La semana del 25 al 31 de
diciembre el tiempo entra en una suerte de suspensión. En una tierra de nadie.
El frenesí navideño de compras,
agasajos y derroche alcanzó el clímax. Ahora viene la caída: la tristeza post coitum que tanto
inquietara a san Agustín.
Son siete días en los que una
niebla lánguida lo cubre todo: el hálito
de la incertidumbre vuelve por sus
feudos. Resaca, llaman a eso en algunos lugares del mundo. Guayabo, le decimos
por estos lados. Es algo así como una desilusión que no se resuelve del todo a aceptarse a sí
misma.
Nada como esos días para sentarse
a contemplar, libreta en mano, el paso
de la vieja y conocida locura humana, esa compañera de viaje que nos desnuda y
nos deja expuestos en cualquier esquina con total impunidad.
Y entonces resulta inevitable
constatar cómo una época del año, destinada
en principio a celebrar valores como
la austeridad, la solidaridad y la amistad se convirtió a la vuelta de unas décadas en una comparsa
histérica de compradores y vendedores.
Sentado a mi mesa del café vi
pasar multitudes acarreando paquetes y canastas repletas de juguetes, ropa,
aparatos electrónicos, comida, bebidas y una colección completa de cachivaches inútiles que en un par de
meses desbordarán los camiones de la basura. De repente, una señora entrada en
años- y en carnes- se transforma en pulpo
ante mis ojos: ni una decena de
brazos le alcanza para abrazar tantas cosas.
Es la glorificación de la
mercancía convertida en fetiche supremo.
La liturgia del capital llevada a su más alto grado de sofisticación. Estamos
ante la epifanía del mercado como ser vivo y poseedor de una voluntad.
No de otra manera se explican
titulares como estos en las páginas económicas de los periódicos: “Los mercados se excitan”. “Los mercados se
conmueven”. “Los mercados se contraen”.
Leyéndolos, no sé por qué pienso
en esas criaturas proteicas, omnívoras y malignas creadas por el genio de H.P Lovecraft.
Puestos a buscar explicaciones,
lo más fácil sería decir que todo ese delirio es el resultado de la
manipulación de publicistas y magos del mercadeo.
Pero sería asignarles facultades y talentos que no poseen: en
realidad su único papel consiste en pescar en el río revuelto- y a menudo
turbio- de los anhelos, ansiedades, temores, deseos, frustraciones y apetitos
humanos. A lo sumo, hurgan como
buscadores de perlas en las entrañas del desasosiego ajeno.
Esa es la otra parte de la
historia. En diciembre, un sentimiento de culpa
se apodera del mundo entero.
Es la culpa por las cosas no
dichas, por los encuentros aplazados, por las citas incumplidas, por los besos
negados. Y entonces todos se arrojan-
ebrios o sobrios- en brazos de todos, conscientes al fin de que la vida se
agota y no da lugar a plazos.
“El resto del año uno carece de tiempo para esas cosas”, me dice,
contrito, un compañero de trabajo mientras me entrega un paquete adornado con
motivos navideños. Lo abro, y descubro un disco de Tom Waits, el santo
patrono de los desesperados. Cuando intento dar las gracias el hombre está
unos treinta metros más adelante, repartiendo aguinaldos a una velocidad de vértigo, como si en ello
le fuera la vida.
Me prometo que el próximo año le
regalaré alguna cosa. No sé. Una corbata. Un perfume. Algo así.
A medida que se acerca la víspera
de año nuevo las cosas me resultan más claras. Como a lo largo de trecientos
treinta y cinco días la gente no hace una pausa para tomarse un café a la
lumbre de una charla desprevenida o para dedicarse a su pasatiempo favorito en compañía de los viejos
compinches, pretende recuperar todo lo perdido en treinta días, como si esas cosas fueran acumulativas y uno las
pudiera retirar del depósito cuando las necesita.
Por eso el desbordamiento de los
últimos treinta días. Regalos van y
comidas vienen en una especie de ritual crispado, más parecido a una maratón de
cumplidos que a un intercambio de afectos.
Personas que a lo largo del año a
duras penas nos saludan, de repente se
nos arrojan al cuello y alcanzan incluso
a soltar unos cuantos lagrimones. No
contentas con eso insisten, con agobiante vehemencia, en que es cuestión de vida o muerte
reunirse a cenar.
“Es el espíritu de la navidad”, recitan sin demasiado entusiasmo.
De momento, prefiero dejarlo
pasar.
Ya vendrán los tediosos días de
enero a poner las cosas en su sitio.
PDT : les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada