I
Parábolas
Sucedió el martes 3 de diciembre
en mitad de la Plaza de Bolívar de
Pereira.
Llevaba por lo menos diez años
sin verla y sin embargo no se permitió la mediación de un saludo.
Indignada como un líder de
los Chalecos
Amarillos franceses en su momento más alto
de ruido y furor, me abordó mientras trataba de escapar al asedio de uno
de esos mimos absurdos que extorsionan a
los transeúntes, so pena de ser caricaturizados en vivo y en directo ante decenas de mirones ocasionales.
¿Te puedes imaginar semejante abuso? Me espetó a la cara, manoteando como una de
las Furias de la mitología clásica.
De inmediato pensé que había sido víctima de los abusos
del Esmad o de alguna otra fuerza
policial, de los que fueron tan frecuentes en
la seguidilla de protestas y marchas desatadas desde mediados de
noviembre.
Pero no. Como suele suceder, la
ofuscación de Miriam- así se llama mi
antigua compañera de estudios- tenía orígenes mucho más domésticos y, por lo
tanto, más letales.
Sucede que su hijo médico
residente en Barcelona le anunció desde noviembre una de esas visitas navideñas
que de inmediato reavivan en los clanes familiares el mito del hijo pródigo de regreso a casa.
De modo que Miriam
se consagró a preparar el
recibimiento con esa clase de fervor solo posible en una madre solícita.
Voy con mi nueva novia, Almudena, le advirtió su hijo a través del
teléfono móvil.
Aunque, de entrada, el nombre le
generó suspicacias las obvió con
rapidez.
Nuera es nuera, así se llame Almudena, se dijo en un principio y
siguió comprando sábanas nuevas, toallas, vinos, jamones, quesos y toda la
artillería de ingredientes que exige la
tentadora gastronomía típica colombiana.
Pasó el penúltimo mes del año
y “Llegó
diciembre son su alegría, mes de parranda y animación”, según reza el
estribillo de esa canción que es casi
otro himno de navidad.
Llegada la hora, Miriam tomó su automóvil
tipo mujer-luchadora-de-clase media-media y, devorada por la ansiedad,
partió con destino al Aeropuerto Matecaña.
Como es de rutina, al bajar por
la escalerilla del avión, el hijo buscó a su mamá con esa mirada ávida de
reencuentros propia de quien pasa largas temporadas lejos de casa.
Ya en tierra, mamá Miriam lo
despertó del Jet Lag con una de esas
arremetidas impúdicas de
pellizcos en las mejillas, a las que las
madres acostumbran someter a sus críos,
tengan cinco o cincuenta años.
De momento, ni siquiera advirtió la
presencia de la muchacha flaca
que caminaba detrás de su hijo arrastrando una maleta color limón y
sosteniendo en el regazo un pequeño
huacal con un todavía más pequeño animal que movía sus diminutos ojos negros
con una curiosidad próxima al pánico.
Educada por el cine, como todos
los de nuestra generación, Miriam asociaba a las españolas con la imagen de
esas actrices ricas en carnes que se tostaban
al sol en las películas filmadas después de la caída de Franco.
Ustedes ya saben: esas hembras
desbordadas de las películas de Almodóvar.
Por eso, en principio, no vio a
Almudena. Su blancura se aproximaba a la
de esos ángeles casi transparentes que se ven en las natividades de algunos
pintores flamencos.
II
Iluminaciones
Y
a esta altura del cuento llegamos a las razones para la indignación de
mi antigua compañera.
Una vez instalados en casa, su
hijo buscó un sitio propicio y soltó la noticia con el aire de quien formula
una revelación.
Tengo que decirte algo, mamá. Advirtió en un tono de nervioso
sigilo.
¿Voy a ser abuela? Preguntó
Miriam, dando saltitos de
alegría.
No mamá, quiero decirte que mi novia es
vegana.
Un frío letal descendió sobre la casa, haciendo
estremecer a María y José, a la burra y el buey, que esperaban impacientes la
llegada del niño en su pesebre.
¿Qué dices, mijo? ¿Me puedes decir qué vamos a hacer con los jamones,
los perniles, el lomo de res, las pechugas de pollo, los chorizos, la morcilla
y los callos que tengo almacenados en la nevera?
¡Pero si me gasté la prima de
fin de año comprando comida para
atenderlos! Ahora le va a tocar a usted
comerse todo eso solo, porque a mí ya se me quitaron las ganas! Exclamó mamá Miriam, levantando el dedo índice como
un ángel exterminador.
Lo siento tanto, mamá, pero no
puede ser: yo también soy vegano, fue la única respuesta de su retoño.
Fue ese el momento en el que
Miriam salió a la calle, dispuesta a unirse a
la primera marcha de protesta que se le cruzara en el camino.
Había caminado unas veinte cuadras desde el barrio Providencia
cuando nos encontramos.
Yo, que no puedo ver una
vaca sin pensar en un buen churrasco y
que imagino el paraíso como un rodizio,
fui todo comprensión y solidaridad para
con mi antigua compañera de aula.
Tanto, que me dediqué dos horas a
escuchar su letanía, sentados a la mesa de un café al paso frecuentado por
putas prepago que pregonaban las
maravillas de la silicona.
El problema de fondo -empecé a modo de consuelo- reside en que, arrinconados por esa obsesión
contemporánea con la salud y la asepsia de quienes se niegan a envejecer y a
morir, estamos sometidos a la dictadura
de la lechuga.
Momento en el que Miriam “abrió
unos ojos como platos”, según suelen decir los malos traductores de
literatura gringa.
Animado por su interés le dije
que, hasta finalizar los años noventa,
este tipo de manías eran exclusivas de los Hare
Krishna y de unos cuantos prosélitos
de las sectas Nueva Era.
Uno podía identificar a los
primeros por sus túnicas color blanco y azafrán, a los segundos por su empeño
en bautizar a los niños con nombres de
planetas y a los dos por el tono de piel
propio de los que consumen mucha lechuga
y poco sexo.
Esta última idea solo consiguió
reactivar su estado de indignación.
De modo que continué: Pero al despuntar el nuevo siglo el asunto
se masificó. Como había matado a
Dios apenas una centuria atrás, he aquí que la gente se dedicó a inventarse
pequeñas religiones portátiles a la medida
de la propia desesperación.
Paganos redivivos, empezaron a idolatrar toda
entidad viviente o inanimada:
gatos, perros, toros, bicicletas, tatuajes, pircins, barbas, vegetales, árboles: cualquier cosa a la que
aferrarse en medio del naufragio.
Y, como todos los conversos, se volvieron fundamentalistas y se dieron
a la tarea de lanzar anatemas contra todo el que no adhiriera a sus cruzadas.
Así que olvídate por ahora de la unidad familiar. Es cuestión
de paciencia y amor filial: a lo mejor para el año próximo un cuadro
severo de desnutrición les devuelva la sensatez
digestiva.
Revolviéndose en la silla, Miriam
tuvo su propia iluminación, resumida en una pregunta:
Y, mientras llega el otro año… ¿No me recibirías ese montón de carne?
En una reacción primitiva, y sin
consultar con su enemigo el cerebro, mi
estómago respondió que sí, que sí.
Y aquí estoy, tratando de neutralizar mis excesos con dosis dobles de Atorvastatina genérica.
Todo por solidarizarme con una
víctima de la dictadura de la lechuga.
PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada