martes, 23 de mayo de 2017

Pierna arriba



 Aguijoneado  por un texto publicado en https://www.traslacoladelarata.com/2017/05/23/cine-porno-colombia/ desempolvé ( en el  sentido figurado y literal) un viejo archivo abandonado en lo profundo de mi computador. Quiero compartirlo con pornófilos y pornófobos por igual. Año tras año,durante tres lustros  fue rechazado por revistas y periódicos serios, como si de un pornópata apestado se tratara.
Aquí va.


















La primera comunión

 Los hombres, casi siempre solos y aferrados a un periódico enrollado como si se tratara de un madero  en medio de un naufragio, ingresan a la sala de cine con el aire entre culpable y desdeñoso de los que se saben partícipes de alguna conspiración antigua y desgastada.

 El olor que flota en  el aire es el resultado de la mezcla entre el cloro utilizado para la limpieza y el aroma vegetal, pegajoso, que asciende desde el bajo vientre de varias docenas de feligreses que con una puntualidad posible sólo en los casos de devoción absoluta acuden al culto donde Ella, la hembra yegua, es inmolada una y mil veces para que los sin amor puedan sobrevivir una noche más al acoso de los dientes afilados de la impotencia y la desesperación.

En la primera fila del teatro un cuarentón gordo hasta lo inconcebible  hurga entre la bragueta de su pantalón mientras, no de la garganta si no del  alma, le salen unos gemiditos de niño grande extraviado en la espesura del bosque, de ese bosque de  algas que la cámara implacable explora sin tregua, mostrando lo más secreto de esos vellos trémulos, de esas humedades de musgo perladas con destellos de estalactitas florecidas en  la entrepierna de las actrices.

Entre tanto el gordo, el flaco, el adolescente, el  septuagenario, el  profesor de literatura y el vendedor de electrodomésticos  se consagran  durante dos horas a ser otro: son el jinete que cabalga esos muslos y desafía el universo con el ir y venir de unas nalgas que ofrecen a la vista, como un escupitajo, el tatuaje de una víbora de tres cabezas.

Nada más animal, más primitivo, más desolado que un montón de hombres  reunidos en una sala porno.



De cualquier manera, la imagen es una estampa de otros tiempos, porque las salas de cine X, al igual que las otras, están cada vez más deshabitadas. Lejos están ya los tiempos cuando doscientos, tal vez trescientos fanáticos del sexo imaginado acompañaban a los protagonistas  de las historias en su ascenso y descenso hacia el reino de la bestia de dos espaldas: era un coro de suspiros, gritos, jadeos y aplausos, como si estuvieran  ante una singular orquesta integrada por músicos vestidos apenas con la propia piel.

En el principio era un rito. Cuando las salas bautizadas con nombres como Karká, Sinfonía, Apolo o Capitol anunciaban el estreno de la última superproducción de Claudine Beccarie, Vanessa del Río, Cicciolina, John Holmes o Rossana Doll, los devotos se aprestaban con semanas de anticipación para recibir la lluvia de semen que los reclamos publicitarios anunciaban en los avances o " trailers", como le gustaba llamarlos  a los viejos amantes de las películas de acción y, ya lo sabemos, el cine porno es nada más y nada menos que eso : acción.



 Como todos los ritos, la aventura pornofilmica exigía una rigurosa y paciente preparación: definición del día, hora y lugar para la incursión en esa tierra de nadie y de todos donde,  de una manera más cierta y brutal que en una cadena de montaje, el cuerpo es a la vez herramienta, producto, desecho y todo lo que se quiera, menos depositario de placer. Si alguien lo duda le bastará con recordar el fulgor de odio y desprecio que chispeaba en los ojos de John Holmes, uno de los grandes mitos del porno duro, cada vez que se disponía a horadar con su descomunal instrumento de combate las exhaustas entrañas de una diva incapaz de disfrazar tras un gesto de placer  mal calculado, el hastío infinito que dejan como resultado mil cópulas enhebradas a las puertas del infierno.



Sin embargo, la mascarada bastaba para que los cien, los doscientos prosélitos de esa diáspora de hombres solos hermanados por la figura tutelar de un Príapo desangelado sintieran que estaban de algún modo accediendo a una forma remota y vaga de la redención.

Esa redención ameritaba todos los sacrificios: hacer la fila y exponerse a la mirada inquisidora de transeúntes y conocidos, dispuestos a comprender y perdonar todos los vicios y gustos, menos el de esa forma suprema del egoísmo y la renuncia que es el onanismo y peor aún si se trataba, como en el caso de quienes asistían a salas X que agotaban la boletería, de una suerte de onanismo en comunión.

Era también escaparse del trabajo en mitad de la tarde  y correr el riesgo de encontrarse, cuando se prendieran las luces del intermedio, con los ojos asustados de un compañero o del mismísimo jefe en persona y sobre todo  enfrentar el sentimiento de  desprecio que la mayoría de las mujeres profesan por esos seres que parecen preferir una cópula de mentiras en la oscuridad pegajosa de una sala de cine, a la tibieza y humedad que son expresión física de la dosis  personal de infierno  y paraíso que un dios loco reservó para los hombres.

 Era tan cierta la mentira que hasta se supo de historias de amor  entrañables como la del viejo jubilado de  una compañía dedicada a importar cigarrillos, que asistió durante dos semanas seguidas a tres funciones diarias, sólo porque había quedado prendado del lunar marrón  que la protagonista de una película que  ostentaba el obvio título de " Noches ardientes "  lucía  como un señuelo, justo a mitad de camino entre la ingle y el pubis.



Pero, ya lo dijo el poeta del Río de la Plata: "La dicha es un castillo con un puente de cristal " y los vientos del mercado se fueron llevando los viejos teatros donde se proyectaban dobles en jornada continua, que con precisión de equilibrista eran capaces de armonizar un western  protagonizado por Lee Van Cleef y Franco Nero con los misterios milenarios  popularizados por las películas de Bruce Lee.

 Esos vientos no tuvieron piedad con el hombrecito que apuntalaba su dignidad con una corbata raída y unos zapatos protegidos por varias capas  de betún Beisbol como una coraza contra el desastre. Todos los jueves aguardaba a que se  corrieran las persianas metálicas de  un teatro situado en la carrera Bolívar de Medellín para abandonarse durante cuatro horas a la buena merced de unos cuerpos casi siempre estropeados por el uso y el abuso, que  lo mantenían suspendido en el tiempo y el espacio, para devolverlo al caer la tarde  a los remolinos del río de rostros y sudor que se precipitaba entre  ilusiones y ansiedades hacia el reino de sombras donde habita el olvido.

No podían tener piedad por supuesto, porque, para empezar, como bien lo había dictaminado un puñado de profesores alemanes y franceses, los tiempos que se avecinaban no eran los del colectivo sino los del individuo y las calles dejarían de ser lugar de encuentro y reconocimiento para dar paso al miedo y la desconfianza. En ese panorama poco tenía que hacer el cine como alternativa frente a la irrupción de los deportes de riesgo, las discotecas multiusos y menos frente a ese monumento al autismo que son los dispositivos digitales como opción de uso del tiempo libre para las nuevos ciudadanos.



A esos vientos les tiene sin cuidado por ejemplo que existan en el mundo legiones  de hombres expulsados del disfrute de los asuntos esenciales de la existencia , entre ellos, claro está, el sexo, simplemente porque no pudieron o no quisieron hablar el lenguaje del yo me vendo, yo te compro y al final del camino no les quedó otra salida para aliviar en algo los furores del deseo que abandonarse en los brazos de esas novias de celuloide que ni prometen ni ofrecen nada distinto a la extensión de sus caderas , sólo alcanzables a través de la mirada durante los noventa minutos de la función.

Así, uno a uno, se han ido cerrando los viejos teatros que en los barrios o en el centro de las ciudades representaban algo parecido a un oasis de penumbras donde los estudiantes  escapados de la clase de  Álgebra, los vendedores que ya habían tomado los pedidos del día, los mensajeros, los ayudantes de notario y miles de desempleados podían hacer un alto en sus  afanes y ansiedades  para dejarse llevar por el sartal de ilusiones nacidas al ritmo machacoso de un viejo proyector Samplex de 35 milímetros.

¿Quién y con qué instrumentos podrá medir cuánto ha aumentado la desesperación de esos hombres  desde la tarde en que  llegaron a las puertas de su teatro favorito, tanteando en los bolsillos con dedos sudorosos un arrugado billete de   dos mil pesos y se encontraron con el palmo de narices de un aviso escrito con pésima caligrafía, que  resumía  en tres palabras una suerte  de sentencia cifrada? 

"Cerrado por derribo " decía la  escueta frase pero era suficiente para dar inicio a una interminable secuencia de preguntas sin respuesta, que apuntaban todas a tratar de dilucidar qué hacer con lentas y tortuosas tardes de hastío  que de allí en adelante  transcurrirían entre partidas de billar, lecturas de periódicos viejos y caminatas sin rumbo por callejuelas ajenas y hostiles porque, entre otras cosas, los clientes de las salas X no son los mismos que alquilan películas en formato de vídeo para ver en casa.

Hogar dulce  hogar.

"The times they are all changing" cantaba con su voz nasal el  viejo Bob Dylan, por allá a mediados de los sesentas, y sí que cambiaron los tiempos, hasta el punto de poder afirmarse que la especie  humana entera salió del sur y dio un rodeo por el norte, para volver al fin al punto de partida con la ilusión de que ya lo sabía todo sobre el universo y sus asuntos. 



Las utopías adquirieron el tono sepia que es la impronta del fracaso. El mercado y sus azares (que los economistas llaman "leyes")  invadieron todas las esferas de la vida pública y privada.  Los grandes amores pasaron a ser asunto de canciones trasnochadas, al tiempo que el hombre  concreto, inquieto y asustado en el bosque de sus descubrimientos y tribulaciones, como los chicos de las fábulas de Grimm sentía, más que nunca, el apremio de sus pulsiones esenciales y entre ellas el sexo, como garante supremo de la perdurabilidad de la vida.

 Así lo supieron entender con certera sagacidad los publicistas y expertos en mercadeo. Por eso, enfilaron todas sus baterías a exacerbar esos impulsos como motores de consumo a través de un bombardeo incesante de imágenes en las que traseros, espaldas, muslos, tetas y coños constituía el primer y último fin. "¡No importa cuán bella e inaccesible sea o parezca: tu puedes!" es en últimas el resumen de esa  manera de tomarse por asalto la mente, el alma y el cuerpo de los hombres, en tanto que consumidores, reales o virtuales del producto más sofisticado y costoso que haya podido caer en manos de los mercaderes: el cuerpo femenino.

 

Por esa vía, la marea del mundo no tardó en sacar a flote el hecho de que en relación  con el sexo estaba claro que  existían en todas partes multitudes de hombres que por pobres, por tímidos, por feos,  por sucios o por todas las anteriores   se quedaban por fuera de las posibilidades de consumo de  cuerpos. 

A ellos estarían destinadas las salas X, que son  lugares menos de placer que de escarnio. Para los más sofisticados, que utilizan las imágenes pornográficas como tentempié o  a lo sumo como aperitivo, se había inventado esa especie de animalito doméstico que se pasea  por alcobas, salas, cocinas y hasta baños, salpicando el tedio de los ciudadanos modernos con el destello  luminoso de su estela omnipresente: el video.

 Anclados en su condición de mortales estrato cuatro, cinco y seis, gracias a la movilidad social  dinamizada por el acceso a la educación, los mercados abiertos y las economías emergentes, los hombres de las clases medias  (ansiosos por saber cada vez menos de sí mismos, y por esa vía, del mundo) encontraron  primero en El Betamax y luego en el VHS el sortilegio  para exorcizar cada noche la dosis de  pánico y fascinación que les subía pierna arriba.

Fue así como la sala , el sacrosanto lugar donde  el muy serio ejecutivo se solazaba con noticias de defraudaciones y masacres, los niños con los dibujos animados ( Tom y Jerry ayer y Pokemón hoy), las señoras con dramatizados sobre la idiosincracia de las regiones  y las criadas  con  telenovelas lacrimógenas, se vio de repente tomada  por asalto por la presencia de damas fogosas llamadas Ginger, Rossana, Valeria o  Cicciolina, dispuestas a llevar  hasta las últimas consecuencias las posibilidades del cuerpo, ejerciendo una forma de santidad al revés, orientada a redimir de alguna manera a la familia de esa forma gris de existencia que el poeta Joaquín Sabina llama “El sexo con amor de los casados” .



La nueva situación plantea de entrada un problema: Al hacerse doméstico y recibir la bendición institucional, el porno pierde lo poco que le quedaba de fuerza transgresora. De ahí en adelante  pasará a formar parte de la interminable lista de objetos destinados a estimular la vida de los individuos a través de una fugaz permanencia como elementos de uso y desecho.

Tanto es así que en la galaxia de la televisión digital los clientes pueden elegir entre una sesión de aeróbicos, el partido de la liga italiana de fútbol, la NBA, la misa dominical o la última superproducción del canal Playboy. De ese modo las parejas podrán al menos disimular el tedio de los fines de semana mientras ensayan posiciones  sexuales cada vez más enrevesadas, como si en lugar de un intento de comunión se tratara de una competencia gimnástica  cuyo fin último es exacerbar el ego de los  practicantes..

El proyecto de desacralización del mundo, tan caro a la ideología del consumo y a las modernas teorías del mercado, cierra pues su ciclo, como una serpiente que se muerde la cola, al intervenir con su poder devastador   un territorio que por ser consustancial a la supervivencia misma de las especies estuvo rodeado desde la  aparición de la criatura humana de  todo un tejido de eventos rituales. Entre ellos  la invención del concepto del amor y sus muchas derivaciones. Despojado de su tinte poético el sexo deviene  droga y en el mejor de los casos , terapia, para estar acorde con esa  percepción instrumental de la existencia , en la cual las cosas y los seres no serán nunca más hermosos o buenos: tendrán que ser de cualquier forma, útiles.

El mundo, el demonio y la carne

La escena tuvo lugar en una sala X situada en el centro de la ciudad de Medellín, pero igual pudo suceder en cualquier rincón de la tierra. El cuarentón, gordo hasta lo inconcebible, metido a la fuerza en una camisa estampada con motivos tropicales y sentado en la primera fila, jadea al compás de la pareja que se deshace en la pantalla entre gruñidos feroces. De repente, en el momento mismo en que los actores simulan un clímax perfecto, de la garganta del hombre sale un aullido desgarrador que saca de su embeleso a los  asistentes que a esa hora, tres de la tarde de un miércoles de ceniza, suman  medio centenar. La linterna del acomodador se pone en funcionamiento y cuatro policías bachilleres se levantan de sus asientos mirando en todas direcciones, como si fueran un bloque de búsqueda de lo sacrílego y pecaminoso. 



Con un aire entre indignado y reverencial se acercan al hombre que todavía no atina  a comprender  la causa del alboroto  desatado en la sala. Las luces se  encienden, los asistentes silban y el acomodador lo conmina a  que se abroche el cinturón y abandone el lugar si no quiere ser denunciado  por ofensa a la moral pública.

Ahora las cosas están claras: el tipo se ha convertido en chivo expiatorio, esa vieja figura  de las ceremonias sacrificiales, tan antigua como la humanidad y siempre necesaria para restablecer el precario equilibrio entre la bestia y la civilización. Por esa tarde al menos, los asistentes al teatro podrán sentirse  inocentes, gracias a que alguien ha perdido sus mecanismos de control y ha dado rienda suelta a lo más crudo y por lo tanto más cierto de su condición. De algún modo el gordo ha sido tocado por el aura de quienes aprendieron muy temprano que la única manera de vencer la tentación es caer en ella.

Ese  tipo de situaciones resultarían no sólo imposibles, sino imperdonables en el ambiente aséptico, al menos en apariencia, de una sala familiar. Allí el sexo ha sido pasteurizado por el lenguaje elusivo de los terapeutas de pareja, especializados en hablar de estabilidad, claridad y responsabilidad en el centro mismo de un territorio donde todo es  caótico, oscuro y casi siempre irresponsable.




A diferencia de las salas de cine, marcadas por  el hálito que caracteriza las cuevas y sótanos donde según la leyenda se reúnen los renegados, en las casas y apartamentos cualquier visitante podrá reconocer, perfectamente alineados , los videos porno – suave y duro- al lado de las colecciones de Discovery Chanel, las grabaciones de las conferencias de  Deepak Chopra y títulos tan dispares como Se busca novio y El Silencio de los Inocentes.

Hasta la abuela, si así lo determina la vigencia de sus hormonas y mientras consume botellas y botellas de diet Coca Cola  acompañadas de palomitas de maíz bajas en grasa, podrá deleitarse con las acrobacias de una reina holandesa del hard-sex o con las incursiones de un sodomita  impenitente en las sinuosidades  y estrecheces del reino animal.

La tristeza después del coito

 Cómo ya lo sabemos, todos los juegos, incluidos los del cuerpo, conducen al hartazgo y a no ser que se esté dispuesto a  incursionar más allá de los límites de la piel, los sentidos acabarán pasándole cuenta de cobro a la curiosidad.

La pornografía, como quintaesencia de lo que hay más allá  y más acá del cuerpo, no podía  escapar a esa condición y al agotarse sus posibilidades- al fin y al cabo son sólo unos cuantos centímetros de piel y no más de tres orificios los que madre natura  nos proporcionó para el ejercicio del placer- acabó colonizando territorios que poco o nada tienen que ver con la sexualidad como promesa de comunicación entre los seres humanos.

Las  relaciones que veremos de allí en adelante serán entre mujeres y caballos, perros o serpientes, hombres y botellas o cualquier objeto que presuma una oquedad, para no hablar  de producciones donde los protagonistas son niños  o ancianos, mujeres embarazadas, cuarentonas gordísimas, machos con labio leporino y enanos o jorobados, como si en el límite de la desesperación sexual- y por lo tanto existencial- intentáramos forzar al máximo las fronteras trazadas de manera conjunta entre la naturaleza y la civilización, en  un  fallido intento por tocar, aunque sea de manera fugaz lo más esencial, vale decir, lo más  primigenio  de nosotros mismos.



 Es en ese sentido, en su capacidad para gritarnos a la cara  las motivaciones últimas de nuestros actos que el porno asquea y cansa, y como al despuntar el nuevo siglo le estamos diciendo adiós  a la idea del amor romántico, el último de los grandes mitos que nos ayudaban a soportar  la certeza del absurdo, ni siquiera Rossana Doll, con sus jugosas nalgas dispuestas como un melocotón en  su punto,  podrá seguir siendo la novia de todos los desairados bajo el desamor. Ya pasó también el  tiempo de la hembra yegua que con sólo mover las caderas  los salvaba de las garras del animal  informe que se aposenta en el pecho cada mañana antes de que    cante el gallo, como una forma del olvido de Dios. Pero qué le hacemos si ya lo supo decir el poeta:  Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio.

PDT : les comparto enlace  dos bandas sonora  para esta entrada.








 

jueves, 18 de mayo de 2017

Los frutos difíciles





Cuando llegan las vacaciones, Diego Hernán  Ardila dedica  tres días a revisar su viejo campero  Land Rover modelo 1967 y prepara sus bártulos con minuciosidad de relojero: picos, sogas, botas, guantes, arneses, linternas, pasamontañas, calcetines, cinturones, recipientes para el agua y muchas variedades de chocolate.

Entonces pone a funcionar el viejo motor y parte carretera abajo rumbo a alguna montaña entre  Popayán y la Tierra del Fuego.

Como tantos viajeros  solitarios- que son los únicos viajeros de verdad- va en busca de su reino perdido.

Para ello tendrá que evitar las hordas de turistas, emisarios naturales del ruido y el tumulto.
  
Su  destino esta vez son los Andes a la altura de Mendoza, entre Argentina  y Chile.

Pero a lo mejor tome un desvío y se dirija  hacia Puno, en los límites entre Perú y Bolivia. Allí  donde  el  sol y el hielo  reanudan cada mañana su vieja charla.



 Ardila ama una vieja  palabra inglesa: Serendipity. Algunos la traducen como error afortunado. Yo pienso que en realidad quiere decir revelación, reencuentro. Es decir, la fuerza que mueve a los andariegos de todo el mundo.

Y   ese es, en últimas, el propósito de este profesor de matemáticas que ama la perfección de las ecuaciones y el misterio de los números transfinitos.

Después de muchos días de escaladas y de sentir las agujas del frío clavadas en la piel, Diego  Hernán Ardila, de cuarenta y cinco años, obtiene  la recompensa, que en su caso va mucho más allá de coronar la cima o superar una marca: En realidad su premio es  alguna  de las múltiples formas del silencio.

Quienes lo valoramos sabemos que el silencio  no es uniforme. Al contrario: se  presenta bajo  diversas manifestaciones. A veces es un rumor de agua. En otras aparece como un murmullo  de viento y arena. En días especiales nos  habla con el elocuente y preciso lenguaje de  las piedras.

Por  eso es un fruto tan difícil.



Somos una especie ruidosa. Más ruidosa incluso que las cotorras y los monos aulladores.

Nos gusta el ruido porque nos permite escapar de nosotros mismos. Nos ayuda a no escuchar los latidos del propio corazón.

¡Súbale, Súbale! Les dicen a sus oyentes los programadores de música en las estaciones de radio, en una abierta incitación al estropicio auditivo.

¡Goooooooool! Ladran  los narradores de fútbol, y los fanáticos les responden en un coro de treinta mil voces.

¡Compre ya el último juego de sala! ordena un energúmeno en una pieza publicitaria.

Y  así se nos va la vida, sin poder escuchar lo esencial, porque a lo anterior se suman las bocinas de los automovilistas frenéticos, los amplificadores instalados en bares y almacenes , así como los pregoneros de cuanto cachivache venden para ser feliz en el más allá y en el más acá.

Nos negamos a admitir  que al final del camino nos aguarda el silencio. Una reserva  infinita  de silencio.

A millones esa perspectiva los aterra.

Por eso arman el bullicio cada vez que se presenta la oportunidad.


  
Y por eso cada semestre Diego Hernán Ardila suspende por un mes sus diálogos  con Bertrand  Rusell y Georg Cantor, esos poetas de los números, y se va en busca de su viejo amigo. Ese con el que puede conversar sin palabras.

El poeta Paul Simon también sabía de esas cosas. Por  eso compuso The sound of silence, una canción  despojada de sentido con el paso de los años y convertida en tonada de púlpito por pastores de todas las sectas.

Se acercan las vacaciones de mitad de año y Ardila ya empieza a consentir su viejo Land Rover. Ese vagabundo de la tierra, ese guerrero del camino que no lo abandona ni en las circunstancias más hostiles.

El sonido de su motor es lo único que escucha en sus largos recorridos. Después de dos décadas ha aprendido a entenderse con  él. Al fin y al cabo, el campero es su única familia.

El jeep y las ráfagas de  viento que  le anuncian la proximidad del silencio.

PDT : les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada.

jueves, 11 de mayo de 2017

La tentación del vértigo








Los muchachos, llamados Daniela y Julián, convocaron a una charla en uno de los salones del Hotel Soratama de Pereira el sábado  15 de abril.

El propósito: hablar sobre el  creciente universo del mercadeo a través de las redes sociales y las oportunidades  de emplearse y ganar mucho dinero en las tiendas virtuales.

Hasta ahí sin novedad en el frente. Ya sabemos que todas las actividades del  mundo  material tienen su correspondencia en el planeta virtual: el sexo, la política, los deportes, la religión, la rumba y, desde luego, los negocios.

Lo singular del asunto estaba en el discurso. Una suerte de declaración de principios en la que se hizo énfasis en la inutilidad de la educación   frente a las posibilidades de   volverse rico haciendo negocios en la red.

“Fíjense nada más  en nuestros padres y abuelos: se mataron trabajando, para acabar sobreviviendo  de una mísera pensión”. Sentenció uno de los expositores ante un auditorio que respondió con gestos de aprobación. “En cambio yo dejé de trabajar por el salario mínimo y ahora me gano cuatro veces más que cualquier profesional. Pasarse cinco años en una universidad para salir a ganarse dos pesos no es negocio”, concluyó el hombre, no mayor de veinticinco años.



Igual que los mafiosos, pensé. Su código ético al revés insiste en que no vale la pena trabajar y esforzarse, si coronando un negocio alguien puede forrarse en dinero para el resto de la vida.

Por supuesto, lo que estos chicos proponen no es ilegal,  si uno  hace un análisis a simple vista, sin explorar en las profundidades. Pero en esencia se trata de la misma tentación del vértigo, del todo aquí y ahora, con el mínimo esfuerzo y haciendo todo lo posible por eludir los obstáculos del camino.

Pero la vida es mucho más que un negocio.

Porque no solo  se va a las aulas a cumplir con un currículo  a cambio de un diploma que nos permita competir en el mercado. Esa es  apenas una pequeña parte del asunto, o al menos debería serlo. En la escuela, el colegio o la universidad aprendemos a reconocer y valorar a otros seres humanos. Allí  recibimos las primeras claves de la convivencia. Como si fuera poco, los libros nos abren ventanas  al mundo y a  través de ellos nos volvemos diestros  en pensar y argumentar. Adquirimos autonomía, disciplina, rigor.

 Por esa vía nos hacemos más humanos.



Estamos  entonces ante  la negación de todo un sistema de valores gestado y mediado por seres humanos para remplazarlo  por un modelo  en el que solo valen el dinero y la mercancía. El concepto de prójimo,  de ser, de sentido, se desvanece  ante los embates de  una  cosmovisión instrumental: el próximo,  el vecino, el semejante, se  esfuman para ser suplantados por el cliente: el que compra.

Se trata, ni más ni menos, que del desmoronamiento de las bases que nos han permitido sortear los escollos de la vida individual y colectiva.

Porque el vértigo es enemigo mortal de la paciencia y de la persistencia, esas dos virtudes que nos permiten hacer las empresas grandes y pequeñas, independiente de su naturaleza. Es más, son esas virtudes las que nos permiten interiorizar el poder  aleccionador de los fracasos.


  
Eso lo saben muy bien los padres y abuelos de estos muchachos. No cabe duda de que sobreviven- y algunos malviven- con modestas pensiones, pero a lo mejor  han llevado una existencia más plena, más llena de matices, forjada en la lucha sin cuartel por hacerse a un lugar en el mundo. Para muchos de  ellos comprar y vender son apenas una manera de ganarse la vida.

No el sentido de la vida.

PDT. Les enlace a la banda sonora de esta entrada.