jueves, 27 de abril de 2017

El murmullo de las piedras





Algo muy fino e irrecuperable debió de haberse roto dentro del  hombre de ciudad: Se queja de falta de tiempo, cuando  esto es precisamente lo que sobra. El tiempo lo precede y lo sucede. Y al final siempre se las arregla sin él,  que es apenas una de sus contingencias.

El escritor Joseph Roth, uno de los grandes  de la Europa de entreguerras,  se preguntó muchas veces por las razones de esa sensación de pérdida y extrañeza.

Entonces, como tantos otros,  tomó su cayado  y sus botas de siete leguas   y salió en busca de  esas claves.

Sospechaba que las piedras guardaban la respuesta y que se precisaba de un oído muy fino para comprender su relato.



En este caso, las piedras tenían nombres de ciudades: Lyon, Vienne, Tournon, Aviñón, Les Baux, Nimes, Arles, Tarascón, Becaurie y Marsella,  las ciudades blancas soñadas desde la infancia, la única  edad en que podemos comprender el milenario lenguaje del universo.

Por eso, la infancia es en sí misma una metáfora.

Pero  el camino es largo y tortuoso.

Unas son las ciudades delineadas y edificadas por los humanos para el comercio, el amor, el poder, el sexo y el recreo y otras muy distintas son las ciudades interiores: las que solo existen en el alma de los seres que las moldean con dosis  iguales de dicha y dolor.

Jorge Luis Borges soñó ciudades de espejos como metáforas del infinito.

Ernesto Sábato  urdió  ciudades de pesadilla con imágenes sustraídas   a los  laberintos de  la noche.

Joyce postuló una eternidad circular  donde la ciudad deviene tela  de araña: las criaturas luchan con sus diminutas patas contra el asedio de una  divinidad  hecha de segundos, minutos y horas.

                                                      Joseph Roth


Parado en la difusa frontera entre la memoria y los sueños, el peregrino Roth se deja llevar por el rumor de calles, muros, castillos y ruinas  de esas ciudades  más fijadas en un tiempo que en un lugar. Por eso, leyendo  en el musgo de una vieja pared, puede decir con certeza: “Entre nosotros, y tal vez en cada uno de nosotros, viven los pueblos desaparecidos de la superficie de la tierra, pero precisamente solo de la superficie.”.

Solo de la superficie. Porque el  caminante escarba con la uña en el lomo de la piedra, en la piel de la ciudad  y el pasado se hace memoria viva, relato de los hombres y pueblos que la habitaron y la  habitan.

Para emprender esa tarea se necesita mucha paciencia. Y Roth, que bebió hasta las heces el cáliz del dolor durante la gran guerra, aprendió el valor de esa virtud.  Camina y mira. Mira y escribe.  En un centenar de páginas nos recuerda que una ciudad es mucho más que un entramado de calles y edificios. En realidad la ciudad es una página en blanco donde quienes la habitan y visitan vierten lo que llevan por dentro. Por eso hay ciudades de la fe y de la apostasía. Ciudades del amor y ciudades de la ira. Ciudades del éxtasis y de la agonía.



Indignado porque los guías turísticos hacen gala de “La seguridad, esa dudosa virtud de los historiadores”, el viajero Roth  deposita  toda esa confianza en el murmullo de las piedras. Las silenciosas de Avignón, refugio de los papas, o las tumultuosas de Marsella, cómplices de las cópulas furtivas donde todas las sangres del mundo se mezclan.

Desde hace muchos años la vida me regaló como amigos a una legión de ángeles terrestres que van por el mundo y al regreso me sorprenden  con  tesoros comprados online en librerías babilónicas  o descubiertos con ojo de guaquero en librerías de viejo.

Las ciudades blancas, de Joseph Roth es uno de esas joyas. Y  este breve texto es mi manera de agradecerlo.

PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

jueves, 20 de abril de 2017

Hijos del agua








“Me contaron los abuelos/ que hace tiempo/navegaba en el Cesar una piragua/que partía de El Banco/ viejo puerto/ a las playas de amor en Chimichagua”, escribió el trovador José Benito Barros en tributo al Río Grande de la Magdalena, que cruza de sur a norte el  mapa de Colombia.

Igual que a los países, a los mortales nos corre un río cuerpo adentro, desde el nacimiento hasta la desembocadura.

Por eso  el río es un tópico en las músicas y las literaturas de todos los lugares y de todos los tiempos. Del Mackenzie al Mississippi y del Amazonas al Río de La Plata  en las Américas. Del Támesis al Don y al Dniéper, pasando por El  Sena, El Danubio y El Po, en Europa,  hasta llegar al Nilo, El Ganges  y el Río Amarillo en África y Asia, sus crecientes y sequías han sido cantadas y contadas a lo largo de las generaciones, porque ni los hombres ni los pueblos pueden ser sin el río: Sin el río no hay Historia.



Lo supieron los viejos  que bajaron de las montañas  donde nace el Mississippi a plantar en otras tierras la semilla de ese fruto amargo y dulce llamado blues.
  
Lo descubrieron tatuado en la propia piel los aventureros y contrabandistas que navegaron aguas arriba y aguas abajo el cauce de ese Amazonas tan insondable como el sueño de la serpiente Anaconda.

Lo vieron en  los desvelos del destierro poetas como don Antonio Machado, cuando  le cantó al rumor memorioso de  El  Duero y  El   Guadalquivir.

Lo temieron los legionarios romanos, que vieron correr las aguas  cada vez más teñidas de sangre a medida que el imperio se desmoronaba.

En sus aguas se sintieron benditos los hombres  y mujeres que bajaban al Ganges a descansar de sus  reencarnaciones milenarias.



“¡Somos del  agua!” exclamó el gitano Melquiades, contemplando uno de esos aguaceros de Macondo que parecían ríos precipitándose desde el cielo.

Es el río que trae y lleva dichas y horrores a partes iguales.

“Quiero  traerte/ de mi tierrita/ la  cosechita / que ya está en flor”, cantó con indecible ternura don Luis Ramírez, “ El caballero Gaucho”, un juglar que nos legó un caudaloso cancionero, compuesto mientras veía pasar las aguas del río Cauca por el puerto de La Virginia, un pueblo que una vez fuera refugio de negros cimarrones.

En todas esas cosas pienso sentado  en una piedra  en la mitad del río Otún, que es él mismo la Historia de Pereira desde su primera fundación en 1540. Junto al río Consota, su eterno compañero de viaje, acaricia los bordes de la ciudad con sus manos de limo y arena. A veces, algunas veces, la mano  se hace  puño y golpea con una andanada de troncos y piedras. Entonces, el temor  anida en los corazones y algunos sacan en peregrinación la imagen de Nuestra Señora de La Pobreza. De ese tamaño es nuestra fragilidad. Basta un mazazo de la naturaleza para reavivar el rescoldo de  la fe.




Habitamos en el río y el río nos habita. Los poetas lo saben. Por eso, músicos tan dispares y tan cercanos a la vez como Rubiel Pinillo y Carlos Elliot Jr. Le  cantan a la cadencia y al furor de las aguas del Otún. Rubiel con su picaresca de arrieros y Carlos Elliot con su blues de la montaña. Es su manera de enviarles una  ofrenda, a través de sus aguas, a todos los ríos del mundo, como lo hiciera Robert Johnson  con su entrañable  Mississippi o el nostálgico Bruce Springsteen cuando canta: “We´d ride out of that valley/down where the fields were green/ we´d go down to the river/ and into the river we´d  dive/ oh down to the river we´d ride”.



Todos los ríos el río, pienso a estas horas, mientras evoco unos versos  diáfanos y puros del poeta colombiano  Henry  Luque Muñoz, que dicen más o menos así: “Por el Ganges  bajaba una vaca/ bajaba muerta/ con el ternero  vivo en las entrañas/ lo vi desde la barca, mortales/ vi por el  agua bajar ese milagro”.

Cosas que lo  asaltan a uno cuando le da por sentarse en una  piedra enorme, como una barca varada en la mitad del río.

 PDT . les comparto enlace a la doble banda sonora de esta entrada

martes, 11 de abril de 2017

Te sigo, me sigues





Internet es como un bosque en permanente expansión, lo que convierte a la red en una metáfora del universo. Mejor aún: en un universo paralelo, con sus divinidades, sus demonios, sus maravillas y sus extravíos.

En ese bosque es fácil perderse. Por eso, quienes lo transitan dejan migajas virtuales a su paso, tal como lo hicieran Hansel y Grettel en el relato de los  hermanos Grimm. Solo que en lugar de pan dejan fotografías, canciones, amenazas, súplicas, frases ingeniosas, frases tontas y, sobre todo, señales de “Me gusta”, con el conocido ícono del dedo pulgar alzado.

“Me gusta”, indican los navegantes, sin importar si se trata del más reciente Youtuber (¿verbo? ¿ sustantivo?¿adjetivo?¿todos los anteriores?), de  la  canción de moda, de una marcha de los corruptos contra la corrupción  o de las atrocidades cometidas por la comunidad internacional en Siria.



Por ese “me gusta”, en apariencia tan impersonal, tan  vago, tan anodino, se  juegan la vida y la tranquilidad los   guías que se multiplican en la red como setas en un  árbol caído. Después  de estar a punto de  extinguirse luego de la caída de las grandes  ideologías y del desprestigio de las iglesias confesionales, la figura del conductor de masas reaparece con inusitado vigor, gracias a las redes sociales.

Tanto, que  se ha convertido en medida de lo que los viejos filósofos llamaban el ser y otros  definían  como “El sentido de la vida”. Ya ni siquiera se trata de la capacidad de consumo  o del prestigio social, valores tan caros a las convenciones burguesas y aristocráticas.  Se trata de una premisa que trasciende a Hamlet: Seguir o ser seguido: he ahí la cuestión.

Aquí  hablamos de otra cosa: a la levedad, la velocidad y la inmediatez propias del mundo virtual, se opone la necesidad de generar un interés, o incluso una pasión por lo que se dice y hace, por fugaz que sea el fenómeno.



Poco importa si se trata de  un futbolista, una modelo, un músico, un columnista de opinión, un autor de moda o un político de tinte mesiánico. Lo importante es contar con un número ascendente de seguidores que den cuenta de su peso específico en el mundo. O mejor, en los minúsculos mundos en que está fragmentada la red.

Y aquí empiezan las  dificultades: el número de seguidores siempre deberá ser ascendente. Eso probaría que la existencia del guía es consistente, maciza, probable, si el mundo virtual permite hablar  en esos términos. En caso contrario, es decir,  si la cifra de los seguidores mengua  llegan la angustia, la ansiedad, la sensación, o peor aún, la certeza de no existir, de apagarse como una estrella enana.



Como esas solteronas  de las novelas decimonónicas, el internauta empieza a chapotear en sus propios temores, que son los viejos y conocidos miedos de quien se siente ninguneado,  despojado del espejo en el que se reconoce cada mañana y cada noche de su vida: la mirada del semejante, del otro.
Nos encontramos así ante la peor de las tragedias imaginables: un guía sin seguidores. Una  multitud de fieles devotos sin  gurú. Moisés cruzando el Mar Rojo sin más compañía que una legión de fantasmas.



No es casual entonces que se multipliquen las  consultas con el siquiatra por lo que ahora se llama adicción a la tecnología. Expresión errática por lo demás. Por supuesto, nadie, por desamparado que esté, se vuelve  dependiente de un aparato. En realidad, Internet lo que ha conseguido es  desnudar los viejos síntomas de la desolación humana. Nadie me llama, nadie me escribe, nadie me busca: nadie me sigue. O mejor dicho, solo me siguen mis obsesiones. Y lo mismo les sucede a los otros. O si no, fíjense en  los célebres 140 caracteres y verán que están escritos en el mismo  tono  y estilo urgentes de los mensajes enviados al mar dentro de una botella.

PDT . les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada