“Capoteando el vendaval se estremecía/ e impasible desafiaba la tormenta”
José Barros – La Piragua
A esta altura del camino siento
que esos versos del juglar costeño
parecen hechos a la medida para definir el periplo vital de mis abuelos
maternos Martiniano y Ana María. Dos campesinos colonizadores y sembradores de
tierras, que después de fundar una prole bíblica padecieron
un día la llegada de hordas que
los desplazaron y despojaron de sus parcelas.
“Chusmeros”, llamaban a
mediados del siglo XX a esas bandas armadas
por los caciques liberales y
conservadores, que casi siempre actuaban
en concierto para expulsar campesinos hacia los crecientes centros urbanos, necesitados
de mano de obra para alimentar el
proyecto industrializador.
El viejo Martiniano regentaba una
pequeña tienda rural llamada El Tigre
en la que, además de víveres, les vendía
licor a los parroquianos y alentaba sus
nostalgias con canciones de Los
Trovadores de cuyo y Tito Cortés que sonaban en una victrola
RCA Víctor, admirada y envidiada por los jornaleros cerreros que
frecuentaban el lugar.
Pero además, el viejo tenía tres
libros a los que me asomé antes de
cumplir seis años, con el aire de quien
tropieza con una cueva encantada : Las
mil y una noches, Genoveva de Brabante
y la célebre edición de la Historia de
Colombia, escrita por Henao y Arrubla.
Sobra decir que el acceso a esas
páginas me fue prohibido “Hasta que tuviera uso de razón”, según
una expresión de la época que nunca pude entender del todo.
En realidad, en Colombia nunca hemos tenido uso de razón. Ni entonces
ni ahora.
Por fortuna, nunca he sido
proclive a la obediencia ciega, y en los
viajes de Martiniano para surtir su tienda con
mercancías y nuevos discos de
vinilo, el niño que fui trepaba a los
estantes más altos para esconderse después en un sótano polvoriento infestado
de niguas- un insecto terrible que pasó
de moda para reaparecer después con más ímpetus- donde empezó una saga de
revelaciones que todavía no termina.
Entre la lucha tenaz de Sherezada
por salvar su vida a punta de cuentos,
junto a las batallas de Carlomagno y sus caballeros surgían de repente un
montón de hombres vestidos con elegantes trajes de charreteras,
casi siempre a lomo de caballos
de buena sangre : eran los Próceres de la
Independencia, recreados por Henao y Arrubla en ese libro escrito por
encargo del presidente Rafael Reyes, un hombre
brillante necesitado de darle elementos de identidad a un territorio
hecho trizas por las guerras civiles y
por esa brutal carnicería conocida con
el nombre casi poético de “ Guerra de los
mil días”.
Un día, mi abuelo descubrió unas
delatoras huellas infantiles en las páginas de su amada trilogía bibliográfica:
luego de hartarse con dulces caseros, el
niño no se cuidó de lavarse las manos y dejó la prueba de su osadía entre los
tesoros de Ali Babá, los amores de
Genoveva y las arengas de Simón Bolívar a sus soldados.
Todavía me escuece el trasero al
recordar la pela que me dio el viejo con un rejo de enlazar potros: esas eran las ayudas pedagógicas de los
mayores en esos tiempos y no me quejo por eso.
“La pela pasa y el culo queda”
recitaban los castigados a modo desafío.
En mi caso, aparte del culo intacto, me quedó una
devoción por la palabra escrita que no me abandonará hasta el último suspiro.
Por eso mismo, al cruzar la
adolescencia, me arrojé a las páginas de libros que contaban la historia
colombiana de otra manera, en contravía de un
discurso en el que el resplandor de los
sables encandilaba al lector y le impedía ver la presencia y el papel de
grupos sociales agrupados siempre en una abstracción llamada El
Pueblo, que inspiró, entre otras obras,
la célebre pintura de Delacroix,
titulada La Libertad guiando al pueblo.
No sé dónde esté, si en este mundo o en el otro, pero un compañero de bachillerato mucho mayor que yo, Luis
Eduardo Tabares, puso en mis manos unos títulos que me revelaron de golpe el rostro y la voz de los componentes de ese
pueblo : La mala hora, de Gabriel
García Márquez, una parábola en ficción
sobre la naturaleza de nuestros desastres; El
día del odio, de José Antonio Osorio Lizarazo, un descarnado abordaje en tono de crónica sobre los hechos que
rodearon el asesinato de Jorge Eliécer
Gaitán y un libro del historiador
Jaime Jaramillo Uribe que, sin
descalificar el papel de los caudillos de la Independencia, los bajaba de sus
pedestales de bronce y los ponía a caminar al lado de campesinos, esclavos, mujeres,
indígenas y niños que también dejaron su tributo de sangre y huesos triturados
en los campos de batalla.
Pálido como un bombillo, Luis
Eduardo se ganaba la vida haciendo turnos de media noche en una estación radial
de Pereira llamaba Radio Centinela.
Temprano en la mañana, llegaba a clases casi sin dormir.
A menudo, instalado en la última fila, se echaba un breve sueño reparador del que
siempre fui cómplice. Aparte de eso, le hice muchas tareas que lo salvaron del
desastre académico y lo ayudaron a
obtener a trompicones su título de bachiller.
Ahora que en Colombia se festejan
con un sinnúmero de actividades dos siglos de una independencia todavía trunca,
quiero evocar a los abuelos duchos en capotear vendavales y
desafiar tormentas, y a ese compañero de estudios de sólida formación
marxista, que me enseñó a ver la
historia como una urdimbre de fuerzas y matices
distante a años luz de las pinturas que ilustraban los libros de texto de mi infancia.
PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
Qué ironía, que ni con la amenaza permanente de la huasca(la pela) por tocar los libros que tenían etiqueta de prohibidos nos alejaban del gozo de leerlos a escondidas, la curiosidad era tan grande que no nos importaba las reprimendas. Ahora es al revés, ni con alicientes o premios se logra interesar a los chicos hacia la lectura y eso que hay todas las facilidades para el uso. Las nuevas tecnologías, la televisión, los videojuegos tienen que ver con el desastre. Tenemos exceso de información, pero parece que sigue aumentando la ignorancia
ResponderBorrarUsted lo dicho, apreciado José: estamos saturados de información, y por eso mismo cada vez más lejos del conocimiento y, por lo tanto, de la comprensión de nosotros mismos y del vasto universo que nos rodea.
ResponderBorrar¿El resultado? deambulamos por la vida desprovistos de pensamiento crítico.Esa circunstancia nos deja a merced de toda clase de embaucadores: políticos, gurús, publicistas...
“Eran se, eran sesenta paisanos, los sese, los sesenta granaderos”, cantaban Los Trovadores de Cuyo. También “Virgen de la Carrodilla, patrona de los viñedos...” Grata sorpresa que este ahora ignoto grupo de cuyanos (el corrector quiere poner “cubanos”, qué saben los correctores digitales de folclore), mendocinos casi todos, haya entretenido a tus abuelos en un rincón alejado de Colombia.
ResponderBorrarNo sólo a mis abuelos: también a mí. Me sé de memoria varias canciones de Los trovadores de Cuyo, mi querido don Lalo. Entre ellas esa de " Mi negra se me ha ausentado/ y a la mar la fui a llorar/ linda mi negra / dónde andará".
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