lunes, 31 de marzo de 2025

Todo se hace Poema

 








La poesía es un fruto escaso y por lo tanto difícil de alcanzar. Por eso, lograr un buen poema puede tomar toda una vida. La palabra precisa, el ritmo, los silencios no surgen por generación espontánea: hay que rastrearlos con la paciencia de esos buscadores de tesoros capaces de atravesar desiertos y escalar montañas detrás de su obsesión. Al final, el poema será entonces la recompensa.

Olga Lucía Betancur ( Viterbo, Caldas, 1947) sabe de esas búsquedas. Sabe también que para cincelar unos buenos versos hay que equivocarse muchas veces antes de acercarse a la revelación. Al momento en que la luz se filtra a través de las palabras y, entonces, todo se hace poema, como lo manifiesta en esta suerte de declaración de principios que le da título a su más reciente libro:

Todo se hace poema:

Los fértiles sonidos,

los silenciosos vientos…

Las profundas raíces

que labran los caminos

donde bulle otra vida.

 

El tiempo es ondulante,

el espacio se curva,

El aire es como un prisma

y me convierte en onda

Que levita.

No es casualidad que la palabra  errancia se repita tantas veces en la poesía de Olga Lucía  Betancur. Para ella el poema es un deslizarse a través de sí misma por los caminos donde bulle la vida hasta convertirse en onda que levita.

Pero más allá del viaje físico-una constante en su obra- lo suyo es un abismarse en los espacios interiores, en esa geografía del alma plena de ideogramas y jeroglíficos  en los que acaso se encuentre codificado el propio destino. Así, en un poema titulado  con no poca dosis de ironía “ Happy Birthday”, nos advierte:

El Tiempo,

cae  a cuenta-gotas

sobre el claror de las auroras…

 

¿Hasta cuándo

podremos resistir

dignamente

el innoble asalto

de la decadencia.

 

Y medir con certeza

el lujo del instante

que nos abandona

entre el ansia

de seguir respirando?

 

El instante es un lujo, la flor del día que una vez disfrutada se aleja sin remedio dejando a su paso una estela de ceniza. De esas cenizas está hecho lo que llamamos la vida. La labor del poeta consiste en amasar esa materia con el fin de  convertirla en canción. Eso explica la proximidad   entre la poesía y la música, acaso la gran obsesión de Olga Lucía Betancur. En sus poemas la música es una presencia constante. En las páginas de Todo se hace Poema el lector escucha resonancias de Bach, de Mozart y de Arvo Part, al lado de tangos cantados por Susana Rinaldi o de blues dolientes del Profundo Sur norteamericano. Al fin y al cabo, la poesía fue en principio canción en la voz del rapsoda. A lo mejor en una de esas melodías  encontremos respuesta  a la pregunta formulada en los últimos versos de  “ Happy Birthday”, firmado en Luxemburgo en mayo de 2012:

¿Cómo sabremos

que ha llegado la hora

de alejarnos,

con la discreta elegancia

de la Melancolía?

 

Discreción y elegancia: dos características de la obra poética de Olga Lucía Betancur.  A años luz de tantas corrientes al uso, la suya es una poética alejada de las estridencias, porque es pariente del viento que se agita entre los árboles, del arroyo que viaja a su cita con mares ignotos. De esas lejanías, la autora regresa a veces con versos como estos:

 

Hay, en algunas tardes

de este país de vientos,

un color de nostalgia

-un gris en pinceladas-

que me remonta lejos,

a mis picos nevados.

 

La vida como viaje es acaso el más antiguo de los tópicos. Con todo, en estos poemas la imagen cobra otros sentidos. Las criaturas vivientes y las inanimadas somos relojes de arena en los que el tiempo se mide y nos mide, recordándonos que algo somos…/ Algo que siente y que palpita/ a pesar de la infalible NADA/ que borda nuestros sueños.

En ese viaje de ida y vuelta el tiempo, lejos de ser un enemigo, es nuestro mejor cómplice.  De ahí que los versos de Olga Lucía Betancur sean un constante tributo a las manos, a los pies, al corazón, que nos ayudan a renovar cada día el milagro de estar vivos, no a pesar sino gracias a nuestra condición de briznas en el viento:  Soy un punto que respira,/ y una brizna insegura/ que bascula en el éter. / Un día soy ligera/ ascendiendo confiada/ en certezas de vida.

