Va de suyo que debemos poner por escrito
nuestras meditaciones
valiosas: si a veces
olvidamos lo que hemos
vivido, cuánto más
lo que hemos pensado.
Arthur Shopenhauer
Parerga y Paralipómena
“Esa noche, el sujeto regresó al valle de la muerte”
“Me falta un libro, pensó al
descender por las montañas hacia el cráter donde brillaban las ascuas que un
viento tibio parecía avivar”.
Con esas dos frases termina La ciudad
de los crepúsculos, la trilogía del escritor colombiano Gustavo Arango,
publicada por Ediciones El Pozo en
julio de 2024 y firmada en Oneonta (Nueva York) en junio del mismo año.
Eso de “descender hacia el cráter” es mucho más que una metáfora: es la
síntesis de una aventura vital y literaria que a lo largo de mil quinientas
páginas nos conduce a un viaje en el que la memoria del narrador intenta, con
mayor o menor fortuna, resistir los embates de su más feroz enemigo: el olvido.
Imaginen un agujero negro que en lugar de energía cósmica engulle palabras.
Imaginen un hombre- que se refiere a sí mismo como “El sujeto”- empeñado en
hacer de sus recuerdos transformados en palabras el alimento de ese monstruo.
Imaginen a “El sujeto” llenando desde edad muy temprana decenas, cientos,
miles de cuadernos con los detalles de su vida, de sus vidas, desde los más
triviales hasta los trascendentales, suponiendo que ésta última palabra tenga
algún sentido en cualquier vida.
Por supuesto, aparte de insensata, la tarea es imposible. Siempre habrá una
fisura, un olvido, una negligencia, una omisión que impidan completar el
rompecabezas.
Pero la literatura está hecha justamente de eso: de insensateces y de
imposibles: abran las páginas de El
Quijote- para aludir a un tópico – y verán.
En el mundo de todos los días, en esta orilla que llamamos realidad, “El
sujeto” podría llamarse Gustavo Arango, cronista, poeta y narrador. Los
momentos decisivos de su vida han transcurrido hasta ahora entre El valle de la muerte, La ciudad de los
crepúsculos y el anhelo de instalarse un día en El país del sueño. Tres vórtices de esa ilusión llamada espacio-
tiempo en la que creemos existir.
Ah, un detalle: siempre quiso morir en Sri Lanka y se sabe que ya lo hizo
una vez. De joven escribió, todavía en El
valle de la muerte, una biografía de Julio Cortázar. Más tarde, en La ciudad de los crepúsculos, fue
redactor en el mismo periódico donde al promediar el siglo XX, dio sus primeros
pasos Gabriel García Márquez. Trasladado a El
país del sueño se convirtió en profesor en la universidad de una ciudad
situada un poco más allá de la nada. Pero eso fue mucho después.
A juzgar por lo que nos permite fisgonear mientras el relato avanza a veces
al galope y otras en cámara lenta, como los astronautas en la luna, “El sujeto”
es, en la realidad o en la ficción- nunca lo sabremos- un pichador compulsivo…
o un desesperado sin remedio, que es lo mismo. Y ese no es un dato menor en La ciudad de los crepúsculos.
De entrada, los expertos en etiquetar los libros por géneros tendrán
problemas: ¿Novela? ¿ Autobiografía? ¿Memorias? ¿Crónicas? ¿Aforismos? ¿Opiniones?
¿Todas las anteriores? ¿Ninguna de las anteriores? Bueno, si ustedes gustan de
las etiquetas tendrán que leer el libro: es la única manera de hacerse a una
idea.
Lo peor es que el narrador no da pistas. Lo que en principio parecen
mojones resultan ser espejismos y el lector tendrá que seguir a tientas,
armando su propia historia con las palabras ajenas si aspira a descender a ese
cráter final… que bien puede ser un nuevo espejismo. Palabras que significan
muchas cosas, recuerdos sin portador, letras de viejas canciones, alineaciones
de un equipo de fútbol, títulos de viejas películas, nombres de actrices,
fragmentos de libros amados, encuentros con seres que regresan del otro lado
del misterio. En fin, mejor tratemos de proponer algún orden.
Me parieron y aquí estoy.
“Me parieron y aquí estoy “, dice una mujer flaca y preñada parada en una
esquina en cualquier página de un libro de Juan Carlos Onetti, uno de los
escritores amados del autor. Esa
declaración de principios bien puede servir para definir a “El sujeto” y su
decisión irrevocable de hacer de la palabra escrita en todas sus
manifestaciones su manera de estar en el mundo, su intento siempre renovado de
descifrarse. A modo de mantra la viene repitiendo como un conjuro contra el
infortunio desde que “El vendedor de fantasías”, como se refiere a su padre,
fue asesinado a tiros en algún rincón de El
Valle de la muerte. La pronuncia cada vez que se siente morir asfixiado en
medio de un matrimonio que más parece una postal del infierno. Y la vuelve a
repetir cuando la sala de redacción de El
liberal, el periódico donde trabaja, se le revela como una trampa armada
con intrigas y envidias.
“El pasado es un gigantesco rompecabezas que tiene casi todas sus fichas
extraviadas”, leemos en la página 464 del segundo tomo de La ciudad de los crepúsculos. No es que estén desordenadas: están
perdidas, acaso irremediablemente. De ahí el carácter demencial de la empresa
propuesta. Si el pasado está extraviado, entonces habrá que inventarlo, palabra
a palabra. Punto a punto. Coma tras coma. Silencio tras silencio.
Y es aquí donde el lector, que hasta ahora se ha limitado a espiar por
encima del hombro la tarea del narrador, tendrá que emprender su propia labor:
la de armar con los fragmentos que le entregan la urdimbre de una vida que es
todas las vidas. Lo suyo, de aquí en adelante, será adelantarse, sospechar,
adivinar los múltiples rumbos propuestos por los muchos autores que alimentan esas
mil quinientas páginas que pugnan, estrujan, claman, imprecan, urgen, secretan
y a menudo desfallecen en su empeño por
abrirse paso hacia no se sabe dónde.
Así que están todos invitados a este desfile de piezas desplegadas sobre
una mesa de comedor, el escritorio de una oficina, una playa del mar Caribe o
el viejo parque de una ciudad pequeña en El
país del sueño.
Clemente Manuel Zabala
La sala de redacción de El Liberal,
donde ofició de artesano de las palabras un editor legendario llamado Clemente
Manuel Zabala. Un lúcido columnista que se esconde detrás de un nombre que no
es el suyo: Wenceslao Triana. El proyecto de un libro sobre el paso temprano de
Gabriel García Márquez por ese periódico. La poesía intensa y silenciosa de
Gustavo Ibarra Merlano. La voz de Manuel Zapata Olivella envuelta en el latido
de un tambor africano. Los puños del boxeador Bernardo Caraballo que no se
cansan de lanzar ganchos de izquierda al mentón de sus propios recuerdos. Las
jornadas interminables del Festival
Internacional de Cine de Cartagena, los gambitos de caballo de una
ajedrecista y pianista llamada Adriana Salazar. Los acordes de Pink Floyd y cierta canción de Rafael
Orozco.
Las piezas son muchas más: una edición del I Ching, crónicas, reportajes, cuentos, reseñas, poemas, viajes,
novelas, sueños, recuerdos ajenos. Ya
les advertí que iba a ser difícil armar el rompecabezas. Uno está leyendo el
palpitante relato del descubrimiento de unas piezas arqueológicas del llamado periodo formativo y de repente surgen en
la alta noche fragmentos y alusiones a libros de cuentos, reportajes, novelas o
proyectos narrativos de “El sujeto”. Bajas
pasiones, El origen del mundo, Su última palabra fue silencio, Criatura Perdida
o la ya citada Un ramo de Nomeolvides
son apenas algunos de esos títulos.
Y de súbito, la ironía como una de las improntas del libro: “Pobrecito el guardián de la gramática, no
es capaz de ser feliz.”
La fatiga de ser
Estoy cansado de ser yo. Ser
yo me tiene mamado.
Fiel heredero del
desaliento que cruza los libros de Onetti- no por casualidad su sello editorial
se llama El Pozo- “El sujeto” sabe que,
para sobrevivir hasta descender como Empédocles al cráter del volcán, todos
necesitamos conjuros, sortilegios, mantras: el eterno retorno a la imagen de
una mujer llamada Latour, que igual puede ser una forma de devoción o
contumacia. La alineación del equipo de fútbol amado en otra época: navarromoncadamaturanacalicsortizretatgómezfernándezsantalónderocampaz.
Y, sobre todo,
nombres, cuerpos, labios, besos, sudores, temblores, muslos, pechos, nalgas, pubis:
formas de celebrar el milagro de estar vivos.
“Todo lo doy a cambio del deseo” escribió Julio Cortázar en uno de sus poco
conocidos poemas. Poco importa si al regreso nos aguardan renovadas formas del
cansancio. Al fin y al cabo, el deseo y
la fatiga son manifestaciones del hecho de estar vivos. Por eso en las páginas
de La ciudad de los crepúsculos
alientan todo el tiempo cuerpos soñados, deseados, poseídos, presentidos o
inventados. Ese latido incesante es lo que hace soportable tanta desolación
como la que nos sale al paso mientras leemos.
(…) Para qué querer ver el resto,
para qué reventarse la cabeza imaginándolo, si está ahí, descubierto, en la
cara, en cada pliegue y tonalidad de la piel de la cara, en cada saborcito y
olorcito despedido por rinconcito, auuuhhuuummm aaaffff, respiración profunda
para aspirar el aroma de la rosa humedecida, el aroma de tu rosa, olerlo,
sentir tu mohito tibio, su musgosidad enervante, sususususurro de pliegues
olvidados, uhhuummm…aaaffff, respirando, qué puede haber más íntimo que el
olor, no hay nada más íntimo que el
olor, los ojos miran en la superficie de un cristal, el sabor viene de la
superficie del agua, distante, remoto, el sonido tiene algo de inexistente, la
piel sacude nuestra envoltura pero el olor nos invade, nos inunda, nos retrae,
se mezcla de inmediato con nuestra sangre, por eso tu olor es el recuerdo de ti
que más me trastorna(…) Tomo II
página 250.
Vistas las cosas así, La ciudad de
los crepúsculos parece a ratos el trabajo de un escultor. Alguien
empecinado en interrogar la piedra del tiempo para obligarla a confesar sus
secretos acumulados a lo largo de los siglos o de la efímera vida de hombres y
mujeres como los que cobran aliento en las páginas del libro. Almas en pena
vueltas a la vida por el llamado de las palabras, como puede constatarse tras
la lectura de una delicada crónica titulada Las
cenizas de Orlando Contreras, sobre el funeral marino del célebre bolerista
cubano. Y, en el silencio, los
pensamientos se escuchaban como voces.
Contra todo pronóstico, el narrador se las arregla para que el rompecabezas
de su vida y, en últimas, el de la vida de todos, empiece a cobrar forma.
Puestos a utilizar tópicos, lo suyo es el libro de un viaje iniciático, con
todos los elementos que el modelo exige: encantamiento, descubrimiento, horror,
sanación y conocimiento de uno mismo, en este caso de “ El sujeto”. El
encadenamiento se nos revela entonces con toda claridad. El valle de la muerte, La ciudad de los crepúsculos y El País del sueño trazan en el mapa el
itinerario del viaje de un hombre al
fondo de sí mismo.
No es casual entonces que el relato nos remita a voces como las de Julio
Verne, Edgar Allan Poe, Melville, Malcom
Lowry, Juan Carlos Onetti, Cortázar, Gustavo Ibarra y, claro, los obligados clásicos griegos y
latinos. Cada uno a su manera propuso su propio viaje a los infiernos, de donde
regresó con una pieza del rompecabezas infinito que es la literatura universal,
desde el más anónimo hasta el más célebre de los escritores.
Gustavo Ibarra Merlano
“¿Qué haces, Pasifae?” “Estoy tallando una vaca de madera”, escribe el
sabio y cínico- ¿No será redundante eso de sabio y cínico?- Wenceslao Triana en
una de sus frecuentes lucideces . Así de
simple es la clave: todo creador debe tallar su propia criatura anhelada. En el
papel, en la piedra, en el lienzo, en el pentagrama: da igual. Poco importa si
al final se desvanece en el aire, como todo, como todos. Al final de la lectura
de La ciudad de los crepúsculos queda
la certeza de que Gustavo Arango o “ El sujeto” y va uno a saber quién más han
conseguido darle aliento a su propia vaca de madera, a su Neverland, a esa Sri
Lanka a la que, con distintos nombres, todos anhelamos llegar .
PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:
https://www.youtube.com/watch?v=I-cOD2x-qBs