirigida por Martin Brest. En ella interpreta al coronel Frank Slide, un hombre ciego que ensaya nuevas maneras de descubrir y disfrutar la vida. En la ceremonia de entrega del premio, Pacino no desperdició la oportunidad de lanzar sus dardos contra la corrección política reinante. Después de tantas películas y roles, tuve que interpretar el papel de ciego para hacerme   merecedor del premio, sentenció y   casi nadie captó o no   quiso captar la ironía en medio de la salva de aplausos. Es el mismo tono del personaje que en El abogado del Diablo sentencia: Nosotros castigamos con la bondad. Así es este hombre que a los ochenta y cinco años sigue siendo fiel a sí mismo:  solitario, amargo, escéptico, cínico y talentoso hasta la genialidad.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:

https://www.youtube.com/watch?v=F2zTd_YwTvo

 

martes, 1 de julio de 2025

Atila : la paciencia es virtud asiática

 

 


                                                               
La vida sin lenguaje es deportada.

                                                                         Aliocha Coll

 


El Portón sin puerta es el título de una selección de koanes, esa forma oriental de conocimiento hermana de la gran poesía que tanto impresionó a Ludwig Wittgenstein. Su autor es el maestro chino Wu-men Hui-hai (1183-1260), quien sugirió que el mundo solo puede ser aprehendido a través del lenguaje de la poesía. Vistas así, las metáforas son las únicas capaces de salvar el abismo entre las palabras y las cosas. La intuición bíblica del verbo hecho carne cobra entonces su pleno significado.

Los grandes poetas de todos los tiempos han consagrado su vida a buscar la palabra precisa, que es otra forma del silencio, y han tenido que sortear las tentaciones del sinónimo- no existen dos vocablos que signifiquen exactamente lo mismo- en su intento casi siempre frustrado de aproximarse a lo que, a falta de un nombre mejor, decidimos llamar la realidad.

Esa realidad no es, por supuesto, la de la ciencia y su expresión más prosaica, la técnica. Es un más allá de todo, una inasible línea de sombra que vela el mundo y lo pone lejos de nuestro alcance. En esa línea somos fantasmas que se mueven sobre la cuerda floja de su propio no ser y ensayan señales luminosas   a los otros fantasmas que van y vienen en todas direcciones. El poeta avizora esa línea pero no puede trascenderla: una vida entera no basta para ello, pero otros poetas lo siguen intentando.

Uno de esos intentos lleva el título de Atila, obra inclasificable del escritor español Aliocha Coll (Madrid, 1948- París, 1990).  Mientras trabajaba en ella, el autor anunció que una vez terminada su vida carecería de sentido. Y así fue: se suicidó en París el 15 de noviembre de 1990, cuando contaba apenas cuarenta y dos años de edad.

Esas cuatro décadas le bastaron para intentarlo por todos los medios. Vitam Venturi Saeculi, Imaginarias y El hilo de seda son los títulos de esos intentos en los que, atendiendo acaso la sugerencia de Wu-men Hui-hai, llevó el lenguaje a sus extremos, haciendo de la lectura de su obra un ejercicio difícil cuya recompensa son algunos momentos de iluminación.  Para eso debemos tener presente que la paciencia es una virtud asiática.

Empecemos la andadura con un fragmento de Atila:

 El valle sudaba luz. Las parcelas jugaban a la gallina ciega con dos pañuelos. El viento de poniente se asomaba a las copas y éstas, cediéndole un poco, derramaban algo de su frondosidad. Pero el aura despabilaba las de aquellos árboles que ardieron en verano. Unos cerezos parecían al unísono en flor y en fruto, y la flor y el fruto parecían remendar los cerezos agrumándose la una sin el otro. La ladera se puso, de rodillas, frontera. Temblones eolios cubrían lúbricamente sus choquezuelas. Y la muelle lumbre hacía lentejuelas en esos flecos, que corrían en fila india y va y ven. La tierra empanada y caliente se daba al azogue, que desnudo crecía por entre ella como dos ríos geminados y antígonos. Oriente asediaba con rombos escuadrones de surcos baldíos y liños de abedules. Dos alquerías desterraban destellos de entierros estrellados. Árboles montaraces preferían las cañadas a los caminos, mientras que un tándem de almendros saltaba el lecho de cuenca. Hordas de encinares contemplaban en ajena visión esos suelos más luminosos que cumbres, aireados más que cráteres. Así cercado el valle geórgico despedía enlaces como un ojo de hombre en el cabello de mujer. Y por el puerto más alto bajaba exangüe el cielo a pordiosearle indolencia al granito.

En ese párrafo el autor nos entrega las claves para una lectura lúcida y gozosa. De momento, debemos dejar de lado los viejos manuales   que hablan de argumento, nudo y desenlace como sustentos de la ficción.  Y por el puerto más alto bajaba exangüe el cielo a pordiosearle indolencia al granito. Así de simple: estamos ante una propuesta literaria soportada sobre poemas en prosa y aforismos que todo el tiempo alumbran el camino del lector.

Pero en Atila también hay una historia. La historia de amor entre Ipsibidimidiata, hija de Roma, y Quijote, hijo de Atila, sobre cuya unión se funda una esperanza: la de preservar el legado vital de un Imperio Romano en pleno declive, sitiado por unos bárbaros que en realidad son los llamados a recoger el acervo cultural y vital de un pueblo necesitado de sangre nueva. Lejos del estereotipo del destructor, Atila es en realidad un guerrero lúcido que se sabe destinado a hacer suyo lo construido por Roma a lo largo de los siglos. De ahí su declaración de principios: “ Es la  esperanza lo que conserva la vida, no el miedo”.  Acto seguido, amonesta a su pueblo: “Sin salir a no puedes salir de”, para cerrar declarando: “ El miedo se ríe del que lo padece”.




Bajo esa perspectiva, Atila es también una crónica. El relato de hombres y pueblos enfrentados a su disolución, mientras en ese tránsito intentan resolver el acertijo del propio destino. Ese acertijo está consignado en la pregunta: “¿Por qué la vida de un hombre era a la crónica de la historia lo que la vida de un día era a la crónica de su longevidad?”.

A la luz de esa pregunta comprendemos el primer párrafo del libro donde, al modo de una obra de teatro, se nos presenta a los personajes de una puesta en escena sin principio ni fin.

Laocoonte

 

Así abortó la misogénesis.

De los treinta mil cruzados niños que en 1312 salieron en busca de un taxidermista.

De la estepa de tan extensa comba más que las montañas que la circundan. De tan intensa cuenca más que los valles que circundan las montañas.

De una comedia, que empezaba así:

SALOMON

 

personajes

 

ESPECTRO DE ABSALON

HIJO PUTA MUERTO

HIJO PUTA VIVO

MALA PUTA

BUENA PUTA

SALOMON

REINA DE SABA

 

Esos personajes, o más bien espectros, como corresponde a una de las etimologías de la palabra persona, abren de par en par las puertas a la risa que, bien lo sabemos, es el remedio para quienes se toman en serio sus propias neurosis, sus patéticos intentos de sentirse vivos, llámense amor, gloria, poder.

No se tomen demasiado en serio esta historia, nos recuerda el narrador- poeta-filósofo a cada vuelta de página. La vida es demasiado breve para tomarse las cosas a pecho. Eso explica la idea que atraviesa el relato: “En el fondo de la Caja de Pandora alienta la esperanza”, lo que conduce al conocido Carpe Diem de los amados romanos, que a su vez lo tomaron, como casi todo, de los etruscos.




En todas las grandes obras literarias subyace una sospecha: “La memoria siempre huye hacia la infancia”, según sentencia el narrador de Atila. Todos los atajos conducen a ese reino perdido que a nivel de los pueblos tomó forma en la idea de una Edad Dorada, de un Xanadú, de un Paraíso terrenal que se aleja cuando lo creemos al alcance de la mano, porque no está fuera sino dentro de nosotros mismos.

Y en la infancia anida ya la muerte que se arropa a sí misma y nos envuelve en su espiral que siembra a su paso una sospecha: “Como si también la muerte fuese una cuestión de lenguaje, una parapalabra surgida antes de la primera sílaba, de la primera sílaba con vocal, una cuestión de otra oralidad, puesta antes que cada cual se salga con la suya”.

Ahí está la cuestión: ni siquiera en la muerte podemos salir del lenguaje, porque no es punto de llegada sino de partida y vuelta a llegar: la metáfora perfecta de la  eternidad. Como sucede a todo lo largo del relato, el poeta convierte esa idea en pregunta, que es la única manera de deshacerse de las certezas: “¿O qué pega el culo de la esperanza al fondo de la caja que resuena al fondo de la bodega de cada poema?”

El poema como caja de resonancia de lo inefable. El aforismo en tanto síntesis de lo infinito, esa especie de “rincón sin esquina” por donde se cuela el mundo mientras “El sol de Capricornio despuntaba en el horizonte como un delfín cansado, con el ocio de una mañana de domingo, más desidioso que ditirámbico “.

Con hilos así de finos está tejida la urdimbre de Atila, historia infinita que conduce a todas partes y a ninguna. A los mitos griegos y la vieja Roma, a la tragedia y la comedia clásicas. Y, sobre todo, a los laberintos del lenguaje donde escritor y lector son a la vez Ariadna, Teseo y el Minotauro. Echemos un vistazo a ese laberinto:

 

 Entretanto habían llegado más batidores de vanguardia, refiriendo sombras flotantes en un cielo raso, sombras absolutas, criptofanías de la luz pasada por un sacabocados, carros sin caballos que cruzaban calles y atravesaban fachadas taladrando las ciudades de parte a parte, aves sin plumas poniendo estridentes huevos en picado que hundían terrazas y tejados, una gota de sol, no, la gota de una ausencia en el sol que caía sobre una ciudad nebulizándola y anublándosela, los campos de Europa cubiertos de sus campesinos despanzurrados por ciudadanos y desentrañados por liebres, masas rojas de hombres combustibles envueltos en una película verde de hombres comburentes, pero esos colores han de entenderse como pertenecientes al espectro de una luz negra, masas esféricas que se hacían más y más conoides de modo que todos los hombres eran combustibles y comburentes de otros hombres y cada uno quería ser más comburente que combustible pero resultaba que la combustibilidad social prevalecía sobre la comburencia individual en cada uno, prevalencia que implosionaba la humanidad a menos de menos, conos en concierto de cúspides y en conflicto de bases, en concierto de diferencias y en conflicto de semejanzas, desalmados de identidad generatriz.




En esa sucesión de imágenes espacio y tiempo se hacen uno solo, como lo sugieren las intuiciones de la física cuántica. Solo así se comprende la visión del  sabio chino: la metáfora es lo único capaz de suspender por un instante- aunque sea por un instante- la certeza de la entropía y la disolución. El poeta – y Aliocha Coll lo es en grado sumo- se asoma a ese abismo donde la eternidad fulgura en medio de su noche diurna para regresar a contarnos el espanto de imaginar que existimos como la pesadilla de un alguien a quien soñamos y que bien puede ser Atila.


PDT les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

https://www.youtube.com/watch?v=heZvEmLvN04&t=40s

viernes, 6 de junio de 2025

En el país de Babel

 








En su ya clásico libro Después de Babel el escritor George Steiner arriesga un  viaje de ida y vuelta en procura de desentrañar algunas claves del arte de traducir obras literarias. En su recorrido formula preguntas a todas las fuentes posibles: la lingüística, la filología, la historia, las literaturas de la antigüedad y, por supuesto, el habla popular.

Cuando tiene algo parecido a una suma de respuestas lanza la pregunta más inquietante de todas: ¿Qué traduce realmente el traductor? Acto seguido, esboza otra todavía más perturbadora: ¿Es posible realmente la traducción? Cuando hoy leemos La  Ilíada en inglés, español, francés, alemán, ruso, mandarín o cualquier otro idioma ¿Leemos en efecto a Homero o estamos ante una multiplicidad de ficciones surgidas en el juego especular planteado por el traductor?

Algo semejante sucede con la lectura de los textos de Historia: en últimas nunca sabremos si el Julio César, el Alejandro, el Napoleón o el Bolívar que hallamos en la página impresa existieron alguna vez tal como nos los pintan los expertos o son el resultado de una urdimbre de rumores, textos no siempre fidedignos, testimonios muchas veces amañados, manipulaciones y, todavía más, los cambios  introducidos  por quien lee desde sus propios prejuicios y juegos de intereses.

Esas inquietudes y muchas otras le surgen  en algún momento  al lector de En el país de la magia y otras traducciones, de Eduardo López Jaramillo, segunda publicación del sello editorial Destiempo, una idea liderada por el investigador, poeta y gestor cultural Mauricio Ramírez.

La deuda del escritor Eduardo López Jaramillo (1947-2003) con la gran tradición literaria universal es de sobra conocida: sus lecturas de griegos y latinos, de los  maestros franceses, rusos, ingleses, así como de la poesía que va de Píndaro a Constantin Cavafys,  se transparentan en su legado de poemas, cuentos, novelas y ensayos que  forman ya parte de nuestro patrimonio cultural.

En su ya mencionado libro, G. Steiner recuerda que, simplificando las cosas, los traductores han tomado uno de estos dos caminos: la traducción literal, en la que se intenta trasplantar una lengua a otra palabra por palabra, con el riesgo que eso implica para el ritmo, los juegos de silencios y las evocaciones, en el entendido de que ni siquiera en un mismo idioma dos palabras significan exactamente lo mismo. Dicho de otra forma: el  traductor puede  verse enfrentado a la aporía planteada por el talante infranqueable del sinónimo.

La otra vía es la llamada traducción libre. En ésta, el traductor intenta una versión que, salvando los escollos de la literalidad, le entregue al lector la esencia o el espíritu de la obra  original, facilitando de esa manera  su viaje al universo  interior del autor enfrentado a los retos de su vida personal y a las particularidades de su tiempo. Virgilio en el exilio puede ser un buen ejemplo: una traducción literal corre el albur de desconectarnos del estado de ánimo de quien una vez gozó de privilegios otorgados por el poder, para ser despojado de ellos una vez cambió el curso de los vientos.




 Frente las disyuntivas de la vida- y la traducción hace parte de ellas- Aristóteles  sugería el término medio, la búsqueda del equilibrio entre fuerzas encontradas. A juzgar por lo leído en la selección de Editorial Destiempo, este fue el camino elegido por Eduardo López Jaramillo al asumir con todo el rigor su papel de traductor ( aunque es mejor adoptar el sentido del vocablo anglosajón translate).   Esa es la intención que alienta en sus versiones de Guillaume Apollinaire ( cinco poemas), Ezra Pound (tres poemas), Jacques Prevért (tres poemas) Henri Michaux (uno) y Constantin Kavafys (cuatro poemas).

En el país de la magia, de Henri Michaux, le da título a esta selección de traducciones. Una visita a los primeros versos permite hacerse a una idea sobre las intenciones del traductor:

Vemos la jaula, escuchamos aletear. Percibimos

el ruido indiscutible del pico afilándose contra

los barrotes.  Pero nada de pájaros.

 Nada de pájaros. De inmediato, el lector se siente trasladado al misterio no desvelado  y apenas sospechado por el traductor.   El espíritu de Michaux sigue intacto y el  visitante ha ganado una de esas revelaciones que solo puede prodigar la gran poesía. Por esa vía, comprueba además que, tal como sucedió con sus poemas, cuentos, ensayos y su novela Memorias de la Casa de Sade, López Jaramillo consiguió  sobrevivir a los riesgos planteados  por Steiner en Después de Babel para llegar a salvo  a esa otra orilla donde el poema alumbra sin perder su carácter inefable.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:

https://www.youtube.com/watch?v=eUtCC5VPwBs

 

 

 

 

 

lunes, 2 de junio de 2025

Julio cuando era Julio

 

                                           Julio César González



Por alguna razón, el chico se sentía atraído por dos imágenes: la primera era una portada de la revista deportiva argentina El Gráfico, donde Osvaldo Zubeldía, legendario entrenador de Estudiantes de la Plata y del Atlético Nacional, abrazaba a su pupilo Carlos Salvador Bilardo, más tarde entrenador del Deportivo Cali, la Selección Colombia y la Argentina campeona de México 86.

La segunda era la carátula de Wish You Were Here, el álbum de Pink Floyd publicado en 1975, donde los músicos rinden tributo a Syd Barret,  el brillante compañero que se extravió en las montañas de la locura y a quien  apodaban así: el diamante loco. En el diseño, dos manos mecánicas se estrechan con un fragmento de mar al fondo.

Fue hace casi medio siglo. El niño se llamaba Julio César González, hijo de Alicia y Ovidio, zapateros de profesión que regentaban un taller y un almacén llamado Calzado Bianchi, en tributo a  Cochise Rodriguez, el legendario ciclista colombiano convencido por el italiano  Felice Gimondi de militar en su escuadra, la Bianchi Campagnolo.

Supongo que al Julio de entonces le llamaba la atención el contenido afectuoso de ambas imágenes, sin importar que en un caso se tratara de seres humanos y en el otro de artilugios mecánicos.

 Recuerdo que cuando puse a sonar Shine on you crazy diamond en mi rudimentario equipo de reproducción el muchacho abrió la boca como si quisiera tragarse el sonido, tanto fue el impacto de  ese juego de sintetizadores sirviendo de fondo a la guitarra de David Gilmour y  la voz de Roger Waters acompañadas de un coro de mujeres. El hechizo del rock había hecho presa del todavía no adolescente Julio César.




A partir de ese momento empezó   a irrumpir en mi cuarto cuando la curiosidad lo aguijoneaba, armado siempre de una lista de preguntas. Para la época Colombia contaba con dos canales de televisión donde casi nunca se transmitían partidos de fútbol en directo. El Gráfico y sus   muy bien logradas portadas, para no hablar del talento literario de sus cronistas era lo más parecido a la virtualidad. Así que Julio se sentaba a hojear las revistas mientras preguntaba por las destrezas de  los jugadores ¿Y este es bueno para qué? indagaba, levantando la mirada de la página. Era mi turno entonces.  Gatti es un arquerazo medio loco. Maglioni es un tipo que una vez hizo tres goles en un minuto y cincuenta segundos. Bochini es un mago repartiendo balones desde el medio campo. Un día, atraído por la figura de un melenudo con las medias abajo en medio de un aguacero me preguntó por su nombre. Cuando le dije que lo apodaban “El borracho” González corrió escaleras abajo a contarles a sus padres y  a sus hermanos menores que tenían un pariente famoso en un lugar llamado Argentina.

Mientras saciaba su sed de historias futboleras se acrecentaba su interés por el rock. Examinaba las carátulas por ambos lados y se sumía en hondas cavilaciones antes de solicitar canciones que escogía al azar. Va uno a saber qué imágenes y qué emociones desencadenaban en su espíritu los nombres de bandas como Deep Purple, Black Sabbath y Led Zeppelin o títulos de canciones del talante de Smoke on the water,  Children of the grave o Dazed  and confused.

Era inevitable que sus padres empezaran a recelar de la naturaleza y el móvil de sus excursiones, pero, sobre todo, de la catadura moral de su anfitrión, al fin y al cabo un tipo de dieciocho años, melenudo, lector de autores sospechosos de herejía y sospechoso él mismo de meterse un pucho de marihuana cada vez que la situación lo ameritaba… y casi siempre lo ameritaba.

De modo que las expediciones se le volvieron clandestinas y, por lo tanto, más excitantes. Vigilaba las ausencias de Ovidio y Alicia, y cuando se cercioraba de que se encontraban a buen recaudo, emprendía la carrera   escaleras arriba, pues compartíamos una casa de bahareque en la calle de los zapateros, en la carrera octava con calles once y doce de Pereira.  Por lo demás, teníamos un vecindario ilustre: Helmer Agudelo, reducidor, El mocho Sierra y su esposa Bernarda, proxenetas, Carlos Cortés, incendiario reincidente y otras joyas así.


                                                      Ovidio con Julio y Diego

Pero no solo de rock vive el hombre. En una de sus pesquisas, el pequeño explorador descubrió  Mediterráneo, el álbum que  hizo célebre a Joan Manuel Serrat  en el mundo de habla hispana y fue amor a primera vista. Con inusitada precocidad memorizó las letras y eso le sirvió, pasados los años, para convertir a sus hermanos Diego, Mauricio y Carlos Andrés, en fervorosos seguidores del cancionero del poeta catalán. De la misma manera, empezó a interesarse por los títulos de mi pequeña colección de libros, entre los que destacaban obras de Herman Hesse, Albert Camus, Ernesto Sabato y un norteamericano que por entonces me desvelaba: William Saroyan.

Hay personas en este mundo destinadas a abrirnos puertas y ventanas hacia otras dimensiones de la vida. Si Julio descubrió algunas de ellas hurgando entre mis revistas y vinilos, otras personas queridas hicieron lo propio conmigo. Miriam, profesora de música en el colegio Deogracias Cardona, me desveló el universo poético de Serrat, y con él, las generaciones de poetas del 98 y el 27, aparte de mostrarme el Sergeant Peppers´de los Beatles. Por su lado, mis primos Pacho Londoño y Álvaro Grisales me señalaron la senda del  rock, compartiendo conmigo unos cuantos discos y cintas de casete:  Hair of the dog, de Nazareth,  Let it be,  de The Beatles y el inefable In- A- Gadda-da –vida, de los Iron Buterfly, son algunas de esas reliquias que despiertan mi sentimiento de gratitud hacia esos dos anarquistas entrañables.  Pacho murió hace un par de años al caerse de un andamio cuando buscaba no sé qué misterios en las alturas. A Álvaro, que aprendió a ganarse la vida como artesano, se lo llevó una turista alemana, prendida a partes iguales de su mirada taciturna y de la destreza de sus manos que hacían prodigios con los materiales más insólitos.


                                                          Bilardo y Zubeldía

Pero volvamos a Julio. Guardo nítida en la memoria la imagen   de ese niño subiendo las escalas y entrando en mi  habitación con el aire expectante y temeroso de quien aguarda una revelación. Lo veo examinando la portada de El  Gráfico donde aparece la fotografía de Alejandro Semenewickz- que después vino a jugar en el Nacional de Zubeldía-, antes de tomar el álbum de Janis Joplin donde aparece Summertime y solicitar su audición de manera perentoria.

Sin saberlo, ese niño estaba forjando su propio destino de diamante loco.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:

https://www.youtube.com/watch?v=cWGE9Gi0bB0

miércoles, 14 de mayo de 2025

Cartas de Lloronas o el tiempo que nos queda

 




El llanto de la madre, la hermana, la hija o la amante es consustancial a  las literaturas de todos los tiempos. Desde las grandes mitologías hasta el cancionero popular, pasando por el romancero y los cantares de gesta, las lágrimas de las mujeres dejan una estela a través de la cual es posible rehacer los pasos de las desheredadas, las desairadas, las abandonadas y las olvidadas de todas las épocas y lugares en su recorrido por ese entramado llamado Historia, cosido con las  historias de todos los días.

María, Verónica, Magdalena, Medea, Antígona, Fedra, Genoveva de Brabante o Juana de Arco son las ilustres predecesoras de las mujeres que van y vienen por el mundo vertiendo lágrimas por sus seres queridos y perdidos en algún cruce de caminos.

En   las tradiciones latinoamericanas, la figura de La Llorona cobra un simbolismo  especial. Según San Google, “La Llorona es un fantasma del folclore hispanoamericano originario del mundo prehispánico mexicano que, según la tradición oral, es el alma en pena de    una mujer que ahogó a sus hijos y que luego, arrepentida y maldecida, los busca en las noches por ríos, pueblos y ciudades, asustando con su sobrecogedor llanto a quienes la ven u oyen en la noche”.

 Moralejas aparte, lo que nos interesa aquí es el llanto como confesión, como intento privado o público de  redención. Ya se trate del confesionario en la iglesia, el consultorio del especialista, el hombro del amigo o la declaración pública a través de un texto escrito o un video divulgado en las redes sociales, lo que cobra un valor especial es el testimonio que obra  a modo de espejo ante quienes lo leen, observan o escuchan. No otro carácter tiene un libro como Las Confesiones, de San Agustín, considerado por tantos estudiosos como el precursor de los libros de   memorias y autobiografías.

Es aquí donde reside la importancia de una obra como Cartas de Lloronas, una compilación de textos publicados en su blog Lloronas de abril por Adriana Patricia Giraldo y editado bajo el auspicio de la Colección de Autores de Armenia. Las  ilustraciones estuvieron a cargo de Rebeka Elizegi (Donostia, España, 1968) diseñadora gráfica y artista visual especializada en Collage.




La carta de presentación nos dice que Cartas de Lloronas es una antología de textos enviados por esos sensibles protagonistas, que agrupados en varios segmentos como La esencia, La soledad,  La despedida, Los vínculos, Las guerras y La vida, se refieren al amor como fuerza universal, a los secretos, la muerte, la cruda realidad de sus batallas en un país como el nuestro, y , a la vez, a  la felicidad, a sus reflexiones sobre la maternidad y la crianza, el paso de los años, el desamor, el perdón y el reencuentro.

Dicho de otra manera, evocando el título de la obra de Juan Carlos Onetti, esta selección podría llamarse, así sin más, Los adioses. Cada una a su manera, las autoras- y unos cuantos autores- ensayan una despedida de su mundo, de los mundos en los que ha transcurrido su vida y, como en todo acto de renovación, envían a su vez un saludo a las cosas por venir.

Porque el adjetivo lloronas no puede dar lugar a equívocos. Lejos de ser una letanía o un muro de lamentaciones, aquí el llanto es testimonio, relato de la aventura  vital de unos seres- no solo mujeres- que han sentido en sus entrañas la desgarradura y la dicha del parto. En este punto, el concepto de alumbramiento recupera su sentido original: se escribe en un intento de iluminar el propio camino y el de los otros.

En la página 28 del libro, en el texto titulado El tiempo que nos queda, Carolina Olaya escribe:  Cuánto tiempo me queda aún para recordar tu olor, para lidiar con tu  partida, con  aquella dimensión en la que prefiero creer, o mejor, en la que elegí creer.




El asunto no puede ser más claro: a falta de pruebas convincentes, el pasado es algo en lo que se elige creer, no hay más remedio. La autora continúa en esa tónica: Cómo entender no volver a tocar las manos que creí mías, los ojos que creí míos, las palabras que no volveré a escuchar. Como tantos lo han dicho  y escrito ya, las palabras nos devuelven a la única certeza: la muerte y el olvido están hechos de la misma materia deleznable.

En el texto introductorio Fernando Araujo Vélez- uno de los llorones- ensaya una declaración de principios: Quien escribe, dice. Punto. Da su versión de los hechos, de todos los hechos de su vida y de los hechos que vio, que sufrió, que bailó. Lloronas ha logrado que decenas de mujeres y algunos hombres dijeran. Que no callaran. Que no callaran, y más que nada, explicándose, que se explicaran ellas. Que se desnudaran, y se desnudaran, y se desnudaron en la palabra y a fuerza de palabras, que es la mayor de las fuerzas.

Desnudez de cuerpo y alma: ese es el sentido último de la palabra confesión. Las ciento treinta y un páginas de Cartas de Lloronas son eso: una suma de confesiones que apuntan a la desnudez propia y a la del lector. Ese espíritu de confesión salvífica se hace palabra en el cuarto párrafo de la carta titulada La promesa del bombón rojo (página 12): Nadie- ni las más cercanas, ni las más amigas- nos dijo que era suficiente concentrarse en la voz interior y seguir el pálpito al que nos acerca la confianza en las bondades del afecto y la creatividad. La fe en un yo incomprensible, cambiante y poco medible, pero nuestro.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:

https://www.youtube.com/watch?v=mwNBa40y2oA

 

 

 

 

 

 

viernes, 9 de mayo de 2025

Lo clásico y lo popular: un viejo tópico

 



Toda frontera real o simbólica enuncia una intención de poder y dominación. Por lo tanto define zonas de exclusión. Eso explica que los mapas expresen, en últimas, realidades de tipo geopolítico. Basta con seguirle el rastro a lo que pasa hoy en Ucrania, en Gaza, en Pakistán o en la zona fronteriza entre Estados Unidos y México para hacerse una idea clara del asunto.

En el campo cultural los conceptos de clásico y popular trazan un mapa imaginario que define criterios, valores, herramientas de análisis y zonas de exclusión. En esa medida lo clásico se asimila a lo perdurable mientras lo popular es confinado al territorio de las cosas efímeras. Poco importa en realidad si la democracia   y los medios de comunicación de masas- una de sus expresiones visibles- han desfigurado esas fronteras. Contra todo pronóstico, el viejo tópico persiste. Las producciones denominadas clásicas se asimilan a lo canónico mientras las populares  se presentan  revestidas de una condición gaseosa imposible de asir.


                                                 Seurat, Tarde de domingo en la isla de la Grande Jatte

Por fortuna, en los territorios reales del arte y la cultura las cosas están llenas de matices y nos ofrecen un panorama colorido y muy diferente al monocromo paisaje de blancos  y negros que se nos quiere ofrecer desde algunos centros de poder. Para empezar, clásico es lo que tiene clase, no en el estrecho sentido socio económico sino en el de calidad, valor. En esa medida, una pieza sinfónica, un coro griego o el canto ritual de un pueblo africano pueden ser clásicos y hacer parte de un canon; es decir, de un listado o catálogo de los valores representativos de una comunidad que puede ser local universal, concepto este último problematizado por la llamada globalización.

Justo al lado de lo clásico- no al frente ni en el polo opuesto- florece la cultura popular. Ambos echan raíces en el mismo suelo y proyectan hacia las alturas ramas y frutos que pueden diferenciarse en texturas, olores y colores, pero que igual  enriquecen la vida de quienes se alimentan de ellos. Así las cosas, resulta ineludible que esas raíces se junten y se hagan una sola en un tejido que es el de la vida misma. Si en un momento determinado las aristocracias y la naciente burguesía  pretendieron apropiarse de lo clásico como elemento de diferenciación, eso no pasó de ser una veleidad sobrepasada por el ímpetu de formas de vida dotadas  de la suficiente potencia para desdibujar las fronteras. Basta mencionar los nexos entre la gran ópera y  el melodrama para  formarse una idea de su común fuente nutricia.




La historia está llena de ejemplos. ¿Qué es El Quijote sino un clásico de la cultura popular? Es bien sabido que Cervantes, al igual que Shakespeare, frecuentó las tabernas, las posadas y las plazas de mercado donde recogió las historias que nutrieron sus relatos. En el campo de la música abundan los ejemplos de compositores- Brahms entre ellos- que encontraron en cantos y danzas populares fuentes de inspiración para sus obras. Pasados al terreno de la pintura, Picasso hizo suyas las imágenes de los pueblos africanos para incorporarlas con un toque muy personal a esas formas estéticas que transformaron en muchos sentidos el arte contemporáneo. Fue el genio de esos autores el que puso las cosas en otra dimensión, no la pertenencia a una clase social determinada; por eso lo suyo no era legitimar valores si no trascenderlos.

En otro plano del tiempo y el espacio, cuando Gabriel García Márquez declaró que  Cien años de Soledad no era más que un vallenato de trescientas cincuenta páginas estaba expresando una realidad palmaria: la de un patrimonio cultural que se transformaba  ante sus propios ojos en una suerte de milagro bíblico de perpetua muerte y renovación.  El asunto es simple:  el genio del escritor de Aracataca percibió y expresó con toda claridad el encuentro entre los instrumentos tradicionales de los juglares vallenatos (la caja, la guitarra y la guacharaca) y las músicas europeas sintetizadas en el acordeón, de la misma manera en que supo hacer suyo  el legado de Las Mil y una Noches recibido a través de España y los relatos orales heredados de los indígenas guajiros. Fue así como su obra se convirtió en clásica y no por la bendición de alguna capilla auto investida de poderes celestiales.


                                              Carnaval de Barranquilla

Tomemos un último ejemplo: el del nacimiento del rock como una de las más potentes expresiones de lo popular en el siglo XX.  En un principio, los ritmos de los negros (gospel, spirituals, soul, blues, jazz) eran escuchados   con recelo por los oídos puritanos y con delirios aristocráticos de los blancos estadounidenses. Sin embargo, es tanta la potencia de ese fermento llegado de África que no tardó en  traspasar los límites impuestos, igual que el tango saltó de los prostíbulos a los salones de los burgueses  latinoamericanos y europeos. Al encontrarse cara cara con ritmos  considerados propios de los blancos,  sobre todo de los terratenientes del sur norteamericano, como el folk o el country, saltó la chispa de nuevas músicas que no tardaron en adquirir un tinte clásico. Lo que  parecía una moda, pasajera como todas, está a punto de cumplir cien años, si nos atenemos al juicio de estudiosos como Charlie Gillet, autor de El sonido de la Ciudad, que le adjudican a Sister Rosseta Tharpe ( Arkansas, 20 de marzo de 1915, Filadelfia, 9 de octubre de 1973) la partida de nacimiento de ese género proteico que desde entonces no ha cesado de convertirse  siempre en otra cosa.

Por su condición próxima al prejuicio, los tópicos son difíciles de erradicar. Tanto, que a veces parecen hacer parte de nuestro material genético. De ahí que se haga necesario un estado de alerta permanente para no sucumbir a los cantos de sirena de quienes, contra toda evidencia, quieren vender su idea del talante irreconciliable entre lo clásico y lo popular.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:

https://www.youtube.com/watch?v=-88l-M0KgkI

jueves, 1 de mayo de 2025

Un tal Arango

 


                                                          



El último lustro del siglo XX asistí varias veces al Festival Internacional de Cine de Cartagena y me hospedé siempre en casa de mi compadre Gustavo Arango, ubicada cerca de la plaza de toros y del estadio de fútbol Jaime Morón. Creo que durante esos días éramos todo lo dichosos que puede ser un mortal:   dormíamos poco, conversábamos y comíamos mucho, bebíamos ron como sedientos, reíamos bastante y consumíamos películas con el frenesí de auténticos adictos. En una de esas visitas me convertí en padrino de bautismo de su hijo Mateo, en una ceremonia oficiada por un cura borracho.

Las jornadas empezaban bien temprano, a eso de las nueve de la mañana, en horario inusualmente puntual para tratarse de la Costa Atlántica colombiana.  Hasta el medio día se desarrollaban las charlas y talleres. En esa época abundaban los críticos de cine, en especial los cubanos formados en la escuela de San Antonio de los Baños, que durante mucho tiempo tuvo a García Márquez como uno de sus benefactores.

A eso de las once de la mañana, con el sol del Caribe cocinándonos a fuego lento, empezaban las proyecciones de cine en distintas salas. Algunas duraban hasta la una de la madrugada del día siguiente. A ese ritmo, si uno no tomaba atenta nota, corría el riesgo de confundir los títulos de las películas, los protagonistas y los argumentos. De modo que, para mantenerse despiertos, había que suministrarle al cuerpo dosis de cafeína altamente peligrosas.  Desde el primer año me comprometí con Gustavo Arango a escribir reseñas para las páginas culturales del diario El Universal donde el hombre trabajaba. Así que era cuestión de dormir unas cuatro horas y levantarse a teclear en uno de esos computadores grandes y pesados como mastodontes insomnes que empezaban a aparecer en las salas de redacción de los periódicos.




Entre ese montón de películas hubo unas inolvidables. En busca de Ricardo III, dirigida y protagonizada por un Al Pacino más desquiciado que nunca fue una de ellas. A la lista se suma Doble o nada, una fábula que vino a darle nuevas puntadas al mito de Carlos Gardel. Pero en especial hay una anécdota alrededor de la producción canadiense El sexo de las estrellas, dirigida por Paule Baillargeon. La proyectaron a las once de la noche en el teatro La Matuna. Al ingresar a la sala, percibí una singularidad: salvo una señora entrada en años y en carnes, el resto de los asistentes- unos cincuenta- éramos hombres. Todos entraban solos, con un periódico o una revista enrollados en la mano y miraban con aire furtivo en todas direcciones antes de ubicarse en un lugar apartado, tal como hacen los asistentes a una proyección de porno.  Los únicos que estábamos sentados juntos éramos Arango y yo; supongo que esa circunstancia nos convertía en una pareja gay a los ojos de algunos asistentes.

Y entonces vino la reacción: quince minutos después de iniciada la proyección algunos asistentes empezaron a retirarse, murmurando uno que otro insulto mientras buscaban la salida. El equívoco estaba claro: habían comprado su boleto confundidos por el título de la obra de Baillargeon. Quizás esperaban una antología de sexo intensivo entre   celebridades de la farándula o al menos el recuento de situaciones escabrosas, algo así.

En realidad, El sexo de las estrellas- Le sexe des étoiles, en francés-  cuenta la historia de Camille, una niña de trece años que se reencuentra con su padre, convertido ahora en mujer, es decir, en un enigma tan insondable como el de su madre, cuyas compañías masculinas no soporta. Mientras se formula preguntas sobre la naturaleza del mundo en que le ha sido dado vivir, Camille contempla el firmamento a través de un telescopio con la sospecha de que, como los humanos, las estrellas no solo pertenecen a un determinado género sino que pueden cambiarlo a medida que cumplen sus circunvoluciones. Cuando le conté la historia al escritor Jorge García Usta, entonces Jefe de Prensa del Festival dio rienda suelta a su humor costeño: ¡Pero compa, usted sí que conoce bien la sicología de los pornópatas! exclamó en medio de una estruendosa carcajada.




Con esas imágenes en la cabeza fuimos una noche a visitar al poeta Gustavo Ibarra Merlano, quien nos recibió con impagable hospitalidad en su apartamento frente al Mar Caribe.  En una animada sesión de Whisky nos compartió su limpia y sosegada poesía y nos habló de su amistad ya casi extinguida con Gabriel García Márquez, asunto del que se ocupa Gustavo Arango en su libro Un ramo de Nomeolvides, García Márquez en El Universal, obra que le abriría las puertas del mundo académico en Estados Unidos.  Al salir de su casa el poeta Ibarra Merlano, fervoroso católico, me regaló un ejemplar de su traducción de Akáthistos, el himno litúrgico de la iglesia bizantina del siglo V, considerado el primero compuesto en honor de la Virgen María. De ese tamaño era su generosidad.

Fue mi hermano Juan Carlos Pérez quien me presentó a Gustavo Arango en una de mis visitas a Medellín. Eran los días duros de la guerra y el padre de mi tocayo había sido acribillado a tiros años atrás. No precisamos de mucho tiempo para tejer una complicidad a tres bandas, alimentada por lecturas comunes, películas y fútbol, incluida una peregrinación  a Armenia para ver un partido Quindío- Nacional donde, envueltos en trapos verdes, nos comportamos como debe hacerlo un hincha digno de ese nombre: como fanáticos de una secta ortodoxa que no admite herejías.

Un diciembre nos dio por hacer la novela del Niño Dios, precedida de un ritual acaso sacrílego. Nos fumábamos un bareto- porro-cacho- pucho de marihuana y emprendíamos el ritual. Nunca pasamos de la primera página.  Por si no lo recuerdan, aquí va el primer párrafo del día primero:

En el principio de los tiempos el Verbo reposaba en el seno de su Padre en lo más alto de los cielos: allí era la causa, a la par que el modelo de toda creación. En esas profundidades de una incalculable eternidad permanecía el Niño de Belén. Allí es donde debemos datar la genealogía del Eterno que no tiene antepasados, y contemplar la vida de complacencia infinita que allí llevaba.

Ustedes ya se imaginarán la reacción de los tres lectores: ¿A quién se le ocurre  pensar que, salvo los  gozos y los villancicos, la novena del Niño Dios es un texto para niños? Eso de la genealogía del eterno que no tiene antepasados o las profundidades de incalculable eternidad exige la ayuda de teólogos. Por ese camino terminamos leyendo a san Anselmo, san Ambrosio y otros padres de la iglesia. Aunque lo de leer es puro cuento: tampoco logramos pasar de la segunda página, porque nos perdíamos en ese bosque de profundas especulaciones que hablan del uno, del todo y del infinito con un tono que se acerca bastante a las abstracciones matemáticas.

Busco en el cuarto de San Alejo de mis recuerdos y me veo sosteniéndome la cabeza con ambas manos, pidiendo clemencia a las potestades de lo alto, mientras mis dos contertulios se tenían el estómago, impotentes ante el acceso de la risa nerviosa que produce lo incomprensible. En definitiva, la novena de aguinaldos no es un juego de niños y, bien visto, tampoco de adultos.




Las memorias de esos días están consignadas en unos cuadernos que para muchos resultarán tan abstrusos como los tratados de teología. El club de los mataturras, bautizamos a esas sesiones memorables para los tres conversadores involucrados en la aventura. Tan memorables como la noche que, ante la inminencia del toque de queda, Juan Carlos y yo corrimos por las calles de una Medellín desierta y poseída por el miedo desde la casa de Gustavo Arango hasta el barrio Laureles donde vivía la abuela de Juan, perseguidos por un enemigo tan invisible como palpable. Al llegar a buen puerto y sentirme a salvo, descubrí que llevaba en la mano un ejemplar de Un tal Cortázar, el libro publicado a partir de la tesis laureada de Gustavo sobre uno de sus autores queridos. Quién sabe, la literatura y la amistad tienen sus misterios y a lo mejor fue ese libro el que nos salvó el pellejo esa noche.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

https://www.youtube.com/watch?v=vF_pgXZ2nw0