“Por todas partes se oye repetir 
sin cesar que la situación ha llegado a un punto límite, que las cosas
se han hecho ya intolerables y que se necesita un cambio. Pero los que lo
repiten son sobre todo los políticos y los periódicos  que quieren orientar el cambio de manera que
nada, en definitiva, se altere”.
 La anterior reflexión del pensador italiano
Giorgio Agamben, resume a la perfección lo experimentado en la escena
política  local y regional durante los
últimos años.
Este fin de semana se
posesionan, muy tiesos y muy majos, el gobernador de Risaralda y los alcaldes
de los catorce municipios del departamento, elegidos  el 
veinticinco de octubre  de
2015,  después de una campaña en la que
las palabras  cambio, transformación y
transparencia fueron usadas de una manera tan repetida que obligaron a  más de uno a pensar en el sentido de aquél
proverbio oriental:  “Dime de qué presumes y te diré que te  hace falta”.
En particular, el  nuevo alcalde de Pereira  llega al cargo luego de que una hábil campaña
de publicidad y mercadeo político consiguiera que los electores asociaran su
rostro joven con la noción de cambio, esa palabra  casi mágica que subyace en todos los aspectos
de la vida: la economía, la moda, la sexualidad y, por supuesto, la política.
Los ciudadanos  esperan, pues, que ese
cambio empiece a hacerse realidad a partir del 1 de enero del  año que apenas despunta. Al fin y al cabo, un
porcentaje alto de sufragios- el llamado voto de opinión-  hizo 
evidente el malestar  de los
electores ante el control casi absoluto que el senador Carlos Enrique Soto y
sus protegidos han ejercido en la ciudad  
durante los últimos tres lustros. Ese dominio se expresó en el monopolio
de la contratación pública, así como de los cargos más apetecidos.
Pero…¿habrá realmente
transformaciones de fondo? A juzgar  por
quienes respaldaron al hoy  alcalde
durante  su campaña, tengo razones para
albergar serias dudas. Me pregunto cómo se las arreglará  el mandatario para responder a los intereses
de la casa Gaviria, el clan Merheg, Diego Patiño, Octavio Carmona, Luis Enrique
Arango y María Irma Noreña, para mencionar solo 
a los más visibles. En teoría se produjo un cambio, pero en la práctica
tendremos que resistir los embates, no de un cacique, sino de media docena.
Ustedes dirán que debemos darle
tiempo, pero la evidencia de que la política hace mucho  dejó de ser un proyecto de sociedad para
convertirse en una bolsa donde los privados invierten  su dinero y esperan, por lo tanto, ganancias
me conduce al escepticismo. Ojalá 
quienes acaban de tomar el mando lo refuten con sus actos. Son muchas
las deudas pendientes. En educación, por ejemplo, se han alcanzado las metas de
cobertura, pero son grandes los vacíos en calidad. La noción de
convivencia  ciudadana   demanda un trabajo de fondo dirigido  a que la responsabilidad y el respeto sean de
veras agentes de transformación en nuestra manera de vernos frente a los otros.
La gestión y los usos del territorio siguen siendo más un asunto de los
apetitos privados  que de las acciones
del Estado en sus instancias local y regional. La cultura, que tuvo
innegable  mejoría durante la última
administración, corre el riesgo de 
volver a los tiempos de la politiquería y el clientelismo.
Por  fortuna, hoy existen más herramientas de
control. Veedurías ciudadanas, organizaciones 
comunitarias y líderes públicos cumplen un rol vital en aras de sanear
las costumbres. Además, durante la campaña se firmaron distintos pactos de cuyo
cumplimiento los gobernantes deberán dar cuenta. Ojalá sea así. De lo contario,
estaremos reeditando la idea de aquél inolvidable  personaje de la  novela 
El Gatopardo, de  Giuseppe Tomasi
di Lampedusa : cambiar todo para que todo siga igual.



 






