En una de sus muchas acepciones,
el verbo seducir significa engañar, embaucar, enredar.
Nunca tan bien aplicado ese sentido como en los terrenos del
sexo y la política.
El político y el Don Juan son diestros en decirle al objeto de
su deseo lo que este quiere oír.
Por eso manipulan con talento de
prestidigitador los miedos, anhelos y
expectativas del potencial elector o amante. Sobre esa base elaboran un discurso cuya clave es la promesa de placer, bienestar
o seguridad.
Una vez consumado el hecho,
ambos, Don Juan y político, emprenden la retirada.
Es entonces cuando el interpelado-
elector o amante- advierte y denuncia el
engaño. El primero se convierte así en opositor y el segundo en despechado.
En realidad no hay nada nuevo en
todo esto: es el viejo y conocido juego de manos del poder.
Conocedor de esas claves,
Maquiavelo formuló sus célebres
recomendaciones a los príncipes de su tiempo.
Los modernos expertos en publicidad y mercadeo político
redactan sus discursos atendiendo a
esas mismas lógicas: la latente necesidad humana de una promesa inspira sus contenidos.
La verborrea mediática alrededor
de la figura de Donald Trump parece olvidar esos principios. Cada vez que el
magnate pronuncia una palabra corren a multiplicarla en noticias, artículos de
opinión y entrevistas, obrando así a
modo de caja de resonancia.
En realidad, el candidato
republicano no ha necesitado invertir
mucho en publicidad: le basta con
atacar a alguien para que sus aparentes
opositores se encarguen del resto.
Es el mismo truco del
expresidente Uribe en Colombia: sus asesores de prensa saben que cuanta sandez
ponga en twitter será replicada al instante por columnistas y caricaturistas,
devenidos promotores de imagen del hoy
senador.
Pero volvamos a la campaña
electoral en los Estados Unidos. De
multimillonario excéntrico, Donald Trump pasó a ser el gran desafío
para algunos demócratas- otros se le
parecen bastante- y para lo que sobrevive de la izquierda ¿Su clave? Atender
las recomendaciones de sus asesores
cuando lo conminan a encarnar la
parte más instintiva del ciudadano Wasp: xenofobia, racismo, pasión por las
armas y expansionismo a ultranza. Como pueden ver, no se necesita ser un genio
para eso: basta con pulsar un miedo aquí, un prejuicio allá y tenemos un candidato exitoso.
Un candidato, no un presidente.
Como bien lo han advertido algunas mentes lúcidas, en caso de obtener el aval
de los electores, Trump no tardará mucho en defraudarlos. Claro, ese es por
definición el desenlace natural de la política y el amor. Pero en este caso hay
más: en el mundo de hoy no son los presidentes quienes gobiernan los países , como tampoco son los congresistas los que dictan
las normas ni los magistrados los que imparten justicia. Son las grandes
corporaciones globalizadas que financian campañas y tuercen conciencias.
De modo que un eventual Trump presidente empezaría muy
pronto a ver a los odiados inmigrantes como un suculento
mercado al que no se puede ignorar de
buenas a primeras. Después de todo son consumidores y si
además pagan impuestos y ponen votos en
campañas futuras, el pragmatismo
lo obligará a tratarlos de otra manera.
Así funcionó siempre: hace poco más de medio siglo, mientras los
soldados de su país combatían a los nazis, multinacionales como la ITT y
General Motors le vendían equipos de
comunicación y tanques de guerra a Hitler: esa es la mecánica del negocio.
Con parte de su propio partido en
desbandada, es poco probable que Donald
Trump, esa especie de avatar salido de un reality show, alcance la
presidencia de su país. Pero aun en el
caso de que lo haga, su discurso, como el de todos sus homólogos desde hace dos siglos, tendrá que ajustarse a
una realidad geopolítica distante años
luz de su actual frenesí verbal. Para entonces, sus desilusionados electores ya
tendrán tiempo de llorar como amantes desairados.
PDT : les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
https://www.youtube.com/watch?v=lZD4ezDbbu4
PDT : les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
https://www.youtube.com/watch?v=lZD4ezDbbu4