Como dos extraños que en mitad de la noche
contemplan un montoncito de huesos resplandeciendo bajo la luz de la luna: de
ese tamaño es la desolación que
atraviesa las doscientas páginas de Stoner, la novela del escritor
norteamericano John Williams, publicada por primera vez en 1965.
William Stoner es el único hijo
de una pareja de granjeros pobres de
Booneville, a unas cuarenta millas de
Columbia, la sede de la Universidad. Con
la esperanza de que un día regrese para ayudarlos a administrar mejor la
tierra, lo envían a estudiar allí una carrera relacionada con las ciencias del
campo. Pero la literatura se cruza en el
camino del muchacho y con el paso de los años acaba convertido en profesor
de lengua inglesa.
Muy pronto, descubre que la vida académica es en realidad una letrina de ambiciones,
intrigas, envidias y pugnas por el poder. Pero al mismo tiempo comprueba que no
tiene salida distinta a la de seguir
adelante, como quien camina en línea recta
hacia el desfiladero que le ha sido asignado. Destino, llaman a eso algunos poetas.
Para distraerse de esa certeza
lee a los clásicos- sobre todo a Shakespeare-
y camina por el campus. Un día descubre que siente una curiosa mezcla de
respeto y compasión por sus alumnos y
ese sentimiento le ayuda a mantenerse vivo.
Empujado por su propia inercia,
se cree enamorado de Edith, la hija de una familia de banqueros puritanos
venida a menos y termina casado con ella. Ese es el otro capítulo del desastre
que algunos llaman “su vida”.
“Y así, como la de tantos otros, su luna de miel
fue un fracaso, aunque no lo admitieran,
y no se dieran cuenta del significado hasta mucho tiempo después”,
leemos en la página setenta y dos.
Mucho antes de llegar allí ya sabíamos que en Stoner,
el infierno conyugal es apenas la metáfora
de otro más grande: el de la Historia entera, como bien nos lo hace
saber el narrador cuando nos describe su estado de ánimo ante la muerte de un amigo en la Primera
Guerra Mundial y el solo aparente éxito de otro en la segunda. En el intermedio
acontece la gran bancarrota financiera de los años treinta, en
la que miles de hombres, entre ellos el padre de Edith, se suicidan como única
salida digna ante el descalabro.
Entretanto, a modo de colofón, William
y Edith tienen una hija, Grace, cuyo nombre encarna en sí mismo la
ironía. La niña no tardará en convertirse en espejo de su propia alma
atribulada. Como desenlace ineludible, a
temprana edad empieza a chapotear en el alcohol y termina embarazada. En la
descripción que el narrador hace de la madre en la página ciento ochenta y
cuatro adivinamos las razones de la
desazón sin remedio que rodea a la
muchacha como un halo heredado desde el
comienzo de los tiempos:
“En su año cuadragésimo, Edith Stoner estaba tan delgada como lo había
estado de niña, pero con una dureza, una fragilidad, que provenía de su
actitud inflexible y que hacía que cada
uno de sus movimientos pareciese desdeñoso y resentido. Las facciones de su
rostro eran afiladas, y la piel fina y pálida se estiraba sobre ellas como
sobre un armazón, por lo que las arrugas de su cara eran tensas e incisivas.
Estaba muy pálida y usaba grandes cantidades de polvos y maquillaje de manera
que parecía que cada día dibujase sus propios rasgos sobre una máscara blanca.
Tras la piel dura y seca, sus manos parecían de hueso, y las movía
incesantemente, retorciéndolas, arqueando los dedos y cerrando los puños hasta
en los momentos de más calma”
Desde hace muchos años, por lo
menos desde Melvillle y Hawthorne, los
escritores norteamericanos se acostumbraron a mirar de frente la tierra yerma
donde acontece el Apocalipsis y han vuelto
para contarlo. Thomas Pynchon, Ernest Hemingway, Jhon Dos Passos,
William Faulkner, John Updike, Saul Bellow, Raymond Carver, John Cheever y Sam Shepard
nos han enviado sus postales del fin del mundo, como un vinagre para escaldar las heridas
de la propia incertidumbre. John Williams no deshonra esa tradición. De hecho,
en Stoner nos invita a la vivisección
de un condenado a muerte, como todos.
Por las páginas de la novela
desfila un grupo de personajes- de almas
en pena- cuya única seña de identidad es
el fracaso... aunque veces, entre botella y botella, o en el destello de la
cópula, experimenten la ilusión de que
las cosas podrían ser de otra manera.
Pero no hay redención
posible para estos condenados. En
venganza por haberla sustraído a la farsa de su seguridad familiar, Edith se
encarga de recordarle cada minuto al
marido su condición de perteneciente a una clase social inferior. Durante un
breve verano, Stoner vive una aventura con Katherine, una joven estudiante que
se le antoja una promesa de salvación.
Muy pronto, el mundo se encargará de
enseñarle que la dicha es apenas
un estremecimiento fugaz, del que se regresa con el cuerpo y el alma
rotos.
Al final de la novela nos
encontramos a William Stoner, más
derrotado que nunca, enfermo de cáncer y
mirando a los ojos de su propia muerte con la fascinación esperanzada
de los grandes desesperados. Sabe que en
sus brazos lo aguarda la calma que no conoció cuando araba los terrones
duros y pardos en la granja de sus
padres, ni cuando acariciaba el cabello castaño de su hija. Mucho menos en sus clases de literatura o en el
momento de penetrar el cuerpo rígido de Edith. Ni siquiera durante las mañanas
infinitas en las que besó la piel de su joven amante. Cuando el sol se oculta y la luna llena se eleva en el
horizonte, Stoner cree ver en la distancia un
montoncito de huesos resplandeciendo sobre la arena. Contemplando
ese fulgor experimenta un sentimiento
inefable, pues intuye que allí se oculta
la clave entera de su errático destino.
PDT : les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada