Aguijoneado por un texto publicado en https://www.traslacoladelarata.com/2017/05/23/cine-porno-colombia/ desempolvé ( en el sentido figurado y literal) un viejo archivo abandonado en lo profundo de mi computador. Quiero compartirlo con pornófilos y pornófobos por igual. Año tras año,durante tres lustros fue rechazado por revistas y periódicos serios, como si de un pornópata apestado se tratara.
Aquí va.
La primera comunión
Los hombres, casi siempre
solos y aferrados a un periódico enrollado como si se tratara de un madero en medio de un naufragio, ingresan a la sala
de cine con el aire entre culpable y desdeñoso de los que se saben partícipes
de alguna conspiración antigua y desgastada.
El olor que flota en el aire es el resultado de la mezcla entre el
cloro utilizado para la limpieza y el aroma vegetal, pegajoso, que asciende
desde el bajo vientre de varias docenas de feligreses que con una puntualidad
posible sólo en los casos de devoción absoluta acuden al culto donde Ella, la
hembra yegua, es inmolada una y mil veces para que los sin amor puedan
sobrevivir una noche más al acoso de los dientes afilados de la impotencia y la
desesperación.
En la primera fila del teatro
un cuarentón gordo hasta lo inconcebible
hurga entre la bragueta de su pantalón mientras, no de la garganta si no
del alma, le salen unos gemiditos de
niño grande extraviado en la espesura del bosque, de ese bosque de algas que la cámara implacable explora sin
tregua, mostrando lo más secreto de esos vellos trémulos, de esas humedades de
musgo perladas con destellos de estalactitas florecidas en la entrepierna de las actrices.
Entre tanto el gordo, el
flaco, el adolescente, el septuagenario,
el profesor de literatura y el vendedor
de electrodomésticos se consagran durante dos horas a ser otro: son el jinete que
cabalga esos muslos y desafía el universo con el ir y venir de unas nalgas que
ofrecen a la vista, como un escupitajo, el tatuaje de una víbora de tres
cabezas.
Nada más animal, más primitivo, más desolado que un montón de hombres reunidos en una sala porno.
De cualquier manera, la imagen
es una estampa de otros tiempos, porque las salas de cine X, al igual que las
otras, están cada vez más deshabitadas. Lejos están ya los tiempos cuando
doscientos, tal vez trescientos fanáticos del sexo imaginado acompañaban a los
protagonistas de las historias en su
ascenso y descenso hacia el reino de la bestia de dos espaldas: era un coro de
suspiros, gritos, jadeos y aplausos, como si estuvieran ante una singular orquesta integrada por
músicos vestidos apenas con la propia piel.
En el principio era un rito.
Cuando las salas bautizadas con nombres como Karká, Sinfonía, Apolo o Capitol anunciaban el estreno de la última
superproducción de Claudine Beccarie, Vanessa del Río, Cicciolina, John Holmes
o Rossana Doll, los devotos se aprestaban con semanas de anticipación para
recibir la lluvia de semen que los reclamos publicitarios anunciaban en los
avances o " trailers", como le gustaba llamarlos a los viejos amantes de las películas de
acción y, ya lo sabemos, el cine porno es nada más y nada menos que eso :
acción.
Como todos los ritos, la aventura pornofilmica
exigía una rigurosa y paciente preparación: definición del día, hora y lugar
para la incursión en esa tierra de nadie y de todos donde, de una manera más cierta y brutal que en una
cadena de montaje, el cuerpo es a la vez herramienta, producto, desecho y todo
lo que se quiera, menos depositario de placer. Si alguien lo duda le bastará con
recordar el fulgor de odio y desprecio que chispeaba en los ojos de John
Holmes, uno de los grandes mitos del porno duro, cada vez que se disponía a
horadar con su descomunal instrumento de combate las exhaustas entrañas de una
diva incapaz de disfrazar tras un gesto de placer mal calculado, el hastío infinito que dejan
como resultado mil cópulas enhebradas a las puertas del infierno.
Sin embargo, la mascarada
bastaba para que los cien, los doscientos prosélitos de esa diáspora de hombres
solos hermanados por la figura tutelar de un Príapo desangelado sintieran que
estaban de algún modo accediendo a una forma remota y vaga de la redención.
Esa redención ameritaba todos
los sacrificios: hacer la fila y exponerse a la mirada inquisidora de
transeúntes y conocidos, dispuestos a comprender y perdonar todos los vicios y
gustos, menos el de esa forma suprema del egoísmo y la renuncia que es el
onanismo y peor aún si se trataba, como en el caso de quienes asistían a salas
X que agotaban la boletería, de una suerte de onanismo en comunión.
Era también escaparse del
trabajo en mitad de la tarde y correr el
riesgo de encontrarse, cuando se prendieran las luces del intermedio, con los
ojos asustados de un compañero o del mismísimo jefe en persona y sobre
todo enfrentar el sentimiento de desprecio que la mayoría de las mujeres
profesan por esos seres que parecen preferir una cópula de mentiras en la
oscuridad pegajosa de una sala de cine, a la tibieza y humedad que son
expresión física de la dosis personal de
infierno y paraíso que un dios loco
reservó para los hombres.
Era tan cierta la mentira que hasta se supo de
historias de amor entrañables como la
del viejo jubilado de una compañía
dedicada a importar cigarrillos, que asistió durante dos semanas seguidas a
tres funciones diarias, sólo porque había quedado prendado del lunar
marrón que la protagonista de una
película que ostentaba el obvio título
de " Noches ardientes
" lucía como un señuelo, justo a mitad de camino
entre la ingle y el pubis.
Pero, ya lo dijo el poeta del
Río de la Plata: "La dicha es un
castillo con un puente de cristal " y los vientos del mercado se
fueron llevando los viejos teatros donde se proyectaban dobles en jornada
continua, que con precisión de equilibrista eran capaces de armonizar un
western protagonizado por Lee Van Cleef
y Franco Nero con los misterios milenarios
popularizados por las películas de Bruce Lee.
Esos vientos no tuvieron piedad con el
hombrecito que apuntalaba su dignidad con una corbata raída y unos zapatos
protegidos por varias capas de betún Beisbol como una coraza contra el
desastre. Todos los jueves aguardaba a que se
corrieran las persianas metálicas de
un teatro situado en la carrera Bolívar de Medellín para abandonarse
durante cuatro horas a la buena merced de unos cuerpos casi siempre estropeados
por el uso y el abuso, que lo mantenían
suspendido en el tiempo y el espacio, para devolverlo al caer la tarde a los remolinos del río de rostros y sudor
que se precipitaba entre ilusiones y
ansiedades hacia el reino de sombras donde habita el olvido.
No podían tener piedad por
supuesto, porque, para empezar, como bien lo había dictaminado un puñado de
profesores alemanes y franceses, los tiempos que se avecinaban no eran los del
colectivo sino los del individuo y las calles dejarían de ser lugar de
encuentro y reconocimiento para dar paso al miedo y la desconfianza. En ese
panorama poco tenía que hacer el cine como alternativa frente a la irrupción de
los deportes de riesgo, las discotecas multiusos y menos frente a ese monumento
al autismo que son los dispositivos digitales como opción de uso del tiempo
libre para las nuevos ciudadanos.
A esos vientos les tiene sin
cuidado por ejemplo que existan en el mundo legiones de hombres expulsados del disfrute de los
asuntos esenciales de la existencia , entre ellos, claro está, el sexo,
simplemente porque no pudieron o no quisieron hablar el lenguaje del yo me
vendo, yo te compro y al final del camino no les quedó otra salida para aliviar
en algo los furores del deseo que abandonarse en los brazos de esas novias de
celuloide que ni prometen ni ofrecen nada distinto a la extensión de sus
caderas , sólo alcanzables a través de la mirada durante los noventa minutos de la función.
Así, uno a uno, se han ido
cerrando los viejos teatros que en los barrios o en el centro de las ciudades
representaban algo parecido a un oasis de penumbras donde los estudiantes escapados de la clase de Álgebra, los vendedores que ya habían tomado
los pedidos del día, los mensajeros, los ayudantes de notario y miles de
desempleados podían hacer un alto en sus
afanes y ansiedades para dejarse
llevar por el sartal de ilusiones nacidas al ritmo machacoso de un viejo
proyector Samplex de 35 milímetros.
¿Quién y con qué instrumentos
podrá medir cuánto ha aumentado la desesperación de esos hombres desde la tarde en que llegaron a las puertas de su teatro favorito,
tanteando en los bolsillos con dedos sudorosos un arrugado billete de dos mil pesos y se encontraron con el palmo
de narices de un aviso escrito con pésima caligrafía, que resumía
en tres palabras una suerte de
sentencia cifrada?
"Cerrado por
derribo " decía la escueta
frase pero era suficiente para dar inicio a una interminable secuencia de
preguntas sin respuesta, que apuntaban todas a tratar de dilucidar qué hacer
con lentas y tortuosas tardes de hastío
que de allí en adelante transcurrirían entre partidas de billar,
lecturas de periódicos viejos y caminatas sin rumbo por callejuelas ajenas y
hostiles porque, entre otras cosas, los clientes de las salas X no son los
mismos que alquilan películas en formato de vídeo para ver en casa.
Hogar dulce hogar.
"The
times they are all changing" cantaba con su voz nasal el viejo Bob Dylan, por allá a mediados de los
sesentas, y sí que cambiaron los tiempos, hasta el punto de poder afirmarse
que la especie humana entera salió del
sur y dio un rodeo por el norte, para volver al fin al punto de partida con la
ilusión de que ya lo sabía todo sobre el universo y sus asuntos.
Las utopías adquirieron el
tono sepia que es la impronta del fracaso. El mercado y sus azares (que los
economistas llaman "leyes")
invadieron todas las esferas de la vida pública y privada. Los
grandes amores pasaron a ser asunto de
canciones trasnochadas, al tiempo que el hombre
concreto, inquieto y asustado en el bosque de sus descubrimientos y
tribulaciones, como los chicos de las fábulas de Grimm sentía, más que nunca,
el apremio de sus pulsiones esenciales y entre ellas el sexo, como garante
supremo de la perdurabilidad de la vida.
Así lo supieron entender con certera sagacidad
los publicistas y expertos en mercadeo. Por eso, enfilaron todas sus baterías a
exacerbar esos impulsos como motores de consumo a través de un bombardeo
incesante de imágenes en las que traseros, espaldas, muslos, tetas y coños
constituía el primer y último fin. "¡No
importa cuán bella e inaccesible sea o parezca: tu puedes!" es en
últimas el resumen de esa manera de
tomarse por asalto la mente, el alma y el cuerpo de los hombres, en tanto que
consumidores, reales o virtuales del
producto más sofisticado y costoso que haya podido caer en manos de los
mercaderes: el cuerpo femenino.
Por esa vía, la marea del
mundo no tardó en sacar a flote el hecho de que en relación con el sexo estaba claro que existían en todas partes multitudes de hombres
que por pobres, por tímidos, por feos, por sucios o por todas las anteriores se quedaban por fuera de las posibilidades
de consumo de cuerpos.
A ellos estarían destinadas
las salas X, que son lugares menos de
placer que de escarnio. Para los más sofisticados, que utilizan las imágenes
pornográficas como tentempié o a lo sumo
como aperitivo, se había inventado esa especie de animalito doméstico que se
pasea por alcobas, salas, cocinas y
hasta baños, salpicando el tedio de los ciudadanos modernos con el
destello luminoso de su estela
omnipresente: el video.
Anclados en su condición de mortales estrato
cuatro, cinco y seis, gracias a la movilidad social dinamizada por el acceso a la educación, los
mercados abiertos y las economías emergentes, los hombres de las clases medias (ansiosos por saber cada vez menos de sí
mismos, y por esa vía, del mundo) encontraron
primero en El Betamax y luego en el VHS el sortilegio para exorcizar cada noche la dosis de pánico y fascinación que les subía pierna
arriba.
Fue así como la sala , el
sacrosanto lugar donde el muy serio
ejecutivo se solazaba con noticias de defraudaciones y masacres, los niños con
los dibujos animados ( Tom y Jerry ayer y Pokemón hoy), las señoras con
dramatizados sobre la idiosincracia de las regiones y las criadas
con telenovelas lacrimógenas, se
vio de repente tomada por asalto por la
presencia de damas fogosas llamadas Ginger, Rossana, Valeria o Cicciolina, dispuestas a llevar hasta las últimas consecuencias las
posibilidades del cuerpo, ejerciendo una forma de santidad al revés, orientada
a redimir de alguna manera a la familia de esa forma gris de existencia que el
poeta Joaquín Sabina llama “El sexo con
amor de los casados” .
La nueva situación plantea de
entrada un problema: Al hacerse doméstico y recibir la bendición institucional,
el porno pierde lo poco que le quedaba de fuerza transgresora. De ahí en
adelante pasará a formar parte de la
interminable lista de objetos destinados a estimular la vida de los individuos
a través de una fugaz permanencia como elementos de uso y desecho.
Tanto es así que en la galaxia
de la televisión digital los clientes pueden elegir entre una sesión de
aeróbicos, el partido de la liga italiana de fútbol, la NBA, la misa dominical
o la última superproducción del canal Playboy. De ese modo las parejas podrán al
menos disimular el tedio de los fines de semana mientras ensayan
posiciones sexuales cada vez más
enrevesadas, como si en lugar de un intento de comunión se tratara de una
competencia gimnástica cuyo fin último
es exacerbar el ego de los practicantes..
El proyecto de desacralización
del mundo, tan caro a la ideología del consumo y a las modernas teorías del
mercado, cierra pues su ciclo, como una serpiente que se muerde la cola, al
intervenir con su poder devastador un
territorio que por ser consustancial a la supervivencia misma de las especies
estuvo rodeado desde la aparición de la
criatura humana de todo un tejido de
eventos rituales. Entre ellos la
invención del concepto del amor y sus muchas derivaciones. Despojado de su tinte poético el sexo deviene droga y en el mejor de los casos , terapia,
para estar acorde con esa percepción
instrumental de la existencia , en la cual las cosas y los seres no serán nunca
más hermosos o buenos: tendrán que ser de cualquier forma, útiles.
El mundo, el demonio y la
carne
La escena tuvo lugar en una sala X situada en
el centro de la ciudad de Medellín, pero igual pudo suceder en cualquier rincón
de la tierra. El cuarentón, gordo hasta lo inconcebible, metido a la fuerza en
una camisa estampada con motivos tropicales y sentado en la primera fila, jadea
al compás de la pareja que se deshace en la pantalla entre gruñidos feroces. De
repente, en el momento mismo en que los actores simulan un clímax perfecto, de
la garganta del hombre sale un aullido desgarrador que saca de su embeleso a
los asistentes que a esa hora, tres de
la tarde de un miércoles de ceniza, suman
medio centenar. La linterna del acomodador se pone en funcionamiento y
cuatro policías bachilleres se levantan de sus asientos mirando en todas
direcciones, como si fueran un bloque de búsqueda de lo sacrílego y pecaminoso.
Con un aire entre indignado y reverencial se
acercan al hombre que todavía no atina a
comprender la causa del alboroto desatado en la sala. Las luces se encienden, los asistentes silban y el
acomodador lo conmina a que se abroche
el cinturón y abandone el lugar si no quiere ser denunciado por ofensa a la moral pública.
Ahora las cosas están claras: el tipo se ha
convertido en chivo expiatorio, esa vieja figura de las ceremonias sacrificiales, tan antigua
como la humanidad y siempre necesaria para restablecer el precario equilibrio
entre la bestia y la civilización. Por esa tarde al menos, los asistentes al
teatro podrán sentirse inocentes,
gracias a que alguien ha perdido sus mecanismos de control y ha dado rienda
suelta a lo más crudo y por lo tanto más cierto de su condición. De algún modo
el gordo ha sido tocado por el aura de quienes aprendieron muy temprano que la
única manera de vencer la tentación es caer en ella.
Ese tipo de situaciones resultarían no sólo
imposibles, sino imperdonables en el ambiente aséptico, al menos en apariencia,
de una sala familiar. Allí el sexo ha sido pasteurizado por el lenguaje elusivo
de los terapeutas de pareja, especializados en hablar de estabilidad, claridad
y responsabilidad en el centro mismo de un territorio donde todo es caótico, oscuro y casi siempre irresponsable.
Hasta la abuela, si así lo
determina la vigencia de sus hormonas y mientras consume botellas y botellas de
diet Coca Cola acompañadas de palomitas
de maíz bajas en grasa, podrá deleitarse con las acrobacias de una reina
holandesa del hard-sex o con las incursiones de un sodomita impenitente en las sinuosidades y estrecheces del reino animal.
La tristeza después del coito
Cómo ya lo sabemos, todos los juegos,
incluidos los del cuerpo, conducen al hartazgo y a no ser que se esté dispuesto
a incursionar más allá de los límites de
la piel, los sentidos acabarán pasándole cuenta de cobro a la curiosidad.
La pornografía, como quintaesencia
de lo que hay más allá y más acá del
cuerpo, no podía escapar a esa condición
y al agotarse sus posibilidades- al fin y al cabo son sólo unos cuantos
centímetros de piel y no más de tres orificios los que madre natura nos proporcionó para el ejercicio del placer-
acabó colonizando territorios que poco o nada tienen que ver con la sexualidad
como promesa de comunicación entre los seres humanos.
Las relaciones que veremos de allí en adelante
serán entre mujeres y caballos, perros o serpientes, hombres y botellas o
cualquier objeto que presuma una oquedad, para no hablar de producciones donde los protagonistas son
niños o ancianos, mujeres embarazadas,
cuarentonas gordísimas, machos con labio leporino y enanos o jorobados, como si
en el límite de la desesperación sexual- y por lo tanto existencial-
intentáramos forzar al máximo las fronteras trazadas de manera conjunta entre
la naturaleza y la civilización, en
un fallido intento por tocar,
aunque sea de manera fugaz lo más esencial, vale decir, lo más primigenio
de nosotros mismos.
Es en ese sentido, en su capacidad para
gritarnos a la cara las motivaciones
últimas de nuestros actos que el porno asquea y cansa, y como al despuntar el
nuevo siglo le estamos diciendo adiós a
la idea del amor romántico, el último de los grandes mitos que nos ayudaban a
soportar la certeza del absurdo, ni
siquiera Rossana Doll, con sus
jugosas nalgas dispuestas como un melocotón en
su punto, podrá seguir siendo la
novia de todos los desairados bajo el desamor. Ya pasó también el tiempo de la hembra yegua que con sólo mover
las caderas los salvaba de las garras
del animal informe que se aposenta en el
pecho cada mañana antes de que cante
el gallo, como una forma del olvido de Dios. Pero qué le hacemos si ya lo supo
decir el poeta: Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio.
PDT : les comparto enlace dos bandas sonora para esta entrada.
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