Existe una célebre anécdota sobre
George Washington repetida hasta la saciedad en las cartillas escolares.
Cuentan sus biógrafos que en su infancia George cortó un árbol de cerezos del huerto familiar. Al
ser increpado por su padre el pequeño
respondió: “Yo lo corté, padre. No podría
mentirte”.
Apócrifa o no, la historia ha
sido utilizada para promocionar la idea de un hombre dotado desde niño de unos
principios éticos a rajatabla.
Sin embargo, nada nos dicen de su condición de propietario
de esclavos y de un episodio todavía más inquietante: en alguna ocasión
habría canjeado a uno de sus esclavos por un barril de melaza.
Cuando un personaje histórico
trasciende a la condición de mito colectivo es despojado de parte de su andadura humana para
ajustarlo a las necesidades del momento, que es tanto como decir a los anhelos
de sus seguidores y a los temores de sus enemigos.
El resultado es una suerte de
escultura sin mácula, capaz de resistir a los embates de los apóstatas.
O de los opositores, si los
trasladamos al terreno de la política.
Porque cuando se transita a ras
de tierra los senderos de los héroes suelen ser algo torcidos.
No pocos historiadores son
proclives a limpiar la vida de sus
objetos de estudio, dependiendo del grado de sus fobias o simpatías.
Al final todos nos vemos a gatas
para saber si la grandeza de los próceres fue real o si fue
pasada por la lente de aumento del
investigador.
Lo mismo, pero en sentido
contrario, puede afirmarse de los villanos. ¿En realidad eran tan mezquinos
o la historia precisaba presentarlos así
para resaltar las bondades del héroe?
Releyendo el libro Los tres Luises del Caribe, del escritor
Jaime Duarte French, tropecé con esta perla: “ En el decreto de 22 de diciembre de 1827, expedido bajo las firmas de Simón
Bolívar y del inamovible secretario de Estado del despacho del interior, José
Manuel Restrepo, se establece en el artículo 22 : “Los jefes de policía tendrán la mayor vigilancia, según se ha
encargado por ley a los jefes políticos, para que no se corrompan las buenas
costumbres ni se ofenda la decencia pública con canciones obscenas, estampas y
cualquiera otra cosa que pervierta la moral y destruya la sana y religiosa
educación que debe promoverse entre los colombianos. Recogerán, pues, y harán quemar
o destruir las mencionadas
estampas u objetos lúbricos, aun cuando aquellas estén
unidas a libros”.
A estas alturas ustedes se harán la misma pregunta que yo: ¿Simón Bolívar autorizando la quema de libros? ¿No era él mismo un hijo de la Ilustración, con todo y su respeto por las libertades individuales?
Pues sí. Señoras y señores, bienvenidos al mundo de la política real.
Convicciones personales aparte,
Bolívar tenía muy claro el papel de la
Iglesia Católica en la sociedad que
empezaba a configurarse. De hecho, eran los clérigos quienes decidían cómo debía comportarse la gente en sus asuntos públicos
y privados. Es decir, en los campos de
la política y la moral.
El concepto de catecismo era una
suerte de piedra angular.
De modo que no era cosa de ponerse a pelear con
los curas. Suficiente con los estragos
heredados de los días aciagos de la patria boba.
Si congraciarse con la iglesia
implicaba mandar unos cuantos libros heréticos a la hoguera, pues ni más
faltaba.
Uno de los libros que corrieron
esa suerte fue una obra titulada Aventuras
del Barón de Faublas cuyo autor es
el joven Juan Bautista Louvet de Couvray, residenciado en París. En Los tres Luises del Caribe Jaime Duarte French nos dice que: “ Se da cuenta de haberse quemado en esa
plaza la obra que expresa, y se consulta si esto se debe continuar, pidiendo la orden suprema sobre el
particular, y sobre lo dispuesto por el ilustrísimo señor arzobispo acerca de
los libros cuya lista impresa se acompaña”.
Es fácil suponer que Bolívar
obtuvo la venia del arzobispo y que, al menos en esa parte, consiguió bajar
tranquilo al sepulcro, según el deseo expresado en su célebre proclama.
Nada sabemos de la suerte corrida
por los autores de canciones obscenas y estampas impúdicas.