Los versos de Todo se hace poema trazan un arco que va de Viterbo, en  las montañas de Colombia, a Luxemburgo y otros lugares de Europa antes de retornar a su rincón en la vereda La Estrella, en la ruta hacia  de  La Bella, donde ahora reside la autora mientras desvela certezas como esta: Ahora, cuando los años/ han tendido su velo, / empiezo a parecerme/ a la madre transparente. Justo aquí  brota la pregunta entre la fronda  de sus versos :

 

¿Dónde ha ido la infancia

que soñaba golondrinas

brillando en los aleros?

y el caballo de madera

en el que Sherazada

me invitaba a los viajes…

 

O “Las Mil y una noches”,

ese libro que hizo de mis días

un vuelo interminable?

 

El círculo se cierra en una geometría que es en sí misma metáfora del universo. Metáfora que se revela una vez más en un poema titulado Rio Otún: Hoy, voy fluyendo lenta/ por las oscuras aguas de mi Tiempo, / Y, grávida de ti, me reconozco/ en la impasible repetición / de tu Misterio.  Es su manera de recordarnos que a través de las doscientas veintisiete páginas de este libro Todo se hace poema.


PDT. Les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

https://www.youtube.com/watch?v=twzmflIdYmw

 

 

 

jueves, 6 de marzo de 2025

Las manos de Ana María

 

                                            Ana María y detrás Amelia, mi madre



La vida de Ana María transcurrió, como la de todo el mundo, entre dichas y pesares. Nació en 1906 en Venecia, para entonces corregimiento de Fredonia, en el occidente cafetero de Antioquia, donde todavía se sentían los coletazos de La Guerra de los Mil días. Quince años después, su camino se cruzó con el de Martiniano Grisales, un andariego que por esos días se ganaba la vida vendiendo sombreros aguadeños en ferias de pueblo. Al poco tiempo se casaron y trataron de ser felices aunque nunca comieron perdices. Como la mayoría de los matrimonios de esa época, mientras erraban de un lugar a otro, se reprodujeron con conejil entusiasmo: de esa unión nacieron por lo menos dos decenas de criaturas de las que sobrevivieron, en su orden, Juan, Roberto, Hernando, Germán, Obed y Ever entre los hombres.  Las mujeres fueron Carlina, Virginia, Amelia (mi madre), Gabriela, Marina, Mariela, Margarita, Edelmira y Teresita, de quien hablé hace unos días, pues constituye un capítulo especial en mi vida: fue la persona que me enseñó a leer y escribir. Gracias a ella puedo estar aquí conversando con ustedes.

A Juan, el primogénito, lo mataron en tiempos de la violencia liberal-conservadora en un caserío del norte del Valle del Cauca, adonde había viajado a visitar una novia con la que pensaba casarse. Acababa de cumplir veinte años y su cuerpo, al decir de las autoridades, fue sepultado en una fosa común de la que nunca pudo ser recuperado.


                                                      Juan  Grisales

Desde entonces, mi abuela Ana María fue un alma en pena. Algo así como La llorona de las leyendas rurales. Dormía en los cafetales, no comía, solo hablaba para reclamar la presencia de su hijo ausente mientras el resto de su prole sobrevivía a la deriva. Los mayores cuidaban de los menores y Martiniano trataba de ocuparse de todos mientras hacía milagros para procurarse el sustento en una pequeña parcela ubicada en una vereda llamada El Tigre.  Cuando a su mujer le dio por andar de un lugar a otro en busca de un sosiego nunca alcanzado recorrieron varios municipios del Valle del Cauca hasta llegar a Buga, donde el Señor de los Milagros poco pudo hacer al respecto.

Aunque esto último no es del todo cierto. Mientras vagabundeaba en busca de su fantasma, tratando de curarse a sí misma, las manos de Ana María aprendieron a curar a otros. Aprendió a desombligar niños, a preparar  remedios para la viruela y el sarampión, a   rastrear hierbas para las lombrices. Incluso rozó los límites del milagro:  a los tres años de nacido me salvó de una meningitis sosteniéndome vivo a punta de pócimas mientras buscaba atención médica. La cabeza le chirriaba, mijo, como cuando se echa agua fría sobre una plancha caliente, me conto una vez, con el aire victorioso de quien sobrevivió a una batalla feroz.

Pero hay todavía mucho más.  Cuando, al finalizar la semana, escaseaba el mercado en la cocina, la abuela se las arreglaba para preparar unos almuerzos con base en lo que encontraba a su paso en un rápido recorrido por la finca: arracachas, mafafas, guineos, aguacates, plátanos y unos cuantos fríjoles verdes se daban cita en una olla que al final alcanzaba incluso para algún forastero que pasara por la casa.


                                                         Martiniano Grisales

Esas manos sabían destilar aguardiente casero que vendía de manera clandestina a los clientes de la fonda de Martiniano, donde se emborrachaban al son del cancionero de Lucho Bowen, de Nano Molina, de El dueto de antaño y de Los Trovadores de Cuyo. Cuenta mi madre que un día la policía allanó su alambique. Presa de la indignación, la abuela destrozó contra el piso, una a una, todas las botellas, incluidas las envasadas y las vacías, frente a las narices del comandante de la patrulla quien, ante semejante demostración de dignidad, solo atinó a emprender la retirada. De ese talante era.

Muchas veces he repetido que solo necesito tres cosas para ser dichoso en este mundo: un camino, una gorra y un palito… ah, y una fuente de agua donde calmar la sed. Eso lo aprendí de la mano de Ana María. Cuando había que hacer alguna diligencia en el pueblo, nos levantábamos a las tres de la madrugada, nos bañábamos con totuma en un estanque poco menos que helado y, con el mundo todavía a oscuras, emprendíamos la marcha desde El Tigre hasta la cabecera municipal, donde escuchábamos la misa de seis y luego íbamos a la tienda, el almacén y la droguería donde le fiaban las cosas que se necesitaban en casa. A modo de tentempié, apurábamos sendas botellas de pony malta guarnecidas con pan y salchichón y tomábamos el camino de regreso para estar en casa a la hora en el que el enorme radio Philips, empotrado en un mostrador de la fonda de Martiniano, transmitía las aventuras de Kalimán, El hombre increíble.

Fue así como me volví un trasegador de trochas, riachuelos y rastrojos. Cada vez que me descalzo para refrescar los pies en un arroyo, me vuelve de golpe el aroma a hierbas medicinales de esa mujer que fue a la vez madre, abuela, maestra, cómplice y un montón de cosas más. Su figura siempre se me antojó un árbol añoso, bajo cuyas ramas el prójimo, aunque fuera un desconocido, podía encontrar refugio en medio de la tempestad. Ella, que un día estuvo a punto de ser abatida por sus propias tormentas.

Al final de su camino, cuando contaba con noventa y siete años, la vida me permitió devolverle algo de las muchas cosas que me dio. En las tardes de sábado en casa de mi tía Teresita cantábamos una y otra vez, envueltos en el arrasador aliento nostálgico de La Piragua, la canción del maestro José Barros.

En una de esas veladas, conscientes de que el desenlace no estaba muy lejos, le pregunté cuál era  su deseo para la hora de la muerte. “¡Un trago doble!” me respondió sin dudarlo.  Unas semanas después, en marzo de 2003, la abuela Ana María agonizaba en la clínica Comfamiliar, con la compañía de sus hijas Amelia y Virginia, de su nieta Nelly y la mía. “¡Traigan un sacerdote!”, pidió una enfermera. “¡Voy por un trago!” repliqué y corrí hasta la oficina de mi amigo Maurier Valencia, Director Administrativo de Comfamiliar en esa época. Allí me regalaron uno de esos vasos grandes rebosante hasta el borde de Whisky Old Parr. Juro que no derramé una sola gota en mi carrera de regreso. Apuré un buen trago y le di el resto a la abuela mientras le deseaba, como a los viejos marineros, buen viento y buena mar en su travesía. La gratitud que vi en sus ojos me asegura que llegó a buen puerto.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

https://www.youtube.com/watch?v=pTqmOLEnR3I