lunes, 18 de septiembre de 2023

Destellos de locura

 




La gran literatura es pródiga en imágenes que al final resultan premonitorias. En El Castillo, la perturbadora novela de Franz Kafka, el narrador que mejor supo poetizar la angustia contemporánea, de repente se nos habla de una ventana que, de vez en cuando, “daba destellos de locura”.

Al otro lado del mundo, más o menos por la misma época, el gran Roberto Arlt despliega en Los siete locos- a mi modo de leer, la mejor novela de la literatura argentina- una sucesión de estampas de los tiempos por venir, en las que Buenos Aires obra a modo de metáfora de un mundo en constante desintegración, regido por las normas del malevaje.

En ese sentido, cada página de Los siete locos es una ventana que da destellos de locura.

Eso, para no hablar de la narrativa norteamericana que vino después. Basta con adentrarse en las novelas de Thomas Pynchon, David Foster Wallace o Jonathan Franzen- no por casualidad devotos del rock, esa música que todo el tiempo da destellos de locura- para darse de bruces con  mundos a los que la manida etiqueta de “ realismo mágico” les queda corta.




¿O que es, si no, la sacralización de los espectáculos de masas y las series televisivas como último ritual de un mundo en disolución? No por azar, los personajes de Pynchon y Wallace a menudo parecen salidos de un reality show  donde la vida cotidiana es perpetua parodia de sí misma. Igual que en la obra de ficción de Arlt, la sociedad norteamericana, y por lo tanto mundial, está gobernada por las normas del crimen organizado.

Son las normas que subyacen en El bueno, El Malo y El Feo, la película de 1966 dirigida por Sergio Leone y protagonizada por Clint Eastwood, Lee Van Cleef y Eli Wallach, apodados Blondie, Sentenza/ Angel Eyes y Tuco, en ese orden.

La anécdota es simple: tres hombres muy violentos se disputan un botín de doscientos mil dólares enterrados en un cementerio durante la Guerra Civil.  Cada uno de ellos posee un fragmento del mapa del lugar donde está escondida la caja con el dinero, así que no tienen alternativa distinta a la de unirse a pesar del odio que se profesan.




Lo que se desata es un juego geopolítico. El mapa puede ser el de la tierra entera y más allá. Los bandidos son los dueños del capital que anhelan acumular más y no encuentran otra salida que firmar una tregua si quieren hacerse con el botín. Son los tiempos de la Guerra Fría y la intuición poética de Leone se puso a prueba para construir esta parábola surcada por destellos de locura.

Vietnam fue eso. África y América Latina fueron eso: delincuentes en guerra por un tesoro que de vez en cuando pactaban un alto el fuego para redefinir la línea de las nuevas fronteras. Poco importaba si aldeas enteras de los arrozales asiáticos tenían que ser arrasadas con Napalm. Mucho menos peso tenía la decisión de poblar continentes enteros con dictadores de bolsillo encargados de “restaurar el orden, la democracia y los valores liberales”, según la manida frase que hizo  carrera en  labios de Henry Kissinger, una suerte de Ángel Exterminador- el Angel Eyes  de la película de Leone- con licencia para sembrar la muerte en todos los rincones de la tierra, excepto en su propio país,  claro. Como pueden ver, no es sólo la ventana de la novela de Kafka: es el mundo entero el que da destellos de locura.

Esos destellos conducen a los personajes de Pynchon, Wallace, Franzen y Arlt a los manicomios, a las sectas religiosas, a las drogas, a los espectáculos de masas y a la más extrema violencia, como esos individuos de la Norteamérica contemporánea que irrumpen con una ametralladora en una escuela o en un centro comercial y disparan sin piedad contra toda criatura viviente que se cruce en su camino.




En un organismo enfermo todo es síntoma.  Y la sociedad humana es presa de la insania desde el comienzo de los tiempos. Dense una vuelta por el Antiguo Testamento, la Roma de Cicerón, la Francia de la Revolución, la Unión Soviética de los bolcheviques, la Norteamérica desde los Peregrinos del Mayflower y verán. Asesinatos, corrupción, codicia y mentira andan a la orden del día. Y sucede así porque esas cosas no alientan en el afuera. Todo lo contrario: anidan en lo más hondo del corazón humano. Un día si y otro también, crujen los diques de la llamada civilización, la bestia que somos se desata y convierte el mundo en un Armagedón, el lugar donde, según el Apocalipsis de san Juan, tendrá lugar la batalla del juicio final.

Ustedes ya saben: los poetas siempre se adelantan y tienen un don sobrenatural para captar los destellos de la locura en todas las épocas.




“Dime de qué presumes y te diré qué te hace falta”, reza un viejo proverbio oriental que evoco a menudo. Como hoy, por ejemplo, cuando pienso en los miles de libros, páginas web, canciones, series televisivas  y películas que pregonan la idea de la felicidad en abstracto; de la defensa de la libertad, la democracia y los derechos; del   Home, sweet  home a modo de evangelio; de la incitación constante  al consumo como fuente de dicha terrenal. Tanta insistencia resulta sospechosa. Es en ese punto donde me vuelve de golpe la imagen de esos destellos de locura que el visionario Franz Kafka o el lúcido Roberto Arlt atraparon para siempre en las páginas de sus novelas.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

https://www.youtube.com/watch?v=w772GXG5LnE

 

 

viernes, 1 de septiembre de 2023

Guática: leyendas de Gamonrá

 



Los otros Dorados

Igual que tantos semejantes en los confines del mundo, los hermanos de  Ordilio González bajaron desde Jericó, Antioquia, atendiendo al llamado de las leyendas que yacían guardadas por embrujos indígenas  en las cuevas del  cerro  Gamonrá.

Corría el año de 1902 y Colombia ardía en medio de la Guerra de los mil días.

Familias enteras buscaban refugio en las selvas gobernadas por  indígenas, serpientes y fugitivos de otras batallas.

A 2600 metros de altura el cerro fue desde un comienzo una fortaleza casi infranqueable para los conquistadores que, encabezados por Jorge Robledo, venían desde  Antioquia buscando la estela del oro dejada por los relatos que circulaban de boca en boca entre los pueblos indígenas.

Entre  las muchas historias estaba la del cacique Guaticam.

En pugna constante con sus vecinos asentados en el Valle de Umbría, en  Irra y en Arma, el cacique habría enterrado lo mejor de sus tesoros en enormes cuevas cavadas por sus hombres en lo más profundo del cerro. Para reforzar la seguridad invocó al panteón de divinidades grandes y pequeñas que  habían acompañado a los suyos desde el comienzo de los tiempos.




Por agua no iban a padecer los aventureros de antes y de ahora. El territorio está surcado por un ramal de ríos y quebradas bautizados con nombres como : Río Frio, quebrada Castillón, Río del Oro, Opiramá, Tarqui, El Salado, Ocharma, La mesa, Sirva, El Jordán, Agua Bonita, El Caucho, La Carmela, Paraíso, Los Chorros, Cristalina, Albarán, Guaravita, La Esperanza.

 En los libros de historia  se dice que el primer asentamiento fue fundado en 1537 por  un pueblo indígena comandado por el cacique Guaticam. Pertenecían a la familia Anserma, a su vez un ramal de los caribes.

La familia de Ordilio González caminó con sus bestias y cacharros a la orilla del río Cauca alimentándose de arepas de mote y carne salada. A la altura de  Irra emprendieron el ascenso a través de interminables cortinas de niebla para descender luego hacia una hondonada  en la que se apretujaban menos de cien casas: Era el  distrito de Nazareth, creado en 1892. Su cabecera era Guática, hasta que en  1986 se unieron y configuraron un solo asentamiento en el Alto de Mismis.

Para  1905 el nombre  había cambiado. Ahora el lugar se llamaba San  Clemente hasta que en 1921 Guática se convirtió en municipio del Departamento de  Caldas.

Pero eso son cosas  de la política. Al no encontrar oro en Gamonrá, los González, que ya se habían reproducido en el camino, siguieron de largo, vadearon el río Guática y más tarde el de las Loras, antes de internarse en las selvas del Chocó, de donde no volvieron a salir  hasta treinta años después, para asentarse definitivamente en  tierras de Riosucio, Caldas, donde se dedicaron a plantar café y maíz.

Ven a calmar mis males

Tú eres mi amor/ mi dicha y mi tesoro/ mí solo encanto/ y mi ilusión”.

Es noviembre de 2017. Una insistente llovizna  empapa de a poco a la multitud que se congrega  en la plaza municipal de Guática.

Han llegado de todos los lugares de Colombia: De Cundinamarca y Antioquia; de la Costa  Atlántica y del Valle del Cauca.  Otros  viajaron  desde países tan distantes como Canadá, España, Inglaterra y Chile.

Como dice  María  Eugenia, una rubia oxigenada llena de joyas: “El gasto y el viaje valen la pena. Son las fiestas del regreso y uno tiene que  ahorrar otros cinco años para volver”.

Vive desde hace diez años en Girona, Cataluña. En su mano izquierda empuña una botella de aguardiente  y lleva una hora escuchando cantar a Genaro González, descendiente lejano de Ordilio, el mismo que pasó por aquí hace más de un siglo, buscando el oro de Gamonrá.

María Eugenia, que nada sabe de esas historias, no para de cantar bajo la lluvia siguiendo el hilo de la voz de Genaro:

“Ven a calmar mis males/ mujer no seas tan inconstante…”

De niña bebió los versos de esa canción en la voz de  Julio Jaramillo, el ecuatoriano que se encargó de la educación sentimental de varias generaciones de latinoamericanos.




A media noche, acostada en su cama solitaria de dama otoñal en la vieja Cataluña, la tararea  y de repente se  le arremolina en la sangre el rumor de amores ya olvidados.

Entre otras cosas, la canción le devuelve el aroma de la cebolla que ascendía en la madrugada de las plantaciones de su padre, antes de que llegaran guerrilleros y paramilitares con su hálito de ruina y los obligaran a empacar maletas sin tiempo siquiera para llamar a los perros.

“Yo te daré mi fe /mi amor/ todas mis ilusiones tuyas son”.

María Eugenia nada sabe de la historia de  Ordilio y sus mayores, pero en esta fría noche de Guática  sus voces se hermanan para emprender un fugaz viaje de regreso al paraíso perdido.

Aunque mañana, al despuntar el alba, todo sea otra cosa.

Con aroma a cebolla.

Augusto Trejos ronda los  sesenta años y es, como el mismo se define: “Un tipo hecho de  esta tierra”.

Hecho: no solo nacido. Dejemos las cosas claras

Así lo atestiguan sus  brazos duros y sus manos que parecen  enormes terrones petrificados.

Son las cinco de la mañana y está bebiéndose su primera taza de café del día. Después vendrá una veintena más.

Ah… y un paquete de cigarrillos Pielroja  antes de que caiga el sol.

Hay algo de litúrgico en esa manera suya de beber el café, aspirar el humo del cigarrillo y mirar el cielo.

Esa sensación  se acentúa todavía más cuando cuenta su historia con una voz densa, lenta y siempre enfática.

“A la mitad de cuarto de bachillerato abandoné mis estudios porque no resistía más el llamado de la tierra”.

“El llamado”, dice: como si faltara algún detalle para completar su aura sacerdotal.




“Tendría quince años, al finalizar los años setenta, cuando abandoné los estudios y me consagré por entero a la tierra. Por esos días mucha gente vivía de cultivar cebolla para abastecer el  mercado nacional. Aquí llegaban los camiones  y uno se entendía con los intermediarios que la negociaban en las plazas de abastos de Bogotá, Cali y Medellín. El pueblo era sano y pacífico, porque  ya estaban lejos los días de La Violencia cuando la gente amanecía macheteada en los caminos.

“O al menos eso creíamos. Porque estábamos en el mejor momento cuando empezó a aparecer gente armada. Que venían de Antioquía- eso decían- de Riosucio, de Belén y de Quinchia. Muy pronto empezaron a cobrar cuotas por dejarnos trabajar la tierra ¡Nuestra propia tierra, imagínese!

“Muchos vecinos empezaron a vender sus fincas por cualquier cosa, pero nosotros resistimos. Un día nos reunimos  alrededor de un sancocho y, empezando por mi papá, tomamos la decisión de que no íbamos a feriar lo que nos había costado una vida entera de trabajo.

“De aquí solo nos sacan con las patas por delante – dijo mi papá, se santiguó y sacó una vieja escopeta que solo servía para espantar   gallinazos- Y   aquí estamos. Hemos cambiado de la cebolla al café, del café a la ganadería, de la ganadería al lulo, del lulo vuelta al café y ahora al aguacate.  Por lo menos dos  docenas de campesinos murieron o salieron huyendo.  Yo no los juzgo, porque estaban defendiendo la vida de los suyos, pero siempre he pensado que ser un desterrado  es otra forma de morirse”.

Y aquí está  Augusto Trejos. Más vivo que nunca, sobreviviendo a su paquete diario de Pielroja y acariciando el lomo de un perro llamado Tarzán, un  héroe de otros tiempos.




Ni héroes ni mártires.

Cuando le cuento la historia de Augusto, el profesor Argemiro Porras abre los ojos con admiración. A las tres de la tarde está sentado  a una de las mesas de El Cafetín, un concurrido bar del  centro de Pereira que por estos días anda sobre excitado por la llegada del Mundial de Fútbol  de Rusia 2018. 

La segunda vuelta de las elecciones presidenciales ha sido opacada por el fervor futbolero. En lugar de Petro y Duque se habla de James, de Messi, de Neymar y del regreso de Perú a una Copa del Mundo

“Como guatiqueño, risaraldense y colombiano, espero que no vaya a volver la violencia por estas tierras. La historia de Augusto Trejos es un ejemplo de coraje, pero no todo el mundo está dispuesto a correr esos riesgos.

“Yo vivo en contacto permanente con mis paisanos y cuando nos reunirnos a tomar un café o a bebernos una botella de  aguardiente con música de Gardel y Olimpo Cárdenas empezamos a hacer la cuenta de los que murieron, de los que salieron  hacia otras ciudades o de los que se fueron del país y que a veces vuelven por navidad o para las fiestas del pueblo en noviembre. Son personas que  a lo mejor hubiesen preferido seguir  en su tierra  y que ahora trabajan duro en  otros lados.

“Pensando en todas esas personas, no puedo evitar  devolverme al momento en que escuché hablar de  unos tales  Héroes y mártires de Guática para referirse a una desmovilización paramilitar. Eso parecía  un chiste cruel. No fueron ni héroes ni mártires, como tampoco lo fueron  los guerrilleros, los narcos y otros grupos que llenaron el pueblo de dolor.

Gracias a Dios y el tesón de la gente, ahora se trabaja  para recuperar  la tranquilidad y el bienestar perdidos.”

Los pasos perdidos




Argemiro se pensionó como profesor de álgebra, pero su auténtica pasión es la Historia.  En su casa del barrio San Luis de Pereira atesora decenas de libretas en las que a lo largo de los años ha consignado datos recogidos de aquí y de allá: libros ,notas de prensa, conferencias, talleres, cursos, programas  de radio y televisión.

“Me perdonarán los historiadores profesionales, pero eso de la colonización antioqueña es una verdad a medias. Lo que hubo fue una invasión tan nefasta como la de los conquistadores españoles.  

“No podemos olvidar que estas tierras  fueron parte del Estado del Cauca, y en medio de la lucha con los paisas nosotros quedamos entre fuegos cruzados, tanto en el sentido figurado como en el real.  Al estar tan lejos de Popayán, el poder político  y económico de Antioquia aprovechó para enviar avanzadas de colonos que en muchos casos ocuparon tierras que  ya habían sido desmontadas y cultivadas por otros.

“Me parece que si queremos  conocer a fondo nuestra historia debemos deshacer buena parte de los  pasos perdidos y  permitirnos así otras miradas. Es lo que trata de hacer una gringa llamada Marion con varios municipios de la región: darles vuelta a las cosas para mostrarnos las otras caras.”




La gringa y el camino

En realidad,  La gringa  ha pasado un par de veces por Guática, pero en otro plan: sumergirse en las montañas para fotografiar los animales del bosque. Como tiene ancestros mexicanos y habla un español perfecto ha conseguido pasar inadvertida  al cruzar rumbo a la  Cuchilla de San Juan,  a La   Cristalina, a La  mesa,  a la mina de cuarzo, al Cerro de las Peñas y, por supuesto, a Gamonrá el lugar donde nacieron y todavía nacen las leyendas.

En sus archivos fotográficos conserva imágenes del Guppi, la iguana, la culebra cazadora, la lomo de machete, la falsa coral, el conejo sabanero, el pato, el ganso, la zarigüeya, la ardilla, la tortuga icotea y unas cuantas especies más.

Ahora se propone llegar   hasta  Puerto de  Oro, el punto más lejano de Risaralda, en compañía de un grupo de estudiantes de la Universidad Nacional que les siguen  el rastro   a los viejos colonizadores que se internaron en las selvas del Chocó en busca del mineral.

Muchos de ellos solo encontraron una  cruz a la vera del camino.

Pero La gringa cree que la caminata vale la pena.

 Cuando les envía a sus familiares en  Oakland, California, las imágenes recogidas en el camino siempre las acompaña con una frase construida mitad en español y mitad en inglés:

“Excuse me, but I don¨t miss my land:  This land is a great miracle.  Por ahora camino. Ya tendré tiempo de continuar mis estudios de Historia”.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:

https://www.youtube.com/watch?v=HMVIs5_ojpE