miércoles, 30 de julio de 2025

La justicia es política

 


                                                     No hay filosofía inocente

                                                      Georg Lukacs

                                                      El asalto a la razón



A menudo caemos en la trampa de las alegorías. El poder de sugestión de las imágenes parece resolver la complejidad del mundo y nos libera así de la  responsabilidad de pensar por cuenta propia.

La de la justicia es una de las más socorridas: una mujer  con los ojos vendados sostiene una balanza en una mano y una espada en la otra y promete justicia para todos con imparcialidad y objetividad. Y aquí tenemos el primer problema: imparcialidad y objetividad son asuntos imposibles cuando se piensa y obra desde un sujeto que funciona en el seno de una sociedad donde se cruzan intereses de todo tipo: económicos, políticos, culturales, familiares, sexuales y todos los que surgen en el camino.

Eso para no hablar de los prejuicios- buenos y malos- alentados por viejos atavismos.

Luego viene otro aspecto clave: la justicia en sí misma es un poder delimitado por la suma de  los otros poderes, que no son sólo el ejecutivo, el legislativo  y el judicial, como siguen repitiendo las cartillas de “educación política”. De modo que cuando un juez, por probo que sea, emite su fallo, está mediado de manera   consciente o inconsciente por el sistema de fuerzas que mueven a la sociedad en la que actúa.

Por eso, quien accede al poder ejecutivo intenta hacerse con el respaldo del legislativo y judicial, aparte, claro, del poder económico y el de los medios de  comunicación entre otros. Sin esos respaldos la tarea de gobernar se convierte en algo que raya en lo imposible. La justicia pues, como todo lo demás, es política.

Por eso resultan tan llamativas las reacciones hipócritas- ya que no candorosas- de los defensores y contradictores del expresidente colombiano Álvaro Uribe Vélez, tras el fallo en su contra emitido por la jueza Sandra Liliana Heredia, que lo condenó en principio por los delitos de fraude procesal y soborno en actuación penal, dentro del campo de acción más amplio de supuestos nexos con el paramilitarismo.




Es una decisión política y no jurídica, sentencian los uribistas a ultranza. Se obró en pleno derecho, replican los voceros del gobierno. Y de ambos lados tienen razón. Sólo que no asistimos a nada nuevo: la justicia ha sido, es y será un arma política en todos los tiempos y lugares, mucho antes del pobre Maquiavelo al que, sin leerlo o leyéndolo fuera de contexto, se le endosan todos los males. En el ejercicio del poder político y económico la justicia sirve, entre otras muchas cosas, para acorralar a los contradictores y salvaguardar los propios intereses. Así las cosas, las homilías escuchadas en las últimas horas de uno y otro lado están soportadas en una armazón bastante endeble. Si le damos un breve vistazo a los últimos veinticinco años de Historia de Colombia encontramos que el hoy condenado Uribe utilizó la justicia para garantizar la impunidad ante las acusaciones que se le lanzaban, entre ellas sus   presuntas relaciones con el paramilitarismo, el soborno a la congresista Yidis Medina en la votación para aprobar la reelección y los negociados de sus hijos aprovechando  información privilegiada.  Por su lado, los gobiernos de Juan Manuel Santos e Iván Duque miraron para otro lado en defensa de sus propios intereses y de paso, de los del expresidente.

Hasta que llegó el turno de Gustavo Petro, quien de entrada- como lo hicieron sus antecesores- enfocó sus energías en el nombramiento de un fiscal de sus afectos. Al final resultó escogida Luz Adriana Camargo, a quien le fue asignada, entre otras, la tarea de agilizar las acciones relacionadas con el juicio a Álvaro Uribe Vélez. Los resultados concretos se conocieron el lunes 28 de julio de 2025 con el ya conocido fallo de la jueza Sandra Liliana Heredia. Nada nuevo el sol, dicen que dijo el rey Salomón.




Si alguien duda de la condición de arma de la justicia puede echar un vistazo a nuestro continente. Bien al norte, Donal Trump alinea  de su lado al poder judicial para blindarse  contra acusaciones por los delitos que se le imputan. En Argentina  Milei y sus aliados en la justicia condenaron a Cristina Fernández- que no es  ninguna santa- para impedir cualquier posible regreso suyo al poder. Y si recorremos el mapa del planeta encontraremos situaciones parecidas ayer y hoy en todos los rincones.

De modo que en el caso del fallo en contra de Álvaro Uribe, sería más saludable para Colombia que nos centráramos en los delitos por los que se le acusa,  entre los que los de  fraude procesal y soborno en actuación penal son apenas  el intento de encubrir otros más graves. Si lo hacemos con lucidez y responsabilidad, podremos ponernos a salvo de la verborrea y la sinrazón  que nos invaden por estos días y por lo menos tendremos claro que el ejercicio de la justicia no es un acto abstracto  ajeno a  la suma de apetitos que mueven a la sociedad desde  los tiempos del Antiguo Testamento hasta la era de la Inteligencia Artificial que tanto nos inquieta.


PDT. Les comparto enlace  a la banda sonora de esta entrada:

https://www.youtube.com/watch?v=X_r8O1JhzWA&list=RDX_r8O1JhzWA&start_radio=1


 

lunes, 14 de julio de 2025

Ensayo a las tres

 




Al final de una entrevista para la televisión el interlocutor le preguntó a Al Pacino:

Llegada la hora de su muerte ¿Qué palabras esperaría de Dios a modo de saludo?

La respuesta del genial actor italoamericano no se hizo esperar:

 Esperaría que el buen Dios me dijera: mañana tenemos ensayo a las tres.

De ese tamaño es su devoción por el teatro y, sobre todo, por la obra entera de Shakespeare; una pasión que ya en la escuela secundaria lo llevó a interpretar papeles en los que empezaba a vislumbrarse ese talante obsesivo que, con el paso de los años, se convirtió en su seña de identidad.

Hijo de una familia de clase obrera, Alfredo James Pacino nació en el sur del Bronx el 25 de abril de 1940 en el vórtice mismo de la Segunda Guerra Mundial, de modo que conoció muy temprano la dureza de la vida. De esa atmósfera aprendió un sentido de la lucha y la solidaridad que ya no lo abandonó nunca y que vació en cada uno de sus personajes. Una muestra de ello es la película Dog Day Afternoon (Tarde de Perros) una producción de 1975 sobre el asalto a un banco, dirigida por Sidney Lumet, en la que Pacino actúa junto a su amigo John Cazale. El guion está construido sobre una noticia que los medios de la época transmitieron en directo, inaugurando en muchos sentidos el negocio de la información como producto de consumo masivo.




Pudo haber sido otro asalto más… a no ser porque al final Leon Shermer, amante de Sonny (Al Pacino) llega y cuenta que Sonny es padre de dos hijos y que se ha separado de su esposa Angie. El robo tiene como finalidad pagar la cirugía de cambio de sexo de Leon. La historia era audaz, aun para esos días convulsionados por los estertores de los sesenta y Pacino la asumió con un respeto y una intensidad que de inmediato le valió la atención de directores proclives a construir personajes inadaptados y siempre a punto de lanzarse al abismo. Mejor dicho, hechos a la medida de un actor desgarrado entre la fama, la soledad y un escepticismo a toda prueba que lo puso a salvo del sistema de estrellato sobre el que se sustentan los valores de Hollywood. Ese desarraigo expresado en su concepción del mundo y de la actuación de cierto modo marcó el rumbo de otros actores de origen italiano como Robert de Niro y Joe Pesci.

Claro, antes de Dog Day Afternoon estuvo la primera parte de la saga de El Padrino, dirigida por un Francis Ford Coppola en estado de gracia y con la presencia de otro actor moviéndose siempre al filo de la cornisa: Marlon Brando, que con su formación en la escuela del Actors Studio alumbró en buena medida el camino de Al Pacino.




Ese camino remite a los días cuando, sin trabajo y muchas veces durmiendo en las calles, Al Pacino se formó como actor, primero en el HB Studio y luego en el Actors Studio, con sus reputadas técnicas de actuación conocidas como El Método. Ese recorrido paciente y tortuoso le abrió las puertas para actuaciones tempranas en Broadway que poco a poco atrajeron la atención de algunos representantes de la industria del cine. Fue por esos días cuando Francis Ford Coppola, director también de origen italiano, tuvo las primeras noticias sobre el que después se convertiría en uno de sus actores fetiche. En 1971 Pacino actuó en el drama The Panic in Needle Park, donde encarnó a un adicto a la heroína.  Y ahí se produjo el gran salto:  el estreno de El Padrino I en 1972 fue el comienzo de una carrera marcada por momentos de angustia y depresión que lo condujeron a su adicción al alcohol, hasta que el director Brian de Palma- también de ascendencia italiana, cómo no- lo llamó para que interpretara el papel del mafioso Tony Montana en su muy personal versión de la ya clásica Scarface  (Howard Hawks, 1932).

El Scarface (1983) de Brian de Palma reveló a un Al Pacino en la plenitud de su madurez. Sobrio, intenso, hasta en los momentos más brutales de la película es capaz de mantener una fría y calculada calma que recuerda al Marlon Brando de sus mejores tiempos. Y eso lo vuelve más terrible: la suya no es una violencia animal, sino una furia en la que subyace el indignado reclamo de quien se sabe señalado por una sociedad de doble moral. ¡Mirénme, señálenme con el dedo, soy el malo y ustedes son los buenos! Les grita en la cara a los ricos parroquianos de un restaurante, paralizados ante semejante andanada.

Con Tony Montana, Al Pacino a lo mejor allanaba el camino para lo que sería el gran tributo a su maestro Shakespeare: En Busca de Ricardo III (1996), una película que entremezcla el documental y la ficción para mostrarnos las facetas de ese hombre jorobado y resentido que fue rey de Inglaterra durante dos años a finales del siglo XV . Por momentos uno siente que el Tony Montana de Scarface es la personificación de ese Ricardo III que en la película acaba apoderado- en el sentido literal- del espíritu de Pacino. Era su mejor manera de rendir homenaje a la vida y obra de quien consideraba el más grande entre los grandes. No sé quién soy, si Al Pacino, Shakespeare o Ricardo III, confiesa el protagonista al final de la película, abrumado por tantos siglos que pesan sobre sus hombros.




En 1993 Al Pacino recibió el Oscar por su actuación en la película Perfume de Mujer, dirigida por Martin Brest. En ella interpreta al coronel Frank Slide, un hombre ciego que ensaya nuevas maneras de descubrir y disfrutar la vida. En la ceremonia de entrega del premio, Pacino no desperdició la oportunidad de lanzar sus dardos contra la corrección política reinante. Después de tantas películas y roles, tuve que interpretar el papel de ciego para hacerme   merecedor del premio, sentenció y   casi nadie captó o no   quiso captar la ironía en medio de la salva de aplausos. Es el mismo tono del personaje que en El abogado del Diablo sentencia: Nosotros castigamos con la bondad. Así es este hombre que a los ochenta y cinco años sigue siendo fiel a sí mismo:  solitario, amargo, escéptico, cínico y talentoso hasta la genialidad.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:

https://www.youtube.com/watch?v=F2zTd_YwTvo

 

martes, 1 de julio de 2025

Atila : la paciencia es virtud asiática

 

 


                                                               
La vida sin lenguaje es deportada.

                                                                         Aliocha Coll

 


El Portón sin puerta es el título de una selección de koanes, esa forma oriental de conocimiento hermana de la gran poesía que tanto impresionó a Ludwig Wittgenstein. Su autor es el maestro chino Wu-men Hui-hai (1183-1260), quien sugirió que el mundo solo puede ser aprehendido a través del lenguaje de la poesía. Vistas así, las metáforas son las únicas capaces de salvar el abismo entre las palabras y las cosas. La intuición bíblica del verbo hecho carne cobra entonces su pleno significado.

Los grandes poetas de todos los tiempos han consagrado su vida a buscar la palabra precisa, que es otra forma del silencio, y han tenido que sortear las tentaciones del sinónimo- no existen dos vocablos que signifiquen exactamente lo mismo- en su intento casi siempre frustrado de aproximarse a lo que, a falta de un nombre mejor, decidimos llamar la realidad.

Esa realidad no es, por supuesto, la de la ciencia y su expresión más prosaica, la técnica. Es un más allá de todo, una inasible línea de sombra que vela el mundo y lo pone lejos de nuestro alcance. En esa línea somos fantasmas que se mueven sobre la cuerda floja de su propio no ser y ensayan señales luminosas   a los otros fantasmas que van y vienen en todas direcciones. El poeta avizora esa línea pero no puede trascenderla: una vida entera no basta para ello, pero otros poetas lo siguen intentando.

Uno de esos intentos lleva el título de Atila, obra inclasificable del escritor español Aliocha Coll (Madrid, 1948- París, 1990).  Mientras trabajaba en ella, el autor anunció que una vez terminada su vida carecería de sentido. Y así fue: se suicidó en París el 15 de noviembre de 1990, cuando contaba apenas cuarenta y dos años de edad.

Esas cuatro décadas le bastaron para intentarlo por todos los medios. Vitam Venturi Saeculi, Imaginarias y El hilo de seda son los títulos de esos intentos en los que, atendiendo acaso la sugerencia de Wu-men Hui-hai, llevó el lenguaje a sus extremos, haciendo de la lectura de su obra un ejercicio difícil cuya recompensa son algunos momentos de iluminación.  Para eso debemos tener presente que la paciencia es una virtud asiática.

Empecemos la andadura con un fragmento de Atila:

 El valle sudaba luz. Las parcelas jugaban a la gallina ciega con dos pañuelos. El viento de poniente se asomaba a las copas y éstas, cediéndole un poco, derramaban algo de su frondosidad. Pero el aura despabilaba las de aquellos árboles que ardieron en verano. Unos cerezos parecían al unísono en flor y en fruto, y la flor y el fruto parecían remendar los cerezos agrumándose la una sin el otro. La ladera se puso, de rodillas, frontera. Temblones eolios cubrían lúbricamente sus choquezuelas. Y la muelle lumbre hacía lentejuelas en esos flecos, que corrían en fila india y va y ven. La tierra empanada y caliente se daba al azogue, que desnudo crecía por entre ella como dos ríos geminados y antígonos. Oriente asediaba con rombos escuadrones de surcos baldíos y liños de abedules. Dos alquerías desterraban destellos de entierros estrellados. Árboles montaraces preferían las cañadas a los caminos, mientras que un tándem de almendros saltaba el lecho de cuenca. Hordas de encinares contemplaban en ajena visión esos suelos más luminosos que cumbres, aireados más que cráteres. Así cercado el valle geórgico despedía enlaces como un ojo de hombre en el cabello de mujer. Y por el puerto más alto bajaba exangüe el cielo a pordiosearle indolencia al granito.

En ese párrafo el autor nos entrega las claves para una lectura lúcida y gozosa. De momento, debemos dejar de lado los viejos manuales   que hablan de argumento, nudo y desenlace como sustentos de la ficción.  Y por el puerto más alto bajaba exangüe el cielo a pordiosearle indolencia al granito. Así de simple: estamos ante una propuesta literaria soportada sobre poemas en prosa y aforismos que todo el tiempo alumbran el camino del lector.

Pero en Atila también hay una historia. La historia de amor entre Ipsibidimidiata, hija de Roma, y Quijote, hijo de Atila, sobre cuya unión se funda una esperanza: la de preservar el legado vital de un Imperio Romano en pleno declive, sitiado por unos bárbaros que en realidad son los llamados a recoger el acervo cultural y vital de un pueblo necesitado de sangre nueva. Lejos del estereotipo del destructor, Atila es en realidad un guerrero lúcido que se sabe destinado a hacer suyo lo construido por Roma a lo largo de los siglos. De ahí su declaración de principios: “ Es la  esperanza lo que conserva la vida, no el miedo”.  Acto seguido, amonesta a su pueblo: “Sin salir a no puedes salir de”, para cerrar declarando: “ El miedo se ríe del que lo padece”.




Bajo esa perspectiva, Atila es también una crónica. El relato de hombres y pueblos enfrentados a su disolución, mientras en ese tránsito intentan resolver el acertijo del propio destino. Ese acertijo está consignado en la pregunta: “¿Por qué la vida de un hombre era a la crónica de la historia lo que la vida de un día era a la crónica de su longevidad?”.

A la luz de esa pregunta comprendemos el primer párrafo del libro donde, al modo de una obra de teatro, se nos presenta a los personajes de una puesta en escena sin principio ni fin.

Laocoonte

 

Así abortó la misogénesis.

De los treinta mil cruzados niños que en 1312 salieron en busca de un taxidermista.

De la estepa de tan extensa comba más que las montañas que la circundan. De tan intensa cuenca más que los valles que circundan las montañas.

De una comedia, que empezaba así:

SALOMON

 

personajes

 

ESPECTRO DE ABSALON

HIJO PUTA MUERTO

HIJO PUTA VIVO

MALA PUTA

BUENA PUTA

SALOMON

REINA DE SABA

 

Esos personajes, o más bien espectros, como corresponde a una de las etimologías de la palabra persona, abren de par en par las puertas a la risa que, bien lo sabemos, es el remedio para quienes se toman en serio sus propias neurosis, sus patéticos intentos de sentirse vivos, llámense amor, gloria, poder.

No se tomen demasiado en serio esta historia, nos recuerda el narrador- poeta-filósofo a cada vuelta de página. La vida es demasiado breve para tomarse las cosas a pecho. Eso explica la idea que atraviesa el relato: “En el fondo de la Caja de Pandora alienta la esperanza”, lo que conduce al conocido Carpe Diem de los amados romanos, que a su vez lo tomaron, como casi todo, de los etruscos.




En todas las grandes obras literarias subyace una sospecha: “La memoria siempre huye hacia la infancia”, según sentencia el narrador de Atila. Todos los atajos conducen a ese reino perdido que a nivel de los pueblos tomó forma en la idea de una Edad Dorada, de un Xanadú, de un Paraíso terrenal que se aleja cuando lo creemos al alcance de la mano, porque no está fuera sino dentro de nosotros mismos.

Y en la infancia anida ya la muerte que se arropa a sí misma y nos envuelve en su espiral que siembra a su paso una sospecha: “Como si también la muerte fuese una cuestión de lenguaje, una parapalabra surgida antes de la primera sílaba, de la primera sílaba con vocal, una cuestión de otra oralidad, puesta antes que cada cual se salga con la suya”.

Ahí está la cuestión: ni siquiera en la muerte podemos salir del lenguaje, porque no es punto de llegada sino de partida y vuelta a llegar: la metáfora perfecta de la  eternidad. Como sucede a todo lo largo del relato, el poeta convierte esa idea en pregunta, que es la única manera de deshacerse de las certezas: “¿O qué pega el culo de la esperanza al fondo de la caja que resuena al fondo de la bodega de cada poema?”

El poema como caja de resonancia de lo inefable. El aforismo en tanto síntesis de lo infinito, esa especie de “rincón sin esquina” por donde se cuela el mundo mientras “El sol de Capricornio despuntaba en el horizonte como un delfín cansado, con el ocio de una mañana de domingo, más desidioso que ditirámbico “.

Con hilos así de finos está tejida la urdimbre de Atila, historia infinita que conduce a todas partes y a ninguna. A los mitos griegos y la vieja Roma, a la tragedia y la comedia clásicas. Y, sobre todo, a los laberintos del lenguaje donde escritor y lector son a la vez Ariadna, Teseo y el Minotauro. Echemos un vistazo a ese laberinto:

 

 Entretanto habían llegado más batidores de vanguardia, refiriendo sombras flotantes en un cielo raso, sombras absolutas, criptofanías de la luz pasada por un sacabocados, carros sin caballos que cruzaban calles y atravesaban fachadas taladrando las ciudades de parte a parte, aves sin plumas poniendo estridentes huevos en picado que hundían terrazas y tejados, una gota de sol, no, la gota de una ausencia en el sol que caía sobre una ciudad nebulizándola y anublándosela, los campos de Europa cubiertos de sus campesinos despanzurrados por ciudadanos y desentrañados por liebres, masas rojas de hombres combustibles envueltos en una película verde de hombres comburentes, pero esos colores han de entenderse como pertenecientes al espectro de una luz negra, masas esféricas que se hacían más y más conoides de modo que todos los hombres eran combustibles y comburentes de otros hombres y cada uno quería ser más comburente que combustible pero resultaba que la combustibilidad social prevalecía sobre la comburencia individual en cada uno, prevalencia que implosionaba la humanidad a menos de menos, conos en concierto de cúspides y en conflicto de bases, en concierto de diferencias y en conflicto de semejanzas, desalmados de identidad generatriz.




En esa sucesión de imágenes espacio y tiempo se hacen uno solo, como lo sugieren las intuiciones de la física cuántica. Solo así se comprende la visión del  sabio chino: la metáfora es lo único capaz de suspender por un instante- aunque sea por un instante- la certeza de la entropía y la disolución. El poeta – y Aliocha Coll lo es en grado sumo- se asoma a ese abismo donde la eternidad fulgura en medio de su noche diurna para regresar a contarnos el espanto de imaginar que existimos como la pesadilla de un alguien a quien soñamos y que bien puede ser Atila.


PDT les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

https://www.youtube.com/watch?v=heZvEmLvN04&t=40